Con sus múltiples adaptaciones, la epidermis puede cumplir distintas funciones, pero las básicas y universales son: la protección contra los rigores del medio y evitar la deshidratación de la planta
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La epidermis protege a la planta, salvo en zonas pequeñas puntuales, y donde es reemplazada por “corteza” en los troncos de árboles y arbustos. La protectora epidermis está formada usualmente por una sola capa de células, pero no es un tejido simple: despliega múltiples artilugios que sirven como protección y defensa, y puede tener funciones incluso más sofisticadas, como la atracción de polinizadores y la “caza” de insectos y seres afines.
La epidermis está formada, casi siempre, por una sola capa de células transparentes, bien apretadas entre sí para no dejar espacios libres. De vez en cuando, se ve interrumpida por estomas, cuyas aberturas móviles permiten regular el indispensable intercambio de gases con el medio. Las mismas células epidérmicas generan hacia afuera un accesorio adicional que potencia su capacidad de protección: una película selladora llamada cutícula, que las recubre. Está formada por cutina y puede tener ceras en gran cantidad.
En plantas originadas en ambientes muy secos, la cutícula suele ser gruesa, a diferencia de muchas de las oriundas de sitios con aire húmedo, que se presentan sin prevenciones al ambiente, adaptadas a un lugar que no las desecará por norma. Hay hojas que se ven grises por la gran cantidad de ceras –como las de la tan conocida Graptopetalum paraguayense–, pero cuando las raspamos suavemente se revelan bien verdes.
Las ceras son un refuerzo de impermeabilidad que evita la pérdida excesiva de agua en medios secos y además brinda una cierta protección contra los solazos que pueden dañar tejidos interiores.
La epidermis de muchísimas plantas tiene pelos. Estos aparecen especialmente densos y notables en especies de montaña, por ejemplo, ya que ese acolchado las aísla del frío y de la incidencia extrema de los rayos solares en las alturas, que podrían dañar internamente a las hojas.
El edelweiss (Leontopodium alpinum), la mítica planta de los Alpes, es una asterácea que tiene incluso las inflorescencias blanqueadas por pelos, un ejemplo perfecto de esta adaptación. Los pelos en las plantas son muy comunes, algunos son indistinguibles sin aumento, pero muchos están allí y se perciben a simple vista, basta con mirar detenidamente las plantas de nuestro jardín. Porque los pelos también sirven para disuadir atacantes, como los insectos, que tal vez viven como algo tortuoso caminar por un terreno con obstáculos. A veces la protección va más allá y la epidermis cuenta con pelos glandulares que acumulan, por ejemplo, aceites esenciales disuasorios, repelentes de “enemigos” y muchas veces con propiedades antimicrobianas.
Las aromáticas de la familia de las lamiáceas o labiadas son especialistas en esos ardides. Basta tocar y oler mentas y lavandas. También es un ejemplo el Pelargonium graveolens (la malvarrosa o citronela), de la familia de las geraniáceas, que tiene como componente de sus aceites esenciales al citronelol, que ahuyenta insectos. Ideal para ubicarla cerca de ventanas.
Entre las inquietantes plantas carnívoras, algunas –como la Dionaea muscipula– tienen pelos sensitivos epidérmicos capaces de detectar una presa y, al instante, disparar la trampa que la atrapa.
Otras veces las carnívoras poseen glándulas epidérmicas que secretan sustancias pegajosas que inmovilizan y capturan insectos y animales. Algunas especies plantean interrogantes, por ejemplo, la bella Ibicella lutea o cuernos del diablo, que captura insectos con glándulas secretoras de sustancias pegajosas, mucílagos, pero no los digiere. Hay quienes aventuran que es una planta con probabilidades de éxito para evolucionar como carnívora; otros, que ha regresado de un estado carnívoro.
La epidermis es un tejido muy variable, en algunas plantas es suave al tacto –como terciopelo–, en otras es lisa y brillante o, por el contrario, rugosa y hasta agresiva, que tiene gran importancia en la adaptación de las especies.
También en las flores
En las flores, la epidermis de los pétalos hace prodigios. A veces tiene papilas, pequeñas salientes de líneas suaves que dan un impresionante aspecto de terciopelo, como en ciertas rosas o en los ingenuos pensamientos.
Las flores de pétalos nacarados necesitan la complicidad de la epidermis en la formación de sus brillos: se dan por la manera en que las células epidérmicas reflejan la luz.
Algunas veces la percepción de los colores de los pétalos está influida por la estructura de la epidermis, que genera efectos ópticos. Así también refleja el color ultravioleta que atrae a algunos polinizadores y que no es visible para nosotros.
Con el fin de atraer polinizadores las plantas producen perfumes u olores por estructuras en las cuales interviene activamente la epidermis, como las que existen en los pétalos de las rosas y jazmines.
Varias “esculturaciones” epidérmicas hacen que la flor de loto (Nelumbo nucifera) emerja limpia desde aguas oscuras y llenas de barro, porque su epidermis es autolimpiante.
Este efecto podemos también descubrirlo en plantas más domésticas, como en las hojas del taco de reina (Tropaeolum majus): las gotas de agua que caen sobre ellas mantienen poco contacto con la superficie, tan solo lo suficiente como para rodar llevándose englobadas la tierra, esporas u otras impurezas, un verdadero baño de sanidad.
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