Una Santa de dos naciones
Sobrecoge profundamente la reacción de una niña pequeña cuando toma conciencia de que su madre es objeto de reiterados abusos y maltratos. En muchos casos la única respuesta es la angustia y desesperanza, pero hay situaciones excepcionales que encuentran un camino distinto, una salida. Tal es el caso de Laurita Vicuña quien, a pesar de su corta edad, encontró refugio en la fe. Ella fue beatificada el año 1988 y su fiesta se celebra cada 22 de enero.
Nació en Santiago en 1891 y fue bautizada en la parroquia Santa Ana en la calle San Martín, el mismo lugar donde años más tarde recibió el mismo sacramento Santa Teresa de los Andes.
Las dificultades económicas y políticas propias de un país que salía de una guerra civil obligaron a la familia de Laura a mudarse al sur de Chile. Su madre, Mercedes Pino, al enviudar decidió partir con sus hijas a Argentina. Su gran anhelo era que ingresaran en el colegio de las Buenas Hermanas de Junín de Los Andes, el que conocía pues se trataba de una obra misionera impulsada desde Chile por la congregación Salesiana.
Laura tenía 8 años cuando salieron en carreta desde Collipulli e iniciaron un largo recorrido que duró cerca de un año hasta la localidad neuquenina de Junín de los Andes. El viaje estuvo lleno de dificultades: hambre, frío e incluso una enorme inundación al llegar, que les hizo difícil encontrar vivienda y sustento. Finalmente, Mercedes consigue trabajo en labores domésticas, pero separándose de sus hijas, quienes fueron acogidas para vivir en el colegio de las hermanas religiosas.
Sin embargo, a poco andar, Mercedes comenzó a ser abusada por su nuevo jefe o capataz, quien, aprovechándose de su vulnerabilidad y necesidad, la conminó a vivir con él.
Mientras tanto, en el Liceo de las Hermanas de María Auxiliadora, Laura y su hermana descubrieron su fe en Dios y profundo amor a su madre, a quien visitaban con cierta frecuencia para acompañarla e intentar protegerla, pues sabían los vejámenes y abusos que sufría.
Distintos testimonios históricos recogen la profunda fe de Laura Vicuña, considerando su corta edad. Tempranamente pidió recibir la comunión y la confirmación, pasaba horas en la capilla rezando por su madre y estaba dispuesta a hacer todo para liberarla de su tormento. De hecho, la tarde del 22 de enero de 1904, mientras Laura agonizaba de una dolorosa enfermedad, se lo dijo a su madre y se despidió sólo cuando ella le prometió que dejaría al hombre que la maltrataba. Recién ahí pudo descansar en paz.
No solo la geografía, las tradiciones, el amor a la tierra, y la unidad para enfrentar adversidades, unen a las naciones, también la fe, porque todas traspasan fronteras y superan las diferencias políticas propias de cada época.
En Chile recordamos a Laura Vicuña en el santuario de Renca y en numerosas capillas. En Argentina sus restos descansan en Bahía Blanca y su vida es recordada en cada rincón de Junín de los Andes. Es una santa de dos naciones que esta semana, unirá los corazones de ambos pueblos para celebrarla y relevar su testimonio: el profundo y verdadero respeto a la dignidad de la mujer sin importar su nación, su etnia o condición social; el valor de la vida humana y de la familia.
Así como Santa Mónica nos mostró hace 1500 años lo que podía alcanzar el amor de una madre por su hijo, convirtiendo a su hijo Agustín en uno de los pensadores más grandes del planeta, Laura Vicuña, desde la sencillez, nos muestra de lo que es capaz el amor de una hija por su madre.
Su testimonio, como el del joven Ceferino Namuncurá y tantos otros que cruzan la cordillera en silencio, deben ser un faro para algunos en estos tiempos, que exasperan nacionalismos extremos y caen en conductas patrioteras, como si para querer al propio país hubiese que odiar al vecino.
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El autor es embajador de Chile en la Argentina
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