La economía de Menem: transformación económica, estabilidad monetaria y privatizaciones con elevado costo social
Fueron diez años de una política económica que marcaría a fuego a varias generaciones y cuyos efectos aún perduran.
Carlos Menem llegó a la Casa Rosada en 1989 con la promesa de la revolución productiva en medio de una hiperinflación desbocada que sepultó el sueño alfonsinista, y dejó el poder en 1999 en un escenario dominado por una economía estancada y crisis explosiva de la deuda y del empleo. En el legado económico de la década menemista confluyen el triunfo sobre la inflación, la conquista de la estabilidad como base de las reglas de juego, la apertura de la economía y las privatizaciones con la duplicación de la desocupación y de la deuda externa, el aumento y la consolidación de la pobreza estructural y la concentración de la riqueza.
Hubo que esperar 22 meses de un gobierno sin rumbo, con planes de estabilización fracasados, hiperinflación, crisis cambiaria y confiscación de depósitos (el plan Bonex, en diciembre de 1989), hasta alcanzar el programa que se transformaría en el faro que guiaría toda la política de la administración de Menem. En abril de 1991, Domingo Felipe Cavallo -su cuarto ministro de Economía desde 1989- lanzó el Plan de Convertibilidad, que terminó con la inflación y la inestabilidad cambiaria e inauguró un período de profundas transformaciones estructurales del sector público, privatizaciones y cambio en las reglas de juego de la economía privada. Ese programa sepultó al austral y dio nacimiento al peso. A partir de entonces, un peso sería igual a un dólar y así se mantendría hasta la explosión de la crisis de diciembre de 2001.
Ese cambio rompió con el estancamiento económico de los ochenta y registró un crecimiento sin precedente, pero, sobre todo, devolvió la sensación de estabilidad a los argentinos. El año 1989 había terminado con una tasa de inflación anual de 3079,5% y 1990, primer año completo de Menem en el gobierno, cerró con alza en el costo de vida de 2314%, según las estadísticas del Indec.
Abrazado a los lineamientos trazados en lo que se llamó el Consenso de Washington -baja del déficit fiscal, reducción del gasto, desregulación, privatizaciones, apertura económica-, Menem fue forjando una imagen de líder capaz de llevar adelante las más profundas transformaciones que requería la economía argentina para entrar en una etapa de desarrollo. La alta adhesión popular al Plan de Convertibilidad le dio el respaldo necesario para instrumentar aquellas medidas. Como consecuencia de ello, la economía creció y el PBI aumentó un 52,6% (1990-1999), pero no se alcanzó el desarrollo que se prometía. En cambio, se fraguó a fuego lento una sociedad desigual mientras el país contraía una elevada deuda, que lo dejó muy vulnerable frente a los shocks externos.
La agresiva política de privatizaciones incluyó la venta de empresas de servicios públicos ineficientes (teléfonos, gas, agua, electricidad, correo), petroquímicas, ferrocarriles, medios de comunicación, astilleros, fábricas militares, hipódromos, y también la disolución de empresas estatales deficitarias u organismos que en el nuevo esquema de desregulación carecían de sentido, como la Junta Nacional de Carnes y de Granos. En ese período pasaron a manos privadas, se concesionaron o desaparecieron algunos íconos de la Argentina, como Entel, Aerolíneas Argentinas, YPF, Gas del Estado, Segba, Hidronor, Banco Hipotecario Nacional, Altos Hornos Zapla, Encotel y Obras Sanitarias de la Nación, entre otros.
El peronismo aplaudió a rabiar el camino trazado por Menem, Cavallo y el ministro de Obras Públicas Roberto Dromi, y aprobó en el Congreso el plan de enajenación de las compañías estatales. Era el mismo peronismo que unos meses atrás le había negado a Raúl Alfonsín la asociación de la venta del 40% de Aerolíneas Argentinas a la escandinava SAS en nombre de la soberanía nacional.
La desregulación de la economía y la retracción del Estado en sectores importantes de la producción y los servicios tuvieron un fuerte impacto tanto en la calidad de las prestaciones como en el empleo. Las privatizaciones abrieron las puertas a grandes jugadores internacionales que, asociados con bancos internacionales acreedores de la Argentina, utilizaron títulos de la deuda externa en default que fueron tomados por el Estado a valor nominal para comprar empresas públicas obsoletas, pero con un potencial de recuperación y expansión enormes. Con las privatizaciones y el ingreso al Plan Brady de canje de títulos en moratoria, la Argentina salía de la larga crisis de deuda que había condenado, unos años antes, al gobierno de Alfonsín.
A la sociedad se le prometió apertura económica con libre competencia, lo cual redundaría en la prestación de mejores servicios, y a las empresas se les garantizó, por medio de la división del país en áreas de operación, zonas de explotación prácticamente monopólicas. En un país dominado por años de frustraciones y necesidades de inversión, Menem no dudó un instante en profundizar las reformas, que no encontraron resistencia en una sociedad que disfrutaba de la estabilidad monetaria. Los flamantes organismos de control estatal no representaron ningún escollo para los planes de los inversores privados.
La Argentina se convirtió así en un imán para los inversores externos y en una de las estrellas de los países emergentes. Las inversiones extranjeras directas durante el tiempo de oro de las privatizaciones se cuadruplicaron. Pasaron de 15.800 millones de dólares en 1992 a 65.000 millones ocho años después.
La modernización parecía estar a la vuelta de la esquina y el país ingresó en un período de prosperidad. La economía tuvo una fuerte expansión en los primeros años de la convertibilidad. Entre 1991 y 1994 creció a una tasa promedio del 7%, pero la crisis de la devaluación en México, conocida como efecto tequila, impactó fuertemente y puso un freno a la actividad. El programa económico ya empezaba a mostrar sus vulnerabilidades frente a las turbulencias externas. Entre 1995 y 1999, registró un crecimiento promedio del 1,5%, pero ya en 1998 el motor que empujaba desde 1991 se estaba agotando.
La política económica de Menem fue presentada por los más influyentes centros de poder internacionales como un ejemplo a seguir. El presidente argentino era considerado el mejor alumno y así quedó reflejado en 1998, en medio de una nueva crisis financiera que ponía en jaque a los emergentes, cuando fue invitado a inaugurar la asamblea del FMI y el Banco Mundial en Washington junto al presidente Bill Clinton. Pero ya en ese tiempo, las dificultades en la economía no se podían disimular.
Otra de las medidas que Menem adoptó como parte de la modernización del país fue el sistema de jubilación privada, con el nacimiento de las administradoras de fondos de jubilación y pensiones (AFJP), que conviviría con el sistema estatal de reparto. El traspaso de buena parte de los fondos previsionales a manos privadas a partir de la elección individual impactó en el financiamiento del sistema de reparto estatal y contribuyó a agrandar el déficit fiscal.
La agresiva política de endeudamiento del Estado nacional, que captó los fondos disponibles en el mercado internacional, le permitió al gobierno de Menem financiar el déficit creciente en el gasto corriente. La rigidez de la convertibilidad impedía emitir, con lo cual los desequilibrios en las cuentas públicas se cubrían con más deuda. Lo mismo ocurría con las provincias. Cuando Carlos Menem llegó a la Casa Rosada en 1989 recibió una deuda pública en cesación de pagos por 63.000 millones de dólares. Cuando le entregó el mando a Fernando de la Rúa, en diciembre de 1999, la deuda pública era de 123.000 millones de dólares, equivalente al 40% del producto bruto interno. Pero la deuda externa global del país superaba los 200.000 millones de dólares.
Salvo en 1995 y 1996, cuando se registraron un equilibrio y un leve superávit, respectivamente, la balanza del comercio exterior de la década del gobierno menemista fue deficitaria. Las exportaciones saltaron de 9579 millones de dólares en 1989 a 23.308 millones en 1999, y las importaciones, de 4203 millones de dólares a 25.508 millones en el mismo período, con picos de 30.450 millones (1997) y 31.377 millones (1998), según el Indec.
La contracara de las transformaciones económicas fue el aumento de la desocupación y la consolidación de la pobreza estructural en los cordones superpoblados de las grandes ciudades, en especial en el Gran Buenos Aires. Esta nueva fisonomía de la sociedad desigual ha permanecido invariable hasta la actualidad. La reconversión del Estado por medio de las privatizaciones y el cierre de fábricas expulsaron a miles de trabajadores que no fueron reabsorbidos por la nueva matriz económica. El desempleo pasó de 7,6% de la población económicamente activa en 1989 a 14,3% una década después. El pico máximo de desempleo se alcanzó en 1995 con el 17,5%, según datos del Indec.
La pobreza en ese mismo período registró cifras alarmantes. Un tercio de la población, alrededor de 13,4 millones de personas, era pobre al final del mandato de Menem, según estudios del Banco Mundial. De acuerdo con los trabajos de ese organismo, entre 1994 y 1998 el número de pobres creció en 4,1 millones.
A lo largo de diez años, Menem trazó una huella imborrable en la economía, con marcas que perduran hasta hoy. Uno de sus mayores logros fue haber alcanzado la estabilidad monetaria y cambiaria durante casi una década, con una inflación controlada -aunque dejó el poder con deflación y una aguda recesión- y una transformación en algunos sectores de la economía que todavía prevalece. Pero sus ambiciosas reformas quedaron a mitad de camino e implicaron un elevado costo social, que no tuvo una red de contención, quizás una de las facetas más negativas de su gestión económica junto con la pesada herencia de la deuda.
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