Justicia: no basta con mejorar leyes
Los problemas del sistema de Justicia corresponden a dos planos que no conviene confundir, sobre todo porque no nos ha ido demasiado bien en ninguno de ellos. El primero es el institucional: cómo se diseña el sistema, cómo se eligen los jueces, qué se hace para garantizar todo lo humanamente posible su capacidad, probidad e independencia, y la formación y desempeño de los abogados. El segundo es el de su eficiencia como organización que presta al ciudadano un servicio esencial. Tanto los que prefieren un estado más grande como los que lo quieren más reducido coinciden en atribuirle la delicadísima misión de hacer que los derechos y las obligaciones escritos en leyes y acuerdos no sean letra muerta, de hacer realidad la garantía constitucional de la defensa y de reemplazar a la justicia por mano propia que caracteriza a una sociedad de salvajes. Ambos planos inciden en la poca confianza que genera el sistema según revelan todas las encuestas. Hay malos ejemplos en términos de deshonestidad o falta de independencia que injustamente se convierten en la imagen que la sociedad tiene de toda la judicatura, pero un "ecosistema" ineficiente permite que los tahúres disimulen cualquier tropelía e impide que los buenos den todo lo que podrían dar.
Hay buenas normas que se han sancionado recientemente, sobre todo en materia penal, y proyectos del Poder Ejecutivo que en general son valiosos. Por ejemplo, en materia civil el anteproyecto de nuevo Código Procesal no se limita a hacer mejores o más breves los pasos del camino de siempre, sino que intenta algunas transformaciones. Entre otras, elimina los papeles, dispone que delante de un juez conviene decir la verdad (algo que cualquier lego consideraría bastante obvio) y tiende a evitar que alguien que inicia un pleito pueda eternizarlo a gusto y placer mientras consume recursos públicos.
Por buenas que sean esas iniciativas, no debemos caer presa de la Ley del Instrumento que popularizó Maslow, la que dice que todos exageramos la utilidad de la herramienta que sabemos manejar o, como suele graficarse, que los que venden martillos creen que todos los problemas son clavos. A los códigos los escriben abogados, que como entienden de normas suponen que éstas modifican por sí solas la realidad. Si así fuera, convertir las calles de la ciudad de Buenos Aires en algo seguro, ordenado, más silencioso y menos contaminante insumiría un par de días, lo que lleva traducir al español la ordenanza de tránsito de Copenhague y sancionarla como norma local. En la elaboración de leyes que establecen procesos debería escucharse también a los expertos en gestión, y no sólo a los que salieron de una escuela de derecho. De paso, no entiendo cómo no hay de esa gente en los juzgados, ni por qué sigue habiendo juzgados tal como los conocemos, que multiplican recursos como si fueran buques, cada uno con su capitán pero también con su cafetero (en Mendoza hay un buen ejemplo de jueces que sólo se ocupan de juzgar y dejan lo demás a una organización servicios de apoyo que comparten).
Por buenas que sean las normas, cualquier usuario del sistema se da cuenta de que hay enormes contrastes en términos de eficiencia entre un juzgado y el de al lado, a pesar de que obviamente ambos aplican el mismo código. Ocurre que los gestionan distintas personas. La importancia de la gestión tuvo hace poco una interesante confirmación. El Ministerio de Justicia de la Nación ha tenido un rol decisivo para que, voluntariamente y sin necesidad de cambiar ninguna ley, juzgados de muchas provincias convirtieran en orales buena parte de los procesos civiles, con una fuerte reducción en la duración de los procesos y, más importante aun, en la satisfacción de los usuarios (cómo estaremos de mal que nos sorprende que alguien decidiera averiguar qué opinan del servicio que reciben los que pagan el salario de los empleados judiciales y los honorarios de los abogados).
Hay que entender a los jueces Los concursos que se dedican a seleccionarlos valoran tan exageradamente la cantidad de diplomas y publicaciones jurídicas de los candidatos que parece que estuvieran buscando profesores y no jueces. Y después los ponen al frente de una organización de servicios, una tarea que ellos toman "sin saber el oficio y sin vocación", como dice la canción de Serrat. El perfil del juez que hace falta es un acuerdo pendiente entre los argentinos: no nos hemos puesto a discutir, menos a resolver, si se le pide que sepa gestionar, si sirve o no un paso por la abogacía como piensan por lo general los norteamericanos, si tiene que haber una escuela judicial a la francesa, cuánto debe ponderarse la especialidad y cuánto, la formación general, y un largo etcétera. No he visto el tema en la agenda de ningún aspirante a estadista.
Es una verdad de Perogrullo que el sistema requiere ser transformado, no simplemente mejorado, y que el proceso de reforma es permanente. Toda organización es inercial y reacia al cambio, y eso no tiene que escandalizar a nadie. Pero de poco servirá el intento de hacerlo sólo desde afuera, a golpes de leyes o partidas presupuestarias. Los propios poderes judiciales (hay uno en cada provincia) tienen muchísimo que hacer puertas adentro en lugar de limitarse a pedir que les cambien las normas y que les manden más dinero o gente. Nunca eso será suficiente: en poco tiempo los procesos envejecen y los recursos materiales y tecnológicos se vuelven obsoletos. Esos ciclos inevitables sólo pueden enfrentarse con buena gestión, lo que a su vez requiere de un profundo trabajo de creación de cultura en lo más valioso que tiene toda organización de servicios, que es su gente. En ambientes empresarios se suele repetir un clisé: mucho más caro que capacitar empleados que luego se vayan es no capacitarlos y que se queden. Lo es aun más en una organización que no quiebra ni despide.
Desdichadamente, no parece haber una sociedad cuyos líderes entiendan la urgencia del problema, se convenzan de que la tarea es, además de urgente, posible y lo propongan como un tema de alta política. Si hiciera falta una prueba de ese desdén, en marzo de 2018 la Corte Suprema de Justicia de la Nación bajo su anterior presidencia anunció que había puesto en marcha un plan que llamó nada menos que de "transformación" del Poder Judicial y casi un año y medio después ningún juez, líder político, empresario, sindical o profesional ha hecho, que yo sepa, una sola pregunta sobre el contenido y grado de avance de semejante plan. Precisamente porque toda organización es inercial, la Justicia no debe ser un problema sólo de jueces, abogados y de los sindicatos de los que trabajan en la justicia. esos tres grupos han tenido suficiente tiempo para demostrar lo que pueden y lo que no pueden hacer solos.
Secretario del Comité Ejecutivo de Fores
Marcelo Gobbi
LA NACION