Al gobierno, de la mano del enemigo
No podrían ser más distintos. Mariano Rajoy , el maestro del quietismo, cayó fulminado por Pedro Sánchez, un político al que consideraba de ligas menores pero que contaba con dos rasgos que siempre le despertaron desconfianza: la audacia inquebrantable y un ansia ciego por el poder.
El traspaso del gobierno de uno a otro -con un apretón de manos en la escalinata del Congreso que hubiera imaginado Shakespeare- empuja a España a otro giro dramático cuando el sistema político no termina aún de acomodarse a los efectos de la gran crisis económica y de la reciente rebelión independentista catalana.
La presidencia de Sánchez nace como fruto del hartazgo con la corrupción del Partido Popular (PP), el fango en el que Rajoy se había acostumbrado a vivir con sorprendente comodidad desde hace una década. No hay otro hilo que ate al renacido líder socialista con los socios que le abrieron las puertas de La Moncloa.
Sánchez es un coleccionista de marcas históricas. Jamás un dirigente había llegado a gobernar España después de perder las elecciones. Y no una, sino dos seguidas. Es el primero que, además, no tiene una banca de diputados, porque renunció -empujado por los suyos- después de su último intento frustrado por desbancar a Rajoy, en 2016. Será el presidente con menos diputados que lo defiendan -84 sobre 350-. Nunca nadie en la era democrática había conseguido alzarse con el poder sin siquiera encabezar las encuestas de aprobación ciudadana.
El desafío monumental que asume Sánchez, de 46 años, es gestionar un país convulso sin aliados ni margen claro de acción, obligado a construir antes que nada una legitimidad política que no emanó de las urnas.
Nadie lo vio venir. Su jugada de desafiar a Rajoy con una moción de censura después de la sentencia judicial por la trama Gürtel, la causa madre de la corrupción del PP, resultó magistral en términos de eficacia política. Lo que viene ahora es una cosa más seria.
A Sánchez lo arropa apenas el PSOE, con un bloque de diputados que hace un año y medio lo decapitó como líder. Solo su proverbial fe en sí mismo le permitió volver a pelear por la jefatura del partido, que consiguió en mayo de 2017. Ayer sus antiguos verdugos lo aplaudieron de pie, pero las huellas de rencores recientes permanecen.
Como apoyo principal en la moción tuvo a Podemos, la izquierda radical que nació con la idea fija de suplantar al PSOE. Pablo Iglesias, un político que navega su propia crisis de identidad, se ofrece de manera insistente para entrar en el nuevo gobierno. Tiende una mano, pero Sánchez intuye lo que esconde en la otra. Los socialistas le ruegan que no se pegue a un populismo que fantaseó con traducir el chavismo para europeos.
Otro caudal fundamental de votos surgió de los dos grandes partidos independentistas catalanes, Esquerra Republicana (ERC) y el Partit Demòcrata (PDeCAT). Nada puede esperar de ellos más que el reclamo de la negociación de un referéndum separatista y la liberación de los políticos presos por la intentona secesionista de octubre.
El aporte que finalmente inclinó la balanza surgió de los nacionalistas vascos. Dos votos más bien simbólicos de Bildu, los herederos de ETA, y cinco que sí fueron decisivos de los moderados del PNV, pragmáticos con una capacidad mítica para sacar provecho de los tiempos delicados: votos en Madrid a cambio de fondos y privilegios para su tierra.
Nadie se engaña con la etapa que viene. Empieza un paréntesis en la historia española, entre un pasado turbulento en el que se desarmó el sistema político de la Transición y un futuro completamente incierto. El gobierno naciente es un ejercicio político de reconstrucción del PSOE, la llave que el destino puso en manos de Sánchez para salvar un partido menguante, condenado a encadenar derrotas como otras tantas variantes de la socialdemocracia europea.
La opción de un adelanto electoral, que Rajoy se negó a conceder, pudo haber sido el trampolín que catapultara a Ciudadanos, el joven partido liberal que encabeza el catalán Albert Rivera.
Ahora es Sánchez quien fijará los tiempos electorales. Tiene un máximo dos años de mandato, en los que intentará gestionar una economía en fase expansiva y construir la figura de estadista que solo él veía en el espejo. ¿Será suficiente para pinchar el globo de Ciudadanos? ¿Podrá resistir el mote de traidor a la patria que le pondrán Rajoy -sediento de venganza- y Rivera por haber pactado con los separatistas catalanes? ¿Aguantará la presión de Podemos por forzar reformas radicales? ¿Le permitirán esta Europa enrarecida y los mercados dedicarse a la plácida construcción de una candidatura?
Solo puede tener algo seguro Pedro Sánchez: una legión de enemigos lo marcará de cerca a cada paso del camino.
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