Es una de las hortalizas más nobles para cultivar en casa. Cómo sembrarla, cuidarla y entender por qué su fortaleza viene de lejos.
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Antes de llegar a la ensalada del domingo, el ají atravesó miles de años de historia y domesticación.
Su linaje —el de Capsicum annuum— acompaña civilizaciones anteriores al imperio inca y su nombre aún conserva rastros de esos caminos: chilli en náhuatl, ají en taíno.

Después, claro, apareció Colón, confundió potencia con parentesco y lo bautizó pimiento, convencido de haber encontrado la versión masculina de la pimienta.
Ese trayecto, lleno de idas, llegadas fallidas y apropiaciones culturales, desemboca hoy en un hecho simple: el ají es una de las hortalizas más agradecidas para cultivar en un jardín argentino.
Colón no acertó ni el nombre ni la familia botánica, pero dejó una huella lingüística difícil de desarmar

Cómo tenerlo en casa
Gabriela Escrivá, estudiosa del cultivo doméstico, explica cómo merece ser tratado: “Hay que darle las condiciones mínimas: calor, suelo vivo y una mano paciente”.
La siembra es un ritual que define el año hortícola: inicios de primavera, almácigo liviano, temperatura que acompaña. Cuando los plantines llegan a los ocho centímetros, llega el repique: un gesto que a simple vista parece burocrático, pero que marca su destino.
El siguiente paso ocurre cuando el clima decide cooperar. Solo entonces el ají entra a la huerta. La distancia es clave: cincuenta centímetros entre plantas no es una caprichoso mandamiento académico, sino el espacio necesario para que desarrollen ramas sin competir por luz ni aire.

En ese escenario, el tutor aparece como un personaje secundario pero imprescindible. “El peso de los frutos y el viento pueden quebrar tallos jóvenes, de una fragilidad engañosa”, explica Escrivá.
La humedad es un capítulo aparte. El ají necesita riegos frecuentes pero detesta los suelos anegados.

Por eso el compost —entre tres y cinco litros por metro cuadrado— actúa como un aliado perfecto: crea estructura, activa microorganismos y regula la humedad.
“Una cobertura de paja sobre ese compost protege el suelo, suaviza la temperatura y resguarda esas raíces superficiales que definen buena parte del vigor de la planta", apunta Escrivá.
Y en una trama donde nada existe en soledad, aparece la albahaca: compañera, protectora, vecina estratégica del ají. “Una planta de albahaca cada cuatro o cinco ajíes es una sociedad perfecta —asegura Escrivá—. Repelen pulgones sin químicos y construyen una defensa viva.”
El resultado final, ya sea que termine en una ensalada o en una conserva casera, es apenas una anécdota. Lo verdaderamente fascinante es que, al cultivar ajíes, participamos de un linaje milenario que sigue mutando, adaptándose, sobreviviendo a heladas tardías y veranos extremos.










