Cambió de profesión para cumplir el sueño de hacer vino y hoy va por su segundo proyecto
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Un contador nacido en Minnesota, criado en Córdoba y con media vida en la industria cementera haciendo vino en Mendoza. Un winemaker no tradicional, por el que en principio nadie apostaría nada. Sin embargo, su primer proyecto se convirtió en una de las marcas de vino argentino de alta gama más reputadas en el mundo. Marca que vendió para luego seguir apostando por expresar distintos terruños a través del Malbec, pero ahora desde una lógica diferente.
El personaje –a esta altura ya una de las caras reconocibles del vino argentino– es Santiago Achával: uno de los “tres mosqueteros” detrás de la génesis de la multipremiada Achaval Ferrer; hoy al frente de Matervini, donde junto a su socio el enólogo italiano Roberto Cipresso explora sitios no tradicionales de la vitivinicultura en busca de Malbecs que emocionen. En esta entrevista, cuenta su historia de vida:

–¿Y cómo llegás al vino entonces?
–Estudié Ciencias Económicas y empecé a trabajar en una empresa que pagaba MBA a los empleados que prometían, con la condición de que volvieran a la empresa. Así terminé en California, en Palo Alto, haciendo un MBA en Business Administration en Stanford, con la particularidad de que estaba a media hora de Napa Valley. Ahí me contagié el virus del vino.
–¿Qué te atrapó?
–No me capturó ni una marca ni un vino. Hay gente que dice “mi epifanía fue el Petrus del 82″. Yo tenía solo 10 dólares por botella para los fines de semana, no tenía plata para vinos de epifanía. Lo que me capturó fue el aura del vino, sus raíces en la historia de la humanidad.
–¿Cuándo empezaste a pensar en hacer vino?
–Yo venía de Córdoba, una sociedad conservadora donde si te recibías de contador la expectativa era que te jubilaras en esa profesión. Cambiar a mitad del camino estaba mal visto. Pero terminé en Stanford, la cuna del emprendedurismo, y lo que te decían era: “Encontrá tu sueño, preparate y saltá”. Yo me dije: ¿así que se puede? Y con 27 años, me decidí: antes de los 45, quiero tener una bodega.
–¿Con qué vino soñabas?
–Me forjé el propósito de hacer un gran vino, ese que te hace levantar las cejas. Además, por mi formación en negocios, tenía en claro que con una bodega pequeña nunca iba a poder tener escala para hacer vinos cotidianos.
–¿Cuándo diste el primer paso?
–A mediados de los 90 estábamos en la playa. Yo leía debajo de la sombrilla un libro sobre levaduras y mi mujer me dijo: “Santiago, ¿te das cuenta de que hace 10 años solamente leés de vinos?“. Nunca estudié enología, pero todos los libros de enología los compré, los leí y los volví a leer. Mi primer intento de hacer vino fue con mis cuñados, con quienes compramos una empresa hormigonera mientras yo trabajaba en Minetti. Había un régimen de diferimiento impositivo para el agro y yo dije: “Uso el régimen de diferimiento impositivo para usar el IVA de la hormigonera para lanzar el viñedo”. Me preparé, contraté agrónomos especializados, armé libros enteros del business plan, y al final mis cuñados me dijeron: “No te podemos prestar ese impuesto diferido porque va a aparecer en el balance como deuda y los bancos no nos van a prestar plata”. Tenían razón, así que guardé el business plan en el estante. Un año después, Minetti planteó hacer un diferimiento impositivo. Les dije: “Miren, tengo estos libros”. Entonces el directorio nos encomendó a Manuel Ferrer, con quien trabajaba, y a mí, a estudiar el tema. Manuel dijo: “Conozco a un enólogo italiano que nos puede dar una mano”. Era Roberto Cipresso. Lo trajimos a Roby y él se entusiasmó, le encantó la Argentina y se enamoró del Malbec. Al final Minetti desistió del proyecto, pero Roby, Manuel y yo dijimos, como los tres mosqueteros, “lo vamos a hacer nosotros”.

–¿Cómo arrancaron?
–Hice algunos emprendimientos para juntar dinero y en el 98 compramos en Tupungato la primera tierra de lo que sería Achaval Ferrer. Y en el 99 dejé Minettí para enfocarme 100% en la bodega. Al principio, la idea era hacer un blend de estilo Burdeos y otro de estilo del Ródano. Pero recorriendo Mendoza nos encontramos con un viñedo de viña vieja en La Consulta. Roby probó la uva y me dijo: “Hay que comprarlo ya”. Y lo compramos. Ahí hicimos el Finca Altamira 99, un Malbec que fue el primer vino argentino en sacar cinco estrellas de Decanter.
–¿Por qué pasaron de la idea de blends al Malbec?
–Cuando vos te pegás de frente contra una tapia de ladrillos de tres metros de alto reconocés la realidad. Roby dijo: “Acá, chicos, estamos frente a algo único en el mundo, los Malbec viejos de la Argentina son un monumento al viticultura mundial”. Eso exigía cambiar todo el plan y empezar de cero, enfocados en las viñas vieja de Malbec, en el terroir.
–¿El reconocimiento llegó rápido?
–Vino de afuera para adentro. Primero nos puntuó Wine Spectator, y después el mundo del vino en la Argentina dijo: “¿Y esto qué es?“. Pero en la gastronomía porteña tuvimos una gran pegada. Un amigo, que después fue nuestro gerente de ventas, se instaló en Buenos Aires y nos planteó: ”Si ustedes quieren entrar al mundo de la gastronomía en Buenos Aires, tienen que mostrarle el vino a Emilio Garip, del restaurante Oviedo. Si compra él, compran todos los otros restaurantes. Y así fue. El reconocimiento vino de probar los vinos, no por la reputación de Roby, que tenía recién 30, ni por la mía, que ni existía. Con Manuel éramos cordobeses haciendo vino en Mendoza, ¡no nos daban ni la hora!
–¿Te costó mucho desprenderte de Achaval Ferrer?
–En 2009, 2010, en plena crisis internacional, Roby nos dijo: “Tengo que vender mi 10% porque tengo un hueco en Italia que cubrir”. Entonces salimos con Manuel a buscar un inversor y encontramos una oferta por el 100% de la bodega. Yo le dije a mi mujer: “No quiero vender, pero como padre y esposo creo que hay que tomar esto, porque es el futuro de la familia”. Yo tenía todo invertido en la bodega. Y vendimos.
–¿Cómo nace Matervini?
–Con Roby teníamos un vino que veníamos haciendo en Salta y que no tenía lugar dentro del concepto de Achaval Ferrer. También teníamos una tierra que habíamos comprado arriba de Mendoza, donde el pedemonte termina en la Cordillera, a 1600 metros de altura. Lo habíamos plantado en 2008 y también estaba afuera del paradigma de Achaval. Roby tenía una poderosísima intuición de que esta era ya una nueva frontera vitícola. De repente, en 2013, dio 60 kilos de uva con los que obtuvimos un vino extraordinario. Y ahí es cuando empezó a cristalizar la siguiente bodega, con la idea de seguir con Malbec y terroir, pero con geologías no aluvionales.
–¿Me explicás ese concepto?
–En un suelo aluvional las piedras que lo conforman son de distinto origen, está ahí mezcladas, mientras que en un suelo no aluvional solo se encuentra la piedra del lugar. Son lugares difíciles, en general no cultivados, porque no pueden ser regados en forma tradicional por acequias, solo se pueden cultivar con goteo. La vuelta de tuerca con Matervini fue tomar la idea de Achaval Ferrer de usar al Malbec como intérprete, pero llevándolo a suelos más potentes.
–Además de Mendoza y Salta, vas a hacer vino en Patagonia.
–Dos vinos. Uno va a ser un Matervini de Valle Azul, de viñedos que maneja la bodega Ribera del Cuarzo. Y con el mismo concepto: la viticultura y la enología de todos los vinos va a ser idéntica, para que al probar los Malbecs la fuente de diferencia sea el terruño. Por otro lado, vamos a hacer un vino en conjunto con Ribera del Cuarzo. No sabemos qué nombre va a tener, pero sí sabemos que va a ser un Merlot. Así como el Malbec es el intérprete nacional, creo que el de la Patagonia puede ser el Merlot.
–¿Qué futuro te imaginás para Matervini?
–Hay 2000 kilómetros de precordillera en la Argentina, con miles de valles, que recién estamos empezando a conocer. Roby siempre dice que la Argentina está parada en el epicentro de la viticultura mundial, porque tiene todo por delante: hay cosas que no hay en el resto del mundo y el potencial es enorme. Por eso creo que el futuro es más exploración de todos esos valles. Yo no voy a llegar a ver la meta, pero tampoco sé si lo interesante es la meta. Creo que el camino es lo mejor. Y el mío es el del interés y culmina en la emoción, cuando tu ser, tu cuerpo, tu alma y todo tu intelecto identifican verdades. Porque así como la música nos hace llorar, el mundo del vino nos presenta de vez en cuando alguna de esas grandes verdades. Esa es mi búsqueda: vinos de emoción. Hacés uno y quizás cinco años después lográs hacer otro, y durante ese tiempo te mantenés luchando para volver a lograrlo.
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