Es parte de la quinta generación de la familia que custodia el legado arquitectónico y cultural que dejó el paso de los jesuitas por la zona. Una rutina que ya tiene casi 400 años.
Una extensa red de coloridas alfombras tejidas al telar –algunas de hace más de 200 años- recubren el piso de la capilla de Achango, en el departamento de Iglesia, San Juan. Aníbal Montesino camina hacia el altar con ritmo cordillerano, el mismo trayecto que su familia conoce de memoria desde hace cinco generaciones: los Montesino ayudaron a construir esta capilla al pie de los Andes, entre 1630 y 1640. Y nunca se fueron. Jamás la abandonaron. “Este es mi lugar en el mundo”, dice Aníbal, el único hombre a cargo del cuidado de este este sitio declarado Monumento Histórico Nacional en 1997, un “ejemplo de arquitectura vernácula de la región andina”.
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Construida por los jesuitas en el alto valle cordillerano, ubicada sobre una loma a 1790 metros sobre el nivel del mar, la arquitectura de la capilla respeta las características constructivas tradicionales de la zona: muros de adobe de gran espesor, revocados con barro y blanqueados con cal. Su techo a dos aguas es de cañizo con palos de algarrobo. En su interior están sepultados los fundadores, Domingo Godoy y Ramón Poblete. Y también posee una imagen de la Virgen del Carmen, traída desde Cuzco a pie por los ancestros de Aníbal, que convoca un importante número de devotos durante el mes de julio, cuando Achango se llena de visitantes durante ocho días.
El 16 de julio del 2022, cuenta Aníbal, sucedió un hecho que lo emocionó hasta las lágrimas. Un grupo de tejedoras llegaron hasta la capilla para venerar a la Virgen y desplegar su ofrenda: 15 jergones de 0,80 metros por 5 metros, tejidos de manera artesanal. “Imagínese que las últimas alfombras las había confeccionado mi abuela María Teresa, que murió hace 56 años... con este tipo de gestos este lugar se mantiene vivo”, reflexiona.
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A sus alrededores, más allá de la frondosa alameda, se esparce el caserío en forma de L, un cementerio y un corral para animales. Allí funcionó la primera comisaría y también la primera sede municipal. En sus comienzos, según un texto editado por la Comisión Nacional de Monumentos en 2008, fue “un asentamiento productivo dedicado a la cría de invernada y cultivo de cereales”. Dos actividades que Aníbal (y su familia) siguen realizando en la zona. Además de mantener la capilla, es un agricultor dedicado a la producción de semillas de lechuga, porotos, cebolla, maíz, alfalfa, arvejas y zapallo. “Y también tengo mis ovejitas”, dice.
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La misión de Aníbal
Todos los días la rutina de Aníbal está centrada en el mandato legado por sus antepasados. Siente la obligación y la responsabilidad de sostener este espacio, de evitar su ruina, testigo de una época donde el tiempo era otra cosa: un lento devenir silencioso con el paisaje discurriendo frente al día y la noche andina. “Vengo todos los días, barro y limpio, hago arreglos y riego las plantas, mantengo este lugar para la gente que viene a contemplar, tomar unos mates o a comer un asado”, cuenta.
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Aníbal aprendió los secretos de la capilla de su tío Abel Montesino, conocido como el “último guardián de Achango”, un hombre que dedicó su vida entera al sostenimiento de este lugar y que incluso vivía en el caserío, donde llegó a tener 300 gallinas que garantizaban la provisión de huevos a muchos vecinos que llegaban hasta ahí para comprarle.
“Él ya tiene 83 años, entonces desde hace un tiempo empecé a tomar el mando yo”, explica. De su tío supo que la iglesia, que no pertenece a la curia sino a su familia, está construida con doble tapia. Que las paredes frontales y traseras tienen 1,10 metros de espesor, mientras que las laterales tienen un metro. Y que necesita mucho amor, dedicación y pasión devota. “Estuvimos los dos un tiempo. Siempre tuvimos una buena relación y me enseñó muchas cosas. En Achango y sus alrededores no quedaba casi nadie. Muchos decían que Abel era el último guardián porque estaba solito”, dice.
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Recuerdo de la infancia
Cuando Aníbal era pequeño, en Achango no había luz ni agua. De la mano de su padre, Cándido Gregorio -más conocido como Cano-, recorría la finca y los caminos de la cordillera, ayudando con las plantaciones y los animales. Aprendió desde muy temprano cómo vivir en la montaña: un día a día marcado por la presencia inmanente de la naturaleza.
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Hasta que llegaban las fiestas. “Mis primeros recuerdos son los festejos de Navidad”, cuenta. Como en una peregrinación, los Montesino (“una familia grande desperdigada por todo el país”, dice) llegaban para reunirse en este lugar sagrado. “Entonces se buscaba un generador de corriente para el día de la fiesta” cuenta. La tradición se mantuvo y todavía hoy la familia se sigue reuniendo en Achango, también los fines de semana y para los cumpleaños: “Es un ritual”.
La importancia del legado
“Hacemos esto con amor, por la memoria”, dice sin dudarlo Aníbal. Aunque sabe que su labor es titánica y sobre todo solitaria, su alimento es el aliento que recibe de quienes visitan la capilla y entran en contacto con este tesoro de identidad, el sincretismo entre catolicismo y estética andina. “Hay mucho por hacer, tal vez necesitamos una ayuda más activa de las áreas de conservación patrimonial”, reconoce. La última remodelación fue en 1998, un año después de su declaratoria como Monumento Histórico Nacional.
“No dejen de venir y conocer, es un lugar donde se mezcla la paz y la fe”, resume. Y agrega: “Es muy bonito: aquí se puede sentir la presencia de Dios”.
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Datos útiles
Aníbal Montesino abre la capilla todos los días de 9.30 a 13 y de 17 a 19.30. Consultas al 2644 81-3574 o turismorodeo@hotmail.com
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