"Estamos solas desde el embarazo, y felices, pero a veces necesito un descanso"
Trac trac trac. Son cerca de las ocho de la noche cuando se escucha el ruido de las llaves de la puerta principal y Charo pega un grito seguido de una carrera excitada para darle la bienvenida a su papá. No es bucólico, es real, yo fui testigo en un montón de casas, lo vi, no es que es algo que no pase, sucede, la gente se quiere y es feliz, o al menos se aguanta, elige el que considera el mal menor, la vida en pareja con un hijo/a a muchos les resulta posible y gratificante. En serio. Charo no es mi hija, a casa no llega nunca nadie a esa hora, no llega un tercero responsable que forme parte del hogar, que también lo habite y sea un adulto para conversar y para hacerte la segunda y para que así se te extienda la paciencia. No me victimizo, por favor, somos muy felices con Elena, mi hija, pasa que a veces, como les debe pasar a todas, una no da más y acá, en mi caso, no hay nadie en quien descansar, a quien cederle el mando por un rato.
Estamos solas con Elena desde el día cero del embarazo. No voy a contar esa parte. Lo único que quiero aclarar es que no fue de ninguna manera a propósito sino algo que pasó y ya. Lo digo porque son frecuentes las veces en que cuando cuento que soy madre soltera –término subestimante y victimizante que no queda otra que usar porque la gente te mira raro si mandás un soy jefa de familia- me preguntan si lo hice a propósito –mi sabiduría debería ser el silencio-. La gente no está bien. Primero que no pueden preguntarlo y segundo que si lo preguntan es porque es algo posible en su universo y a mí no me entra en la cabeza que una mujer engañe a un hombre para quedar embarazada. Yo no soy así.
Seguro tengo idealizada la vida en pareja con un hijo/a desde todas las perspectivas. Me imagino tener que hacerle de comer un plato elaborado a alguien más que a Elena –que come carne, pollo, arroz, papas y fideos en loop- y me desmayo de lo imposible: me resulta insoportable imaginar la convivencia con una persona más a quien cuidar, un hombre que, aunque no sea un machista recalcitrante, también espera que lo atiendas. Atendeme vos a mí, que además de ser la primera responsable de nuestro/a hijo/a, trabajo y me ocupo de la casa. Y a la vez, pienso que el hecho de que haya una tercera persona con quien interactuar alegra el ambiente, trae algo distinto que rompe con la simbiosis de la maternidad y que ayuda a distribuir responsabilidades. Ser la única referente de seguridad y apego agota porque estás vos sola para todo, con todas las pelotitas para atajar: no sólo para darle de comer, bañarla, llevarla al jardín –cuánto me gustaría que alguien la fuera a buscar dos veces por semana-, dormirla, jugar, retarla o salir a pasear, sino también para pagar las cuentas, para trabajar, para ir al supermercado, para que en casa no falte nada. Es tener la cabeza dividida en partes: yo madre, yo padre, yo profesional, yo posible novia.
Ni hablar de salir, las jefas de familia no partimos la semana en dos mitades con el padre, sino que es un 24x7 en continuado, los papás, en estos casos, no existen ni para aliviarte por teléfono. De todas maneras, no creo que la situación perjudique o beneficie a Elena, es la realidad aleatoria que le tocó a ella y así conocerá la vida. Para mí es fácil a veces y difícil otras. Disfruto de nuestra independencia. Somos nosotras dos compañeras a todas partes juntas. Pero no voy a mentir en el hecho de que por momentos quisiera tener a un par al lado con quien compartir responsabilidades, más que nada, el valor simbólico y emocional de la autoridad y una paciencia multiplicada por dos que evite retos provocados más por mi propio estado de ánimo que por los caprichos de ella. Y ojo que no hablo de los contados hombres que se toman en serio lo del 50/50, me refiero al menos a uno que entretenga veinte minutos a Elena para poder bañarme tranquila sin que venga cada dos minutos a pedirme una galletita mientras yo tengo la cabeza repleta de espuma. Así miles como ese descansito mínimo a la hora que vuelve el padre de trabajar, que quizás sólo sean diez minutos, pero no está con la tele, está con el papá. No me imagino gestos magníficos, sino creo nimiedades posibles como amenizar un fin de semana de lluvia en un café con pelotero y con algo más que la compañía del celular mientras Elena juega.
Pero insisto en que seguro hay variables con las que no cuento porque no las conozco. Me imagino tener que consensuar todas las decisiones acerca de mi hija con otra persona y me vuelvo loca. O peor: hacerle frente a los conflictos propios de una pareja agravados por la presencia de un hijo. La maternidad no se vincula con el estado civil en mi caso: cuando puedo salir sola sigo siendo soltera y esa libertad no la cambio por nada.
Quizás en un contexto como el actual de pleno feminismo este relato resulte demodé. No pretendo hacer de mi vida una épica de la maternidad y menos en este momento de la historia de las mujeres. Peggy Olson, de Mad Men, en los años sesenta habría sido una verdadera revolucionaria y heroína si se hubiera bancado tener al hijo y, a la vez, se hubiera destacado en el mundo de la publicidad. Hoy la multiplicidad de familias nos convierte a todas en tan singulares que poco puede generalizarse, nadie se espanta con una jefa de familia aunque en estos primeros años de jardín no me haya cruzado con una mamá en la misma situación que la mía, es más, de hecho, ni siquiera logré encontrar alguna ya separada.
Inés Rodríguez