Quedan en Misiones, tienen más de 400 años y son un punto imperdible del circuito que proponen la selva y las Cataratas del Iguazú.
“Si no fuera por los jesuitas, hoy acá estaríamos hablando en portugués”, asegura Narciso Raúl Melgarejo, guía de San Ignacio Miní, la más imponente y mejor conservada de las ruinas jesuíticas que sobreviven en nuestro país. “Aquí se asentó una misión de la orden, que además de ser teocrática era militar. Tenían objetivos políticos y económicos. Lideraron el ejercito de guaraníes que frenó el avance de Portugal sobre el Río de la Plata”, agrega el misionero mientras avanzamos hacia los restos de edificación que se levantan a tres horas y media de las Cataratas del Iguazú, y a cincuenta minutos de Posadas, siempre por la RN 12, bordeando el río Paraná.
Con tonada litoraleña, Melgarejo detalla que su papá era paraguayo y hablaba fluido el guaraní, además del “criollo”, y que durante años su generación tuvo prohibido hablar la lengua local. Lo dice justo antes de que una curva del jardín nos deje frente la clásica postal del pórtico principal de las Ruinas de San Ignacio. Esa gran mole de piedra maciza y colorada que alguna vez fue iglesia, que ahora luce incompleta y que tantas veces fue fotografiada.
“Los jesuitas tardaron un siglo en asentarse en esta zona. Nada fue de un día para el otro. Ubicaron las misiones de manera estratégica, en línea horizontal con respecto al río Paraná y al Uruguay”, apunta el guía. Repasa que eran treinta reducciones. Siete están en lo que hoy es Brasil, en el estado de Río Grande, como Sao Miguel y Santo Ángelo. Quince, en Argentina: once en Misiones –esta es la más importante–, y cuatro en Corrientes –se destaca Yapeyú–. Mientras que las últimas ocho se ubican en Paraguay. “Muchas desaparecieron íntegramente. Y hoy solo se sabe dónde era su localización geográfica”, cuenta el guía.
Entonces en un mapa marca San Ignacio Guazú, en Paraguay, como la primera que se fundó, en 1609. Explica que le debe su nombre a San Ignacio de Loyola, el sacerdote y militar español que por entonces había creado la Compañía de Jesús. En tanto el “guazú”, cuenta, hace alusión a algo “grande”, y sirve de contrapartida al “miní” de esta segunda misión en fundarse, que era más pequeña, y estaba de este lado del Paraná.
Entre restos de piedra y senderos bien señalizados, el guía comenta que La Misión, la película de 1984 protagonizada por Robert De Niro y Jeremy Irons, famosa por la música de Ennio Morricone, ofrece una versión “muy hollywoodense” de la historia. Sí destaca que los jesuitas no se impusieron por la fuerza ante a los guaraníes. “Los convencieron de trabajar para ellos, no los sometieron. Aprovecharon que los portugueses aplicaban una política de expansión muy fuerte –llegaron a tener más de 60 mil guaraníes como esclavos– y optaron por la evangelización. Tenían muy claro que sin los guaraníes no iban a detener el avance portugués”, apunta el guía. Agrega que algunos consideran que los guaraníes anhelaban “la tierra sin mal”, y que al llegar los misioneros con su mensaje, creyeron encontrarla.
Cuenta que lo primero que hicieron los evangelizadores con los locales fue aprender la lengua guaraní y escribirla. Luego fusionaron la música y la arquitectura de la zona con el barroco europeo. Mientras tanto, les enseñaron a trabajar la piedra, la madera y la cerámica de sol a sol, transmitiéndoles la cultura del trabajo. Solo así se explica cómo lograron levantar las treinta misiones de semejante envergadura.
“Los guaraníes eran de baja estatura –llegaban al metro 35, como máximo–, eran nómades y tenían poca expectativa de vida: hasta los 30 años. Los hombres practicaban la poligamia con el único fin de reproducirse. Eran, además, politeístas. Con su llegada, los jesuitas les complicaron la vida en muchos aspectos. Los hicieron monoteístas, sedentarios y monogámicos. A cada nueva familia conformada bajo estas normas, le daban una parcela con un ambiente dentro de la misión. Estaban todos en galerías perimetrales comunitarias”, detalla Melgarejo y marca las paredes de piedra que llegan a tener cuatro metros de espesor y están unidas con barro.
Cuenta que en cada misión empezaban por las casas –todas iguales–, la plaza, y terminaban con la iglesia, que era lo más grande. Tenían también oficinas administrativas y un cementerio, donde mucho más tarde se encontraron restos óseos que no se pudieron estudiar porque estaban corroídos por la tierra colorada de Misiones, que tiene alto contenido de óxido de hierro. Como del techo de la iglesia no quedan rastros, el guía señala láminas ilustrativas para contar que estaba construido a dos aguas y recubierto de tejas anchas. Las hacían los trabajadores sobre sus muslos –que solían ser robustos– como molde. “La rueda, la polea, los caballos y las vacas también fueron fundamentales para la construcción. De todas maneras, tardaron 36 años –dos generaciones de guaraníes– en hacer la iglesia de San Ignacio Miní”, apunta sobre la obra de “diseño europeo y mano de obra local”.
Explica además que usaron dos tipos de piedra. Uno de formación sedimentaria, de orillas del río Paraná, en las que aún se perciben las olas sedimentadas con la arena. Y otro de formación basáltica. Entonces señala algunas de las ornamentas que todavía se ven en el pórtico, como un monograma original de la Virgen. Tiene un corazón que simboliza el sufrimiento de María cuando su hijo era crucificado, y una corona que habla de su condición de reina.
Cuenta que había una torre donde estaba el campanario, que alcanzaba los 15 metros de altura. Que muchas columnas parecen invertidas, pero que en realidad no lo están porque son decorativas. Y marca una escalera para acceder al entrepiso, con escalones que permanecen intactos. Así como la casa de los curas, contigua a la iglesia, donde había una cocina, una antecocina y un comedor, además de una cava a la que solo accedían los jesuitas.
“Los guaraníes consumían yerba antes de la llegada de los jesuitas. Lo hacían en un recipiente de calabaza, filtrando el agua con los labios y los dientes. Luego usaban una especie de bombilla de caña. Y si bien los españoles en un principio lo prohibieron, pronto notaron que tenía propiedades estimulantes y dieron marcha atrás con la decisión”, señala el guía. Esta bebida contribuía a la productividad y así a la economía de las misiones, donde sembraban maíz, mandioca y tenían ganado. Además, por la calidad de la materia prima y la habilidad de los guaraníes con las manos, no sorprende que fueran grandes exportadores de muebles.
Fuertes lo económicos, pero también desde lo religioso, los jesuitas se volvieron imparables y “demasiado poderosos”. Al punto tal que en 1967 España decretó la expulsión de la orden de todos los dominios de la Corona, temerosa de que este regimiento de hombres organizados se independizara. Expulsión que luego validó el Vaticano, en 1773, cuando disolvió la Compañía de Jesús, para que unos años después no quedaran jesuitas en la zona. ¿Quién iba a decir que dos siglos más tarde esa misma organización llegaría a lo más alto de la Iglesia, con el cardenal Jorge Bergoglio convertido en papa Francisco?
Y volviendo a las ruinas, también tuvo que pasar un tiempo. Porque a principios del siglo XX, buscadores de oro harían las primeras excavaciones en San Ignacio Miní, que estaba abandonada y cubierta de selva. El proceso de desmalezar, en tanto, empezaría en 1938 y terminaría en 1942, con la iglesia al descubierto. Entonces el guía amplía: “Pasaron cuarenta años más para que las ruinas de San Ignacio Miní sean declaradas Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco, en 1984. Fue en buena parte gracias a la insistencia de Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga –que luego se asentó a unas cuadras–, y el ex presidente Roberto Ortiz, junto la Universidad Nacional de la Plata”.
Con el público sorprendido ante todos esos datos que desconocía, antes de terminar el circuito Melgarejo invita tocar una “higuera corazón de piedra”, que es un árbol que creció envolviendo una antigua columna de piedra. Entonces el fenómeno sirve de metáfora para entender cómo la selva, con su flora incalculable, jugó a favor de la historia. Porque creció y envolvió durante más de cien años los restos de San Ignacio Miní. Así la defendió del saqueo portugués, que sí asoló a otras misiones en zonas menos tupidas. Y facilitó que muchos años después los expertos puedan indagar, contextualizar y analizar estas ruinas vitales para la historia de la Humanidad.
Datos útiles:
Ruinas de San Ignacio. Se llega hasta San Ignacio, la localidad que las alberga, por la RN 12 que está en buen estado. Abren de lunes a domingo de 9 a 17 horas. La entrada cuesta $260 para argentinos, $130 para jubilados, $100 para estudiantes, e incluye el acceso a las ruinas de Santa Ana, Loreto y Santa María, durante quince días. Personas con discapacidad y menores de 6 años entran gratis. El recorrido se puede hacer con guías que salen cada media hora. Más información en la web. IG: @turismo.sanignacio.