Sobre lo que nos apasiona en la vida y la (falta de) constancia
Dicen que para alcanzar nuestras metas, los ingredientes fundamentales son la constancia y el trabajo duro. Que personas talentosas hay muchas, pero que son pocas las que realmente se dedican y esfuerzan lo suficiente como para lograr que sus sueños se vuelvan tangibles. Y que al final del día, más allá de cualquier don que tengamos, son pocos los que marcan la diferencia.
La constancia siempre fue mi eslabón débil. Recuerdo cuando a los seis años empecé ballet. La profesora, Judith, era un ser mágico: siempre con su sonrisa amplia, sus palabras alentadoras y esas faldas de tules vaporosos. Desde mi óptica infantil, ella era como un hada salida de alguna historia repleta de hechizos y bailes encantadores. Verla moverse, era hipnótico. Durante los años que siguieron, yo solía asistir a cada clase feliz. Era amiga de mis compañeras, nos reíamos mucho y nos emocionábamos con la llegada del gran festival de fin de año. Antes de cumplir trece, Judith le dijo a mamá: ”Yo sólo le doy clases a nenas, Cari ya debería ir a un instituto más exigente y explorar sus verdaderas capacidades. Pero te advierto, al mes va a querer abandonar y vos vas a tener que insistir para que no lo haga.”
En el nuevo estudio de danzas había una mujer de un pelo que le llegaba tan tirante a su rodete que, de sólo mirarla, me dolía. En su mano derecha, sostenía un bastón de madera que golpeaba, acompasado, contra el parqué del salón. En la esquina, otra mujer de líneas lánguidas y cabello estirado, nos marcaba la clase desde el piano. En la habitación espejada, nadie reía. ¿Dónde había quedado la infancia? ¿Hacia dónde habían volado las risas y las miradas cómplices llenas de picardía? “No quiero ir más”, le dije a mami, firme. “Pero Cari, Judith me advirtió que esto iba a pasar y…..” “No quiero ir más.” Al mes, había abandonado.
Para acompañar lo que sigue, comparto este tema:
Muchos años más tarde, entendí el aprendizaje detrás de la experiencia: si deseamos destacarnos en algo, incluso la actividad que más disfrutamos y amamos en el mundo, se transformará por momentos en una poco feliz. Ella demandará de nosotros mucha energía, días no tan buenos, días con algunas lágrimas y tropiezos. Pero si realmente amamos lo que hacemos, valdrá la pena. Ahí está la clave: sentir la pasión. A mí me gustaba bailar, pero no me APASIONABA lo suficiente como para que ese amor se convierta en un sacrificio.
También entendí que si vamos a transformar algo que disfrutamos en un trabajo, tendremos que amarlo lo suficiente como para permitirnos odiarlo. Porque sí, sin dudas habrá días que lo detestemos, y sólo gracias a ese verdadero amor, podremos superar las instancias malas y avanzar con una sensación de paz.
¿Pero qué es lo que amaba lo suficiente como para que pueda resistir el esfuerzo? Ese fue un interrogante que me costó descifrar durante años. Mi eslabón débil, siempre flaqueaba hasta quebrarse; mis actividades, con auspiciosos comienzos, tenían mediocres despedidas. Antes de empezar a odiar algo que creía que me debía dar felicidad constante, lo abandonaba.
Y también estaban las dificultades de la vida misma: levantarse para ir a ganar el pan, horas vividas dentro de transportes públicos, los encuentros sociales, las ganas de hacer alguna actividad física, mi carácter melancólico, los problemas familiares, los amores, los desamores y las horas destinadas a descansar y dormir. ¿Cómo iba a lograr la constancia con lo que me propusiera, cuando apenas sí tenía energía para prepararme algo para comer?
El día en el que descubrí qué era lo que más me apasionaba, entendí que algo tenía que cambiar sí o sí. Sabía que por más fuerte que fuera mi pasión, corría el riesgo despertarme un día igual que antes: con los años transcurridos, más canas en el pelo y esa maldita sensación de vacío. Entonces me hice una serie de preguntas y la primera fue muy básica: ¿por qué abandono? En la búsqueda de una respuesta comprendí que, más allá de una evidente falta de confianza, también abandonaba porque esa pasión no era una obligación y que desarrollarla dependía enteramente de mí. Mi proyecto no era un trabajo pago al que hubiera que asistir sin falta, ni me iba a traer resultados inmediatos. Hacer crecer mi sueño me tomaría meses y años de siembra y, como resultado, iba a obtener una cosecha desconocida.
Por alguna razón psicológica que desconozco, pareciera ser que el ser humano necesita sentir presión y obligación para responder con constancia. Si pagamos un gimnasio, vamos. Gratis en casa, nos cuesta tener continuidad con los videos de Youtube. Lo veo también con los autores de la editorial que dan cursos: a los gratuitos no va casi nadie, los pagos están llenos.
Sí, la conclusión era clara: abandonaba porque nadie me obligaba, salvo mi conciencia y mis ganas. El tema es que, personalmente, ese estado de quietud, de no acción y de parálisis, me estaban carcomiendo el alma y anulando mi capacidad para dormir. La presión había aparecido y el costo también. Me estaba costando mi estado anímico, mi espíritu. Sin embargo, había algo llamativo: estaba pagando con una moneda muy cara, clases a las que no asistía. Ese fue el clic y ahí encontré mi camino hacia la continuidad.
En ese nuevo tramo, comencé a levantarme una hora antes, a invertir los domingos para trabajar en mi sueño, a decir que no a ciertas actividades porque, como dice Paul Auster, aunque no veas los resultados en mucho tiempo, deberás trabajar por tus proyectos tal como si te estuvieran pagando por ellos. Y en el camino, también entendí que decir “no puedo ir a tu casa porque me tengo que quedar a trabajar por mi sueño”, es una actividad y un compromiso real tan importante como una cita médica, asistir a nuestro trabajo pago o a visitar a nuestra familia.
Hace un tiempo, hablando de esta problemática con mi hermana Sofi, ella me contó otra solución fabulosa para sentir presión y no abandonar. Le encanta pintar y lo hace muy bien, pero le estaba costando mucho el tema de ser lo suficientemente disciplinada como para transformarlo en algo serio. “Para sentir presión y tomármelo como un trabajo, le pedí a mi amiga que sea mi jefa”, me dijo. Fascinada, la seguí escuchando: “Ella me pone fechas límites de entrega. El trato es que me exige y tengo prendas si no cumplo. Desde que es mi “jefa”, la siento como guía. Con ella asumí un compromiso y estoy avanzando un montón.”
Categórico, Einstein decía: “El genio se hace con un 1 por ciento de talento y un 99 por ciento de trabajo”. Siempre me gustó esa frase, porque significa que todos podemos lograrlo, tan sólo debemos encontrar nuestro propio método para no dejarnos vencer y lograr continuidad.
Tan sólo debemos encontrar la fórmula que nos haga comprender que nuestros sueños, entre todas las obligaciones que tenemos que atender en esta vida, son prioridad.
Y todos podemos lograrlo, sino pregúntenle a ella:
Ustedes, ¿le pidieron alguna vez a un amigo que oficie de jefe para lograr constancia a la hora de desarrollar un proyecto? ¿Tienen algún método para no abandonar que les haya dado un buen resultado?
Beso,
Cari
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