Nació en 1906 y a lo largo de más de un siglo fue fonda española, restaurante y billar; tras cerrar en pandemia, reabre con su espíritu original
“Restaurant – Cafetín”. Así se anuncia, en letra firuleteada, La Flor de Barracas, esa mítica esquina ubicada en el cruce de la avenida Suárez y la empedrada calle Arcamendia. Un bar centenario que muestra nueva conducción y futuro. Sobre cada mesa de madera hay flores, en un rincón aparece un tablero de ajedrez, las paredes están recién pintadas, un flamante aire acondicionado central convierte al espacio en un bienvenido refugio frente al calor. El lugar se ve renovado y, a la vez, respetuoso de lo que supo ser, una esquina de barrio, lugar de encuentro de vecinos y artistas, sin modernizaciones superfluas.
La historia de La Flor de Barracas está lejos de ser lineal: nació en 1906 y a lo largo de más de un siglo fue fonda española, restaurante, billar, bar notable y hasta locutorio. “Si bien no tenemos información tan antigua, sabemos que hasta 1916 la planta alta no existía, y que durante su época de fonda fue gestionado por dos españolas que huyendo de la guerra civil llegaron a estas tierras y a través de La Flor transmitieron sus sabores patrios por Barracas”, cuenta Agustina Díaz, joven fotógrafa y una de las socias de la nueva gestión. En 2011 el edificio cambió de dueños, luego la concesión la tomó Carlos Cantini, autor del libro Café Contado y vehemente defensor de los bares notables. “Carlos convirtió a La Flor en algo mucho más grande que un espacio gastronómico. Lamentablemente, la pandemia hizo que el lugar cerrara por unos meses hasta que un grupo de viejos trabajadores lo reabrió sosteniéndolo con unos pocos platos y una apertura limitada. En 2023 llegamos nosotros, un grupo de amigos y compañeros que buscamos reivindicar la historia de estas manzanas del sur de la ciudad”, sigue Agustina.
“Quisimos poner en valor el espacio, respetando su infraestructura e historia, porque lo entendemos como un patrimonio edilicio único”, suma su socio Hernán Greco, con años de experiencia en la gestión de espacios culturales.
Vale la pena pararse enfrente, tomar unos metros de distancia y ver esta bellísima esquina con melancólicos ojos de porteño: una esquina tan parecida a esa que Pino Solanas retrató en su película Sur, con el bar donde Roberto Goyeneche entona “La última curda” al ritmo del bandoneón.
Hay nostalgia en estas paredes, pero también hay presente, con una oferta a tono con los tiempos que corren: rica cocina de bodegón, con platos queridos y conocidos por todos, y la inauguración de Don Narciso, uno de los salones del bar reconvertido en club de música con escenario propio. “Nuestro compromiso es total a la hora de entender un bar notable, un bar histórico”, asegura Greco.
–¿Cómo llegaron a La Flor de Barracas?
–Con un grupo de amigos queríamos abrir un espacio cultural. Yo soy vecino de Barracas, los trámites siempre los hacía en el CGP que estaba justo enfrente, y venía siempre acá a tomar un café. Vi que tenía un cartel de alquiler, y así contactamos a la dueña del edificio. Tardamos un tiempo en ponernos de acuerdo, finalmente lo hicimos, y nos pusimos a renovar el lugar.
–¿Cuál es el límite a la hora de renovar un espacio histórico? ¿Cuánto cambiar y cuánto no?
–El límite es que tenga sentido. Te doy unos ejemplos claros: apenas pusimos un pie adentro, entendimos que había que recuperar la persiana americana de las ventanas, también la de la puerta, eso no se puede perder o cambiar por algo más moderno. Al mismo tiempo, en una pared había un televisor de plasma, eso lo quitamos: en un lugar como este no tiene que haber un televisor. Pusimos wifi para que una persona pueda venir a trabajar con su computadora, arreglamos los baños, instalamos el aire acondicionado. Pintamos las paredes, pero con los mismos colores de siempre. Armamos el club de música insonorizando el interior, poniendo la mejor tecnología en sonido y luces, pero a la vez respetamos lo edilicio al 100%. Los 118 años de historia que hay acá son los que nos dan valor y permanencia.
–Muchos bares notables son espacios for export, para turistas. ¿Cómo ves a la Flor de Barracas en ese sentido?
–Antes que nada, es un lugar de los vecinos. Lo primero que hicimos fue recuperar aquello que antes de nosotros había hecho Carlos Cantini: establecer relación con el barrio. Hablamos con los colegios que hay enfrente, con el circuito cultural Barracas que es muy importante, con otros bares de la zona como Los Laureles o El Progreso. Trabajamos junto a la carpintería La Huella para renovar algunas cosas, le ofrecemos el escenario a artistas vecinos. Incluso las flores se las pedimos a un vivero que está en el hermoso pasaje Lanín; al principio las comprábamos lejos, pero luego nos dimos cuenta de que todo se debía resolver en el mismo barrio. Hablamos con la dueña del vivero, le dijimos que en La Flor de Barracas siempre tenía que haber flores frescas, y que queríamos que ella se ocupara de eso. También armamos un taller de ajedrez, con un profesor del barrio.
–¿Y llegan turistas atraídos por la historia del lugar?
–Sí, claro. Barracas es parte de un circuito de turismo no oficial, que no aparece en las guías más exclusivas, pero que les interesa a los turistas más inquietos, que quieren meterse en un mundo real y se bajan de la combi que los lleva a los lugares de siempre. El sur tiene su encanto, es la puerta de entrada a la ciudad. Y este barrio, Barracas, mantiene algo de su arquitectura señorial, previa a la fiebre amarilla, con casas lindas de techos altos y construcciones fuertes, de paredes anchas y patios luminosos. Ese espíritu se mezcla con un barrio fabril, obrero, laburante. A la vez, armamos Don Narciso, el club de música, y los artistas que convocamos nos abren las puertas a los porteños que son consumidores de cultura. Nos gusta la idea de ser una comunidad organizada.
–¿Qué música se va a escuchar acá?
–Siempre habrá tango: incluso tenemos el mostrador con estaño… ¿Cómo no va a sonar siempre un tango? Tenemos también un patio que se llama Arolas, en homenaje al bandoneonista Eduardo Arolas, que según un relato de Carlo Cantini, dejó acá un bandoneón empeñado a modo de garantía por un préstamo que le dieron unos antiguos dueños del bar. Pero después hay una programación muy completa, distinta. El club recién está inaugurando este mes, por ahora hicimos recitales pequeños en formato privado: el dúo Seda, de piano y guitarra; Ariel Prat hizo su despedida de año y vuelve los sábados 17 y 24. Para el Carnaval les dimos espacio a las murgas, que este año perdieron gran parte de los corsos. Queremos recuperar el espíritu de lo que fue el famoso El Club del Vino, el primero en hacer algo así, un club de música donde sentarse y disfrutar de una copa y una picada escuchando un recital: Don Narciso es un espacio pequeño, para 50 personas. Podés arrancar acá y luego, si querés, te quedás a cenar en el salón principal de La Flor de Barracas.
–¿Qué tan importante es la propuesta gastronómica?
–Es muy importante, un lugar como este vive de su propuesta de cocina. Nosotros somos un bodegón porteño y de ahí no nos movemos. Acá podés comer lo que se comía en las casas de Buenos Aires a lo largo del último siglo, la cocina de nuestras abuelas, hecha con calidad: tortilla española, milanesas generosas, las pastas caseras, en invierno el mondongo y las lentejas. Hay filet de merluza, pastel de papa, canelones. Empezamos abriendo solo al mediodía, ahora sumamos algunas noches apoyadas en el club de música y pronto queremos sumar los domingos de mediodía, para que puedan venir los vecinos que en la semana están trabajando lejos del barrio. Este es un lugar donde venís a sentirte cómodo: nos pasa a todos, que en un momento nos cansamos de tanta vidriera y buscamos un lugar que nos pertenezca.