En el barrio porteño de Boedo, el cine Los Andes fue durante décadas un espacio de encuentro social, que además sumaba todo tipo de variedades
Dicen que cuando salían a hacer las compras, las señoras pasaban por la puerta de cine Los Andes para mirar la cartelera que se renovaba a diario. Bolsa en mano, apuraban el almuerzo de los chicos para prepararlos para ir a ver alguna de las películas que se proyectaban por la tarde. Una escena que, en las décadas del 40 y 50 se repetía casi todos los días, tal como lo describe María Isabel Meloni, en un artículo titulado “Los cines de antes no usaban gomina”, publicado en 2004 en la revista Todo es historia (Lulemar Ediciones), en el cual detalla el derrotero de las salas cinematográficas de Boedo.
“Durante los días de semana, se transformaban en un círculo cerrado de mujeres que ocupaban la platea con hijos y paquetes de facturas. Habían terminado de lavar los platos y asistían a ese club femenino del barrio que proyectaba cine argentino y algunos melodramas mexicanos desde las 13.45 hasta las 19.10. Martes y miércoles eran ‘días de damas’ y el programa cambiaba todos los días. Se daban tres películas y hasta cuatro, que venían bien baqueteadas. Pero daba igual porque todo el mundo ya las había visto más de una vez”, cuenta Meloni en su informe.
Las vecinas de Boedo pasaban las tardes con Amelia Bence, las hermanas Legrand, Zully Moreno, Amalia Sánchez Ariño y Olga Zubarry, entre otras actrices del momento.
El cine revolucionó a la ciudad y a sus barrios y fue un verdadero espejo de la sociedad de ese tiempo. Sin embargo, en sus comienzos careció de un espacio propio y era un espectáculo que se exhibía aquí o allá, en espacios indistintos. Sonia Sasiain, investigadora del Instituto de Artes del Espectáculo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), asegura que el cine llegó a Buenos Aires en julio de 1896 y que la primera proyección tuvo lugar en el Teatro Odeón, de allí en más y hasta 1900 se proyectó en sitios variados e indiferenciados.
“Se utilizaba el cinematógrafo, si bien había otros dispositivos, primó este equipo de origen francés desarrollado por los hermanos Lumière, que habían hecho su primera proyección el 28 de diciembre de 1895 en París”, explica Sasiain.
Se proyectaban vistas o películas de poco metraje y duración como, por ejemplo, la salida de los obreros de la fábrica, la llegada del tren a la estación. “Rápidamente camarógrafos argentinos, como Eugenio Cardini y Eugenio Py, hicieron lo mismo acá en Plaza de Mayo, es decir, trataron de emular estas vistas”, cuenta la investigadora.
En ese momento, el cine era un espacio que debía construirse, distinto del teatro o de cualquier otro lugar destinado al entretenimiento, por eso se proyectaba en bares, en ferias, es decir, no tenía un lugar fijo. “Aparentemente, la primera sala que se construyó para proyectar cine fue el Cine Nacional, en 1900, en la calle Maipú, entre Lavalle y Corrientes. Esto dio lugar a dos fenómenos interesantes porque se empezó a pensar en un espacio específico para el cine y, además, se evidenció un corrimiento del antiguo centro de espectáculos que era alrededor de la Plaza de Mayo hacia la zona Noroeste”, aclara Sasiain.
Para la investigadora de la UBA, la construcción del definitivo Teatro Colón, en 1908, marcó otro eje y entonces surgieron los circuitos de la calle Lavalle y de la avenida Corrientes que, al primer centenario de la Revolución de Mayo, estaban poblados de salas que proyectaban estas cintas de corta duración. A la vez, destaca que, de manera paralela a este fenómeno, por la extensión de la red eléctrica, la red de cloacas, el agua corriente y el servicio de transporte, que primero fue el tranvía tracción a sangre y luego el eléctrico y desde 1928 el colectivo, surgieron los barrios. Estos se erigieron como una división de la ciudad pero que, en esos tiempos no tenían un límite marcado, sino que este era más bien lábil.
“Tiempo después, las salas de cine comenzaron a diferenciarse y a tomar elementos de la tipología teatral con plateas y palcos. Hacia 1930 comenzó la renovación del centro porteño y, en esta etapa, los cines pretendían imitar la modernización estadounidense, con un estilo arquitectónico ecléctico con predominio del art decó, como el Ópera, inaugurado en 1936, o el Gran Rex, un año después que, a su vez, albergaban entre 2000 y 3000 personas”, sostiene Sasiain.
“Ambos respondían a los cines atmosféricos que generaban con luces interiores, con balcones, con distintos dispositivos escenográficos la idea de un palacio”, agrega.
El cine de la familia
A medida que los barrios se diferenciaron, los vecinos buscaron desarrollar sus vidas en pocas cuadras, de manera que establecieron su centro comercial en una calle vertebral y próximos también sus escuelas, clubes, cafés, teatros y cines. En el caso de Boedo, el cine Los Andes fue protagonista del entretenimiento durante varias décadas. Se construyó en 1926 bajo un estilo ecléctico que tomaba elementos clásicos y del art decó. Fue una de las salas principales del barrio, junto con el Cine El Nilo –ubicado en Boedo 1063 e inaugurado en 1929–. Allí convivieron desde siempre distintas actividades además de la proyección de películas. Se presentaban obras de teatro, números musicales y variedades. Más tarde, en noviembre de 1945 se levantaría el cine Cuyo, en Boedo 858/60, otro de los más importantes del barrio.
Sobre la vida de estos cines, Meloni asegura en su artículo que en todos los barrios existían dos categorías diferenciadas de salas de acuerdo al comportamiento de los concurrentes: “Las decentes y las piojeras; las primeras eran a las que se podía concurrir solo o acompañado mientras que las segundas se especializaban en films poco familiares o los consabidos westerns, que hacían las delicias de los alumnos que decidían no participar de las clases de la tarde. El de Boedo siempre se caracterizó por ser un cine de familias: se prestaba más atención a lo que se desarrollaba en la pantalla que a lo que ocurría en la sala”, asegura.
Y añade que el cine Los Andes, ubicado en Boedo 777, era llevado adelante por Dositeo Fernández y Mario Gigliotti, quienes inicialmente solo se ocuparon de la explotación del cine y luego, en la década del 60, llegaron a ser sus propietarios. “Lo compraron al clero católico que, a su vez, lo había heredado de una generosa y piadosa anciana, cuyo nombre no registramos”, señala Meloni en su informe.
Refiere, además, que esta sala contaba con 1100 butacas distribuidas entre la platea y el pullman del primer piso; tuvo palcos, pero las sucesivas reformas los hicieron desaparecer. Carlos Gardel cantó allí el 15 y 16 de julio de 1933, el tango Almagro, de Vicente San Lorenzo, acompañado por sus cuatro guitarristas, Horacio Pettorossi, Guillermo Desiderio Barbieri, Ángel Domingo Riverol y Domingo Julio Vivas, lo que provocó una conmoción en el barrio. Como recuerdo de sus dos actuaciones en la sala, fue colocada una placa evocativa por el Rotary Club de Boedo y la Junta de Estudios Históricos del Barrio de Boedo.
Bajo las estrellas
Meloni destaca que Los Andes otorgaba a los espectadores una gran comodidad en verano: tenía techo corredizo con un motor y poleas, que era accionado para apaciguar el calor y, de esa manera, se podía ver la película bajo el cielo estrellado. “Descendía una brisa que volvía más grato el ambiente y se experimentaba la sensación de estar al aire libre. Claro que, cuando alguna tormenta furtiva, tan propia del verano, aparecía súbitamente, ocasionaba una lógica molestia”, advierte la autora.
A veces, no se llegaba a cerrar el techo con la rapidez necesaria y, por eso, se producían pedidos en forma imperativa para que se apuraran en hacerlo. “Los otros cines en Boedo solo contaban con ventiladores para esas tardes y noches calurosas”, aclara.
El buen vestir era obligatorio en las primeras décadas donde los cines de barrio recibían casi exclusivamente a los vecinos. Si bien algunas personas se acercaban desde otros barrios, en el caso de Boedo desde Pompeya o Valentín Alsina, no eran multitudes. “Todo quedaba entre vecinos, eso sí, durante los años 30, ir a ver una película implicaba vestirse de gala, los hombres de traje y las mujeres con vestido o falda, ambos con sombrero. Tanto es así, que Los Andes contaba con un estante de metal debajo de la butaca para guardar los sombreros, tanto de la dama como del caballero”, explica Meloni.
Existía además una verdadera inteligencia en las proyecciones: Sasiain aclara que como los costos de las películas eran elevados se combinaban las cintas para que fueran proyectadas en varias salas, de manera que, las latas se trasladaban de un cine al otro en motocicleta. También aborda esta cuestión Meloni, quien explica que se reunían los administradores de los cines, por ejemplo, uno de Flores, otro de Boedo y un tercero de Avellaneda y coordinaban los horarios de las películas que iban a pasar. Luego entregaban el organigrama al combinador y este se encargaba de realizar los arreglos para que desde un cine a otro llegaran las latas de películas por medio de motociclistas.
“Cada lata tenía una duración de 20 minutos; el primer cine pasaba dos latas y las entregaba al motociclista, quien debía llegar a la próxima sala en menos de 50 minutos. El otro cine había organizado su comienzo de la programación cincuenta minutos más tarde que el anterior. Cada película estaba fragmentada en seis latas y los motociclistas debían realizar tres viajes entre los distintos cines para poder completar una proyección”, describe Meloni.
Este ir y venir no generaba problemas más que algún retraso los días de lluvia o mucho tránsito cuando la llegada de las latas se hacía esperar y esto sobresaltaba a los empleados del cine. Si el tiempo se extendía se prendía entonces la luz lo que ocasionaba los silbidos y el descontento de los espectadores.
En los cines barriales, y Los Andes no fue la excepción, las películas argentinas eran las más taquilleras en la década del 70. Las comedias de Alberto Olmedo y Jorge Porcel estaban entre las más vistas, y las de Sandro que incluso provocaban desbordes en los ingresos que tenían que ser controlados por la policía.
El furor terminó diez años después cuando inició la debacle que le pondría punto final a lo que se había vuelto un ritual. Según explica Meloni, la gente dejó de concurrir al cine en general y a los barriales en especial. “La causa de este fenómeno hay que encontrarla no sólo en la situación económica, que se tornó agobiante, sino principalmente en el auge del video”, aclara.
El 80% cerró paulatinamente sus puertas cuando el cine dejó de ser un buen negocio, especialmente para aquellos ámbitos alejados de la zona de la calle Lavalle y las avenidas Corrientes, Santa Fe y Cabildo. Así, de un momento a otro, se esfumaron casi 200 salas que formaron parte del espectáculo porteño.
Por su parte, Mario Belloccio, escritor y fundador del periódico Desde Boedo, sostenía que se establecía en estos recintos un vínculo de interrelación, un lugar de socialización para grandes y chicos. “De aquí la añoranza y el recuerdo afectivo de muchos boedenses, y del resto de los porteños, por los cines de barrio que ya no están”, aseguraba en un artículo publicado en dicho periódico en 2016.
“Quien hoy pasee por el centro de Boedo, o se entregue al disfrute gastronómico de sus bares y restaurantes, seguramente no puede imaginar que en esas mismas cuadras hubo un tiempo en que seis cines se disputaban los espectadores y sobrevivían con holgura a la competencia. La concurrencia masiva al circo o a las salas teatrales tenía un nuevo ámbito, en la oscuridad, con el hallazgo de los hermanos Lumière y otros pioneros”, advertía.
Del cine Los Andes solo se conserva su techo: quienes pasen por Boedo al 700, podrán observar fácilmente que por encima del cartel del supermercado asoma su estructura junto con algunos ventanales. Los nostálgicos recordarán la época dorada del cine barrial, una etapa llena de magia y fantasía que, literalmente, se encontraba a la vuelta de la esquina.
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