¿Qué cobrás, referí? O cuando los deseos son considerados derechos
El jugador corrió enloquecido de furia y le pegó a la referí desde atrás un golpazo que la tumbó. Ella había cobrado una falta y sacado la tarjeta correspondiente; los jugadores afectados protestaron, pero uno de ellos fue más allá y, de manera artera, la tiró al piso de una trompada en la nuca. En el mismo día un chico de 14 años agredió a los golpes al árbitro del partido en el que jugaba, lo que se suma a otras noticias de árbitros jugándose la vida en competencias diversas.
Como se ve, es difícil ser árbitro en estos tiempos. No solamente en el deporte, sino en cualquier circunstancia de la vida. Aquel que represente la autoridad está sujeto a estas calamidades, sea bueno o malo en lo suyo. Sin dudas la función de juez requiere un temperamento muy especial para ser llevada adelante en un clima cultural tan hostil con lo que su figura representa.
Hoy existe un malentendido cultural grave: el creer que los deseos son derechos. Así, todo aquello que no valide el deseo propio es malo, corrupto, represor y una infinidad de adjetivaciones similares que pretenden justificar la pretensión de imponer el propio deseo a cualquier costo.
Esto sirve para entender que lo de los referís no es algo aislado o tan solo propio del ambiente de los deportes de competición. Ocurre en todos lados, desde la familia hasta en los ámbitos educativos, laborales políticos y comunitarios. El que arbitra o cumple una función ordenadora, de autoridad, mediadora o legal, es depositario de las peores adjetivaciones, claramente producto no ya de un desacuerdo con el cómo de la función “arbitral”, sino con la existencia misma de esa función. Una cosa es disentir con la aplicación de la ley, pero otra muy diferente es creer que la ley como función no debería existir.
Se sabe que aquel jugador que golpeó a la referí no jugará más al fútbol en equipos oficiales. Bien hecho, debía ser sancionado. Suponemos que al muchachito que le pegó al árbitro habrá que enseñarle algunas cosas ligadas al respeto y a la tolerancia a la frustración. Sin embargo, sabemos que el tema va más allá de estas circunstancias. Solo ver el costado de las canchas en donde juegan sus partidos chicos de corta edad, con padres vociferando y, en ocasiones, insultando a los jueces; o, por otro lado, viendo reuniones de padres en colegios en las cuales siempre los docentes son los culpables de todo, y los propios hijos automáticamente víctimas de mala praxis, nos hace pensar que el problema está más extendido que en las situaciones puntuales señaladas.
Más allá de que existan situaciones injustas, la cultura de la violencia no viene a reparar, sino que solo empeora las cosas, borrando con un golpe lo que a los humanos les costó miles de años conseguir: un orden que impida matarnos los unos a los otros, y nos permita jugar juegos interesantes, sin que todo termine a las piñas.