Después de 100 días de cuarentena por la pandemia de coronavirus, las casas ya no son solo casas. Poco a poco se convirtieron también en aulas, oficinas y hasta en salones para organizar cumpleaños virtuales. Los límites entre estudio, trabajo y vida doméstica se vuelven borrosos: las jornadas son más largas y aparecieron nuevas tareas, como ayudar a los chicos con las clases, colaborar con los adultos mayores, dedicar más tiempo a la limpieza.
LA NACION dialogó con cuatro familias porteñas con hijos en edad escolar para saber cómo se organizan y cómo se sienten hoy, con tres meses de cuarentena a cuestas. Cada hogar es diferente, pero hay testimonios que se reiteran: mucho trabajo, pocas horas libres, cansancio, amigos y familiares que se extrañan. Y, a pesar del tiempo transcurrido, desafíos nuevos todos los días. "Es todo a prueba y error", repiten madres y padres como un mantra.
Todos en casa
"Cambió la vida que teníamos y hubo que reinventarse. Los seres humanos tenemos que adaptarnos continuamente -reflexiona Emiliano Rodríguez-. Pero no lo tengo asimilado, es una lucha diaria: en mi cabeza es extraordinario y estoy esperando que esto se termine".
"Esto" es el aislamiento obligatorio por el coronavirus, explica Emiliano, que tiene 41 años y vive en Saavedra junto a su esposa y sus dos hijas, Agustina y Juana, de 13 y 10 años. Antes de la cuarentena, la casa pasaba muchas horas vacía: él –representante legal de un instituto educativo- y su esposa –agente inmobiliaria- trabajaban afuera y las chicas cursaban en colegios de doble jornada. Pero ahora están los cuatro siempre juntos. Y hacen malabares para acomodarse.
"La rutina se vio totalmente alterada: cada noche vemos los horarios del día siguiente y reubicamos los espacios –cuenta-. Hoy tuve una reunión y una de mis hijas tenía al mismo tiempo una clase de educación física por Zoom. Por el frío no podía hacerla en el patio, así que ella usó la pieza y yo el living".
Las clases virtuales obligan a los adultos a seguir de cerca el estudio de los chicos. Es algo que lleva tiempo y esfuerzo y para lo que muchos no estaban preparados, reconoce Emiliano: "Uno no tiene la parte pedagógica: yo no sé como enseñarle a un chico la regla de tres simple. No es solo adquirir conocimiento, sino aprender la metodología que siempre derivás en el colegio".
Más actividades, menos tiempo
"Tenés que volver a estudiar", concuerda Julieta Golluscio, diseñadora gráfica de 42 años oriunda de Villa Devoto y mamá de Franco (11) y Camila (8). Para acompañarlos con el colegio, se reparten las materias con su pareja e intercalan esas actividades con sus respectivos trabajos. "Él se ocupa de matemática y yo de sociales y naturales. También hay que enseñarles cómo sacar fotos y enviar la tarea, porque no está completa hasta que no la envían al profesor", dice.
Después de probar distintas alternativas, en su casa todo lo que es estudio y tareas se hace a la tarde. Pero, según Julieta, puede cambiar en cualquier momento: "Es dinámico, tratamos de darles estrategias de independencia y que puedan resolver solos. Está costando mucho. No hay estabilidad y para nosotros las obligaciones crecieron. Al principio estaba más tranquila pero las baterías se me agotaron".
Por estos días, también Patricia Lawrynowicz (49) trabaja más que nunca: "Por ahí amanecés trabajando y seguís hasta la noche. Me cuesta poner límites". Para organizarse, armó en el living una pizarra donde anota los pendientes y las tareas en curso, cuenta esta empleada del gobierno porteño con dos hijas gemelas, Alessia y Milenka, que este año entraron al Nacional Buenos Aires. Las tres viven en un departamento en La Boca.
"Lo de las chicas es una experiencia interesantísima, porque cursaron dos días y comenzó el aislamiento. Así empezaron la secundaria. No estaban acostumbradas ni a usar el mail y de repente tenían clases por Zoom", dice. La demanda es alta: "Recién entramos al campus virtual y ya había 1175 mensajes. Yo tengo otros 220 en los grupos de WhatsApp de los padres del colegio. El tiempo no alcanza".
Horarios que cambian
En cien días, las rutinas cambiaron por completo. "Antes los chicos se acostaban a las 22 y ahora no se acuestan hasta la medianoche. Yo empecé a levantarme a las 7.30 para trabajar", cuenta Maribel Couso, 43 años, vecina de Constitución. ¿Cómo organizan los horarios en su casa? "¡Con un cronograma prusiano!", responde con picardía. Para ahorrar tiempo, piden los productos del supermercado y la verdulería por delivery.
Maribel conoce bien las vicisitudes educativas en épocas de pandemia: es docente de una secundaria pública y sus hijos Ciro y Dante están en primero y tercer grado de la primaria: "Costó acomodarnos, sobre todo a mí, porque pensé que iban a ser 15 días". Las primeras semanas, el Ministerio de Educación porteño no estableció directivas claras, asegura: "Hay chicos con muchas dificultades o que no tienen conexión". Y explica que al enseñar a distancia "se trabaja mucho más" porque hay que rearmar todas las clases.
También en la casa de Julieta hubo cambios en las rutinas. "Almorzamos más tarde, pero tratamos de que la cena sea a la misma hora -dice la diseñadora-. Ese es el rato de relax en familia". Antes eran los fines de semana, que ahora se dedican a la limpieza. "Lavar la ropa, planchar, limpiar, cocinar son cosas que ahora nos repartimos con mi mujer en partes iguales pero antes no estaban, porque la casa se ensuciaba menos y teníamos una persona que nos ayudaba", aporta Emiliano.
Y además hay que seguir los numerosos protocolos de higiene para prevenir el coronavirus. "Cada vez que salís a la calle es un estrés por toda la logística –lamenta-: tenés que llevar permiso, barbijo, máscara, alcohol. Y al volver, limpiarte los pies, lavarte las manos, no tocar nada. Es agobiante". Maribel coincide: "La limpieza es agotadora, cada vez que llevás o traés algo, tenés que andar con la lavandina".
Las casas no son perfectas
Al inicio de la cuarentena, muchos imaginaron que estar más en casa permitiría resolver cosas postergadas. "Los primeros días pensé: ‘Voy a ordenar, clasificar la ropa, tirar lo que tenga que tirar’ –recuerda Patricia-. Pero después tenés que trabajar, cocinar, hacer esto y aquello y te das cuenta de que no podés. Entonces empieza la aceptación: hago lo que puedo y lo que no, quedará. Esa utopía de la casa perfecta, de revista, ya no".
"Al principio con mi mujer hablamos mucho de disfrutar en familia, almorzar todos juntos y demás. Eso duró un mes y medio, después empezó a decaer la motivación y a golpear el tema del encierro. Hoy estoy cansado, durmiendo mal y me cuesta despertarme. Creo que tiene que ver con todos estos cambios", dice Emiliano.
Patricia, a pesar de las dificultades, es optimista. "En este tiempo aprendí un montón de cosas nuevas y no me llego a aburrir nunca", cuenta. Pero aclara: "Yo soy una privilegiada, porque no tengo que levantarme todos los días con miedo de perder mi trabajo y por eso puedo vivirlo así".
Lo que falta y lo que viene
Hay algo en lo que todos coinciden: lo más difícil es la distancia con los afectos. No poder ver, abrazar, compartir un rato con abuelos, tíos, primos o amigos. Eso, explican, vuelve la cuarentena mucho más insoportable.
"Mi mamá vive en Junín y antes venía cada 15 días. Para mis hijos es una angustia terrible: los dos pasaron sus cumpleaños viendo a sus abuelos por Zoom", dice Maribel. Su mayor preocupación para cuando termine la cuarentena es el regreso a clases, tanto el suyo como el de sus hijos. "Los pibes no miden el tema de la cercanía", reflexiona la docente. Eso sí: disfrutará mucho de volver en bicicleta a su trabajo.
Aunque Patricia está bastante cómoda porque pudo armarse su rincón para cumplir con el home office, porque sus hijas no tienen problemas en el colegio y porque en este encierro aprendieron a valerse por sí solas, confiesa el contacto con otros le falta: "No extraño subirme al colectivo y viajar a la oficina, sí las relaciones personales, eso charlar de un escritorio a otro".
Emiliano resume ese sentimiento compartiendo una anécdota. Hace poco fue a lo de su madre para llevarle unos remedios. Aunque no la veía desde hacía tiempo, la experiencia fue dolorosa. Y breve. "Me quedé en su casa cinco minutos, ella en una punta de la mesa y yo en la otra –recuerda, con tristeza-. No pudimos compartir un mate. No pude darle un beso, no pude darle un abrazo. Eso no es normal".
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