González Bergez: "Todos esperábamos un cambio mejor"
Debido a su férrea convicción democrática y a su honestidad intelectual, Pablo González Bergez es uno de los pocos conservadores respetados por la izquierda. Tal vez el único. Viene de una época de políticos honrados y de un hogar donde la amistad era un culto. Es tío del gobernador bonaerense, Felipe Solá, y guarda como reliquia una carta del senador socialista Mario Bravo con elogios para su padre, el magistrado conservador Pablo González Escarrá. Ambos compartieron un estudio de abogados.
No hace mucho cumplió sus lúcidos noventa años con la misma firmeza de siempre en sus ideas. Iniciado precozmente en la tribuna partidaria ("Me hicieron orador a los 16 años"), fue, muy joven, diputado provincial, en 1942, y convencional constituyente, en 1957. Durante la presidencia de Arturo Illia fue diputado nacional. Pero su actuación pública sería más conocida por los denodados intentos de resucitar el conservadurismo y por una obstinada defensa de la democracia que lo llevó varias veces a la cárcel. Discípulo del gobernador Rodolfo Moreno y admirador del presidente Justo, cultivó una gran amistad con Emilio Hardoy, su principal adversario interno.
Mirando a su país desde el fondo de la historia, González Bergez hace foco en las causas de nuestros males y observa que "el peronismo se ha convertido en una religión, de la cual Perón es el mesías y el primer gran responsable de la decadencia". Dice que Néstor Kirchner "grita porque sufre un tremendo complejo de inferioridad" y sostiene: "Es imprescindible que los intelectuales actúen en política, pues los grandes partidos se hicieron siempre de arriba hacia abajo". Recibió a LA NACION en su modesto departamento de la avenida Santa Fe, dispuesto a una charla amplia.
-¿Qué le restó la desaparición de los conservadores a la política argentina?
-Le restó ideas. Pero todos los partidos han perdido. En tiempos de la República, como decía Federico Pinedo, los partidos eran una cosa seria; tenían sentido, orientación y dirigentes de primera categoría. El último con tales condiciones fue Agustín P. Justo, sin duda el mejor presidente del siglo XX, porque tenía ministros de la talla de Carlos Saavedra Lamas, Leopoldo Melo, Alberto Hueyo, y de la inteligencia de Antonio De Tomaso y Federico Pinedo, que venían del socialismo. Es cierto que Pinedo se convirtió luego en un conservador insoportable, pero era lo mejor que había en el país. Y aunque Justo tenía un trato sumamente antipático, fue un gran administrador y supo gobernar con un gabinete de lujo. Era una época en la que había líneas conservadoras y líneas populares. Rodolfo Moreno, por ejemplo, cuando fue gobernador de Buenos Aires creó el impuesto al latifundio; José Aguirre Cámara, en Córdoba, ideó el impuesto progresivo a la tierra y, antes que ellos, Marcelino Ugarte sostuvo que los impuestos debían ser pagados únicamente por los ricos. Y yo pienso lo mismo.
-Usted fue discípulo de Rodolfo Moreno y sabrá cuándo y cómo empezó a desaparecer el conservadurismo.
-Fui secretario privado de Moreno, quien además de inteligente era muy culto. Hablaba inglés, francés, portugués, alemán y sabía algo de japonés. Estudió idiomas hasta cuando estuvo preso en el Departamento de Policía. Del Partido Conservador, digamos que empieza a diluirse en la provincia de Buenos Aires y que quien le hizo el mayor daño fue Manuel Fresco, porque no sólo era muy fraudulento, sino que además se jactaba de ello. Como administrador, Fresco fue excelente. Creó el Departamento Provincial del Trabajo y realizó muchas obras públicas, pero sentía orgullo por estimular el fraude y encima se confesaba fascista, admirador de Hitler y de Mussolini. Cuando renunció al partido, se hizo peronista, por más que sus descendientes lo nieguen; pero no debe de haberse sentido muy cómodo, porque al poco tiempo se fue a su casa.
-¿Ese baluarte bonaerense se termina de debilitar cuando un sector importante adhiere al peronismo?
-No fue un sector tan importante. Hubo culpas diversas. Es cierto que algunos conservadores se hicieron peronistas, pero de ellos el que más gravitó fue José Emilio Visca, quien se dedicaría a clausurar diarios y radios de la oposición en todo el país. Es claro que esos virajes también ocurrieron en el radicalismo, con Hortensio Quijano, y en el socialismo, con Angel Borlenghi. Hubo de todo. En realidad, fue la Unión Democrática la que terminó de hundir al conservadurismo, porque lo rechazó después de haber admitido a los comunistas y eso creó un gran resentimiento. Muchos conservadores dijeron: "¿Ah, sí? ¡Ahora van a ver!". Y votaron a Perón, por lo que cometieron un error gravísimo, porque con los conservadores la Unión Democrática hubiera triunfado. No debe olvidarse que esa vez la diferencia de sufragios fue muy poca. Tanto los socialistas como los demócratas progresistas querían integrar a los conservadores, pero los radicales los excluyeron y se los echaron masivamente en contra.
-¿Por qué nunca volvió a surgir un partido conservador de aquellas características? ¿No han podido generar una figura capaz de resucitarlo?
-Fuimos Emilio Hardoy y yo quienes tratamos de reflotar aquel partido. Durante el peronismo hubo un sector demócrata, no conservador, que al igual que los demócratas de Córdoba y de Mendoza, decretó la abstención frente a Perón. Hardoy había quedado en el grupo concurrencista y yo, en el abstencionista. Concurrimos a las elecciones de vicepresidente en 1954, pero ya estábamos caídos. Después, Vicente Solano Lima se arrimó a Perón y formó el Partido Conservador Popular. Entonces, Hardoy se refugió en el Partido Conservador y yo, en el Partido Demócrata. En esas condiciones, ambos fuimos diputados en la Convención Reformadora de la Constitución de 1957 y formamos en el mismo bloque. En unas internas nos enfrentamos para elegir candidato a gobernador y le gané a Hardoy por mil votos. Al concretarse las gestiones unificadoras, él me propuso a mí para presidir el nuevo partido. Hardoy era un tipo generoso, muy bien dispuesto. Tiempo después propuso para presidir la Federación de Partidos de Centro a Julio Cueto Rúa, que era adversario suyo. Cuando enfermó y supo que se moría, Hardoy quiso que lo visitara diariamente en el sanatorio. Charlábamos mucho y no me dejaba ir; no me soltaba la mano. Le guardo un gran recuerdo.
-¿Por qué hoy se habla de neoliberalismo? ¿Qué tiene de nuevo?
-Yo soy liberal, no neoliberal. No sé quién inventó eso. Con los reaccionarios, o sea, los liberales corridos a la derecha, no tengo nada que ver. Esos se horrorizaban hasta del presidente Justo, que hizo una intervención estatal bárbara cuando creó las juntas reguladoras, para superar la crisis originada en 1929. Justo aplicó las ideas de Keynes, como lo hizo Franklin Roosevelt en los Estados Unidos; impuso una economía que reactivaba el trabajo y el país salió de la crisis antes que los norteamericanos, quienes sólo lo lograron durante la Segunda Guerra Mundial.
-Usted dijo que la de Justo fue la mejor presidencia, pero ese gobierno está dentro del período conocido como la "década infame"...
-Esa frase la inventó el nacionalista José Luis Torres, de quien hoy no se acuerda nadie.
-Ese período abarca los gobiernos de Uriburu, Justo, Ortiz y Castillo.
-¡Pero Justo era adversario de Uriburu! Discrepaba de su pensamiento porque éste era fascista. Usted sabe que el general Uriburu, junto con Lisandro de la Torre, fue fundador del Partido Demócrata Progresista. Yo he leído cartas de De la Torre a Gustavo Martínez Zuviría, publicadas por un amigo suyo, y en una de ellas le dice, en setiembre de 1930: "El amigo Uriburu se decidió, lo hizo y por fin terminamos con esta vergüenza". De la Torre se sintió entusiasmado en ese momento; claro que nunca se le dio por hacerse fascista. Por el contrario, viró hacia la izquierda. En cambio, el gobierno de Justo persiguió a la izquierda a través del senador Matías Sánchez Sorondo, que insistía con la ley de represión del comunismo. Y como ésta no llegó a aprobarse, fue creada la Sección Especial de la policía, donde se torturaba a los presos políticos y gremiales.
-¿El que empezó con las torturas no fue el hijo de Leopoldo Lugones, que era jefe de policía en la presidencia de Uriburu?
-Sí, pero la Sección Especial la creó el gobierno de Justo. Después la perfeccionó el gobierno de Perón, agregándole la picana eléctrica. Vayamos a la actualidad: el peronismo aparece hoy cada vez más abarcativo y también más confuso; el radicalismo se muestra muy débil y parece desorientado; el resto está disperso.
-¿Cree que los partidos podrán superar esa crisis de identidad?
-El peronismo se ha transformado en una religión cuyo mesías es Perón y donde caben la izquierda, el centro, la derecha, los de arriba y los de abajo. Cuando fui embajador en Canadá, la pregunta más común que me hacían todos era qué le había ocurrido a la Argentina, después de haber estado en un mismo nivel con Canadá y Australia. Yo les respondía que ni Canadá ni Australia lo tuvieron a Perón y entonces no me preguntaban más: entendían todo. Por eso hoy digo que la decadencia argentina tiene sesenta años, porque empieza exactamente en 1944. Después que apareció Perón, nadie pudo levantar cabeza. Los más valiosos se mandaron a mudar a sus casas y no hubo manera de hacerlos volver. En cuanto a la recomposición del resto de los partidos, debería ser una tarea indispensable reconstruirlos y modernizarlos, pero ya parece imposible. Hay una larguísima experiencia que enseña que los muertos no resucitan.
-¿Serán sustituidos por nuevos partidos?
-Probablemente. Yo no tengo tantas diferencias de ideología ni de intereses con muchísimos radicales y socialistas, pero me parece un grave error estar enfrentados en diferentes partidos.
-¿Será que faltan grandes figuras convocantes?
-Sí, faltan esas grandes figuras. Tendrían que aparecer: de eso somos todos conscientes. Pero ocurre que la política se ha convertido en un mundillo tan desvalorizado que a las figuras importantes del pensamiento las horroriza estar en un partido político. No quieren contaminarse. Los intelectuales suponen que la política los va a manchar y se olvidan de que la Argentina tuvo una dirigencia intelectual excelente en la Revolución de Mayo, en la generación del 37, en la Convención Constituyente del 53, en la generación del 80. No hubo un solo intelectual del siglo XIX que no actuara en política. De una forma u otra, todos participaban.
-Pero ¿usted cree que los intelectuales sirven para hacer política? Se requiere rapidez de decisión, astucia para negociar, poder de seducción con la gente, y a los verdaderos intelectuales no les atrae mucho esa actividad.
-Los intelectuales son indispensables para alimentar a los partidos con ideas; después están los punteros de barrio y los caudillos de pueblo, para que, a través de ellos, la gente haga llegar sus reclamos a la dirigencia, pero no puede haber partidos políticos sin intelectuales. Los partidos deben organizarse de arriba para abajo, como ha sido siempre en todas partes.
-Hace cincuenta años apareció un nuevo partido, el Demócrata Cristiano, que traía nuevas ideas y un núcleo importante de intelectuales valiosos, pero también se dispersaron.
-Es cierto; eso ocurre en nuestro país. Los mejores se van a sus casas. Raymond Aron decía que la Argentina fue la promesa más grande del siglo XX y se convirtió en la decepción más impresionante de la era contemporánea.
-Este estado de crisis permanente ha producido una desvalorización muy profunda de la política. ¿Cómo se revierte eso?
-Empecemos por advertir que la democracia no puede funcionar bien sin una buena educación. La educación argentina es pésima. Antes era muy buena; ahora es pésima. El polimodal es una catástrofe; no se aplica en la Capital Federal, pero está en el resto del país. Y la educación es la clave de una sociedad, la base del crecimiento de un país. En la Argentina eso fue posible: el país creció con buenas leyes de educación y llegó a tener grandes gobernantes. Marcelo T. de Alvear decía que su gabinete estaba integrado por ocho presidentes y que él era el secretario general. Eran todos de primera categoría. Ahora, no. De todos los ministros que hay, que son más que antes, al único que se puede tomar en serio es a Lavagna.
-Parece que este gobierno no le gusta mucho...
-Creo que todos esperábamos un cambio mejor. Después de la década de Menem, del derrumbe de De la Rúa y del provisoriato de Duhalde, se pensaba en la vuelta a la razón. Pero, claro: tras sesenta años de decadencia, esperar un cambio súbito era demasiado. Kirchner le ha impreso a su gestión un signo personalísimo, con frecuencia autoritario. El sistema de pelearse con todo el mundo es un disparate. Un gobernante en serio sabe que así no se hace. Se ha peleado con el presidente uruguayo, con el boliviano, con los inversores españoles. Pero después se amiga. Se ha peleado con el Fondo Monetario, al cual le dice a gritos que pagaremos el 25% o nada. Eso es una boludez, porque si hay uno que no cede nada, no se puede negociar.
-¿Y por qué cree que hace eso?
-Porque tiene un fuerte complejo de inferioridad. Era el gobernador de Santa Cruz y, como de pronto lo hicieron presidente, llegó sin haber gravitado en la vida pública nacional. Viene de la generación setentista, cuyos empeños terminaron en una total derrota. No ganó las elecciones y fue aupado desde la minoría por su antecesor, dentro de un partido dividido en tres. Es para sentirse muy poco, para sentir lo que Alfred Adler llamaba "complejo de inferioridad". En su deseo de encubrirlo, usa el poder hasta donde se pueda y con exhibición, para mostrarse a sí mismo que ha vencido el complejo. Empezó ridiculizando el traspaso del bastón presidencial, pasando a retiro sin razón a tres docenas de jefes militares, retando a los empresarios españoles, mojándole la oreja al Fondo Monetario. Decidió a gusto quiénes serían los gobernadores de provincias autónomas; ordenó al canciller no recibir a los disidentes cubanos; humilló al embajador español, etcétera. Hasta que, para negociar la deuda externa, el G-7 le reclamó buena fe y el Papa, responsabilidad. Estas no son nimiedades, porque así se ve al Gobierno desde el exterior, lo que nos produce vergüenza ajena. La experiencia le fue indicando después formas más razonables, aunque todavía no del todo. Toda esa demagogia para conseguir poder, porque sabe que él es un invento de Duhalde, está generando una expectativa que le va a ser difícil satisfacer. Si sigue así, terminará mal. Yo lo he votado para terminar con Menem. Lo voté, pero no me siento para nada orgulloso.
-¿No le adjudica a Kirchner ningún logro?
-Me gustaría hablar de logros, no de carencias, pero no puedo. Vayamos a la realidad, a las cosas que están desatendidas, como ocurre con las instituciones, tan maltratadas. Por ahora, la ideología tiene más acatamiento que la Constitución y las leyes. Por orden presidencial, el Congreso complaciente anuló una ley sin poder constitucional para hacerlo y un juez servicial anuló dos indultos de hace veinte años aclarando, eso sí, que los guerrilleros quedaban amnistiados. ¡A ver si lo juzgan mal! Por otro lado, Kirchner reconoce la actitud extorsiva de los piqueteros que cortan el tránsito y ocupan edificios públicos, pero ordena a la policía no reprimirlos, como si reprimir significara matarlos o herirlos. Esto es una contradicción en el mantenimiento del orden público, que es la primera justificación de todo gobierno. Además, tiene una falta total de visión para encarar las derivaciones de los años setenta, a partir de las atrocidades de las Tres A, del ERP, de Montoneros y de la represión salvaje en nombre del Estado. Ninguno de los bandos era mejor que el otro, pero hay empeño en culpar del horror a uno solo y en ver víctimas solamente de un lado. La solución inteligente estaba en las leyes de amnistía, como hizo España. Allá hubo cien veces más muertos que aquí y sin embargo, con el Pacto de la Moncloa, aquel país atrasado se convirtió en una de las primeras naciones europeas. En cambio, acá, mientras prevalezca la revancha sobre la razón, no habrá futuro.
-¿Por qué es tan difícil en la Argentina lograr un pacto como el de la Moncloa y que se cumpla?
-Es que el Pacto de la Moncloa fue básicamente una enorme amnistía, pero aquí se opone el Congreso de la Nación, que ha declarado la nulidad de las dos leyes de amnistía, las de punto final y de obediencia debida. Anularlas es un disparate que no tiene medida. Las leyes son actos jurídicos, como los contratos o los testamentos, y solamente pueden anularse si hubo una trampa, es decir, si uno de los firmantes no tenía capacidad para actuar o si existió una presión exterior. Pero cuando hubo absoluta libertad de juicio no se pueden anular. Se pueden derogar, porque la derogación es para el futuro, pero ahora resulta que la Corte Suprema se tiene que pronunciar sobre esas leyes cuando ya había declarado que eran constitucionales. Y lo son, porque la Constitución autoriza al Congreso a dictar amnistías generales.
-¿Usted rescata la figura del ministro Lavagna porque la economía está repuntando?
-Ese es el tema más candente. Los sucesivos gobiernos han manejado la economía con insuperable irresponsabilidad, sobre todo en los años noventa, lo que nos ha dejado tres problemas agobiantes: la deuda pública impagable, los altos índices de pobreza y desempleo, y una mayor desigualdad de ingresos entre ricos y pobres, muy por debajo de la línea de subsistencia. Por eso recuerdo siempre aquella propuesta de Manuel Ugarte, de hacerles pagar impuestos solamente a los ricos. Ahora estamos en el otro extremo: el impuesto que más rinde y menos se cuestiona es el IVA, que grava por igual al más rico y al más pobre. En cuanto a la deuda pública, tras las expresiones petulantes, de una dureza intransigente que no presagia nada bueno, felizmente prevaleció la sensatez, aflojó la demagogia y se afrontó con seriedad el vencimiento del 9 de marzo. Pero ahora quedan los difíciles cumplimientos trimestrales con el Fondo y la negociación con los bonistas...
-¿Usted por dónde empezaría?
-Mire: tanto el problema de la economía como el de la educación y el de las instituciones están vinculados con la corrupción, que nos ha colocado muy abajo en el ranking de Transparency International. Estamos en un tristísimo lugar, pero no hay muestras de que vayamos a mejorar. Es obvio que atacar esos problemas debería ser la prioridad para salir del pozo, no por etapas sino en forma simultánea, porque cada uno depende los otros dos.
-Entre ellos, la educación, que usted considera pésima.
-Es que la Argentina tenía los mejores niveles de educación de América latina, hasta que se impuso el lema "alpargatas, sí; libros, no" y comenzó la decadencia. Hubo luego una recuperación, pero duró poco porque los gobiernos de facto produjeron un gran éxodo entre los profesores de mayor jerarquía universitaria. Así se fue instalando el facilismo, la laxitud de la enseñanza, y ahora resulta que prevalece la consigna de que no debe aplazarse a nadie, porque eso desalienta. Cuando la enseñanza es una calamidad, la democracia es una ilusión. Allí está la raíz de todos los problemas.
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