Evocaciones de una rebelión olvidada en tierras santafecinas
En una fría madrugada de abril de 1897 -la fecha exacta permanece en la bruma de la historia-, cuando acababa de terminar la Pascua, mi tatarabuelo, el rabino Mordejai Reuben Hacohen Sinay, dejó la colonia de Moisés Ville para iniciar una misión larga y peligrosa. Junto a dos compañeros (Nute Gruer y Abraham Braunstein), con una carta firmada por varios colonos que certificaba la tarea, viajó primero hacia Buenos Aires y, desde ahí, hacia París. El objetivo: llegar a las oficinas centrales de la Jewish Colonization Association y entrevistarse con el director, Sigmund Sonnenfeld, para pedirle que el administrador de Moisés Ville fuera desplazado de su cargo. Los cultivos no rendían y los colonos no podían pagar las cuotas por la tierra, pero la administración no les daba respiro. Luego de la muerte del barón de Hirsch -el filántropo alemán que utilizó su incalculable fortuna para dirigir a miles de judíos rusos oprimidos por el zar hacia tierras americanas-, una silenciosa rebelión había crecido hasta cobrar forma.
Mi tatarabuelo, que había nacido en el pueblo de Augustów en 1850, había llegado a Moisés Ville en 1894 de la mano del barón para fundar una escuela e iniciar la vida cultural del sitio. Moisés Ville había sido fundada en 1889 por unos 800 inmigrantes "náufragos" del sistema de colonias que terminaron en esas tierras santafecinas sin proponérselo -sí: ésa es otra historia-, y los primeros años de vida de este pueblo mágico fueron como una odisea en la que se entremezclaban las pampas, los gringos, los gauchos y el sueño por un suelo nuevo, un suelo americano, fértil y libre llamado Argentina.
Con el correr del siglo, mi familia se fue despojando de la religiosidad a través de las generaciones: tataranieto de un rabino, yo mismo no sé demasiado sobre las celebraciones judías y su liturgia. Hoy, mientras estoy de viaje en otras tierras americanas, mi abuela Mañe, una mujer de 94 años que nos mira con la placidez de sus ojos ya grises, preside la celebración de la Pascua, y mi papá y mi tío, con sus esposas, la acompañan alrededor de -imagino- varios platos de comida. Es un rito sencillo: la reunión vale por sí misma.
Conocí Moisés Ville hace unos años, cuando encontré un artículo escrito por mi bisabuelo -el hijo del rabino: periodista- sobre 22 homicidios ocurridos en la colonia. Retomé la pista y los investigué largamente; luego escribí un libro, Los crímenes de Moisés Ville: Una historia de gauchos y judíos. La Moisés Ville en la que yo caminé no tiene nada que ver con la de la rebelión ni la de los asesinatos: está poblada por gente entrañable, que vive en paz y que honra su historia. Celebra, en octubre, la Fiesta Provincial de la Integración Cultural, con la que evoca la amistad entre paisanos y gringos, y no pierde oportunidad para contar cómo fue que un pueblito en el medio de la pampa se convirtió en la puerta de entrada al país para miles.
En esta Moisés Ville ya se olvidó que allá en París, en 1897, mi tatarabuelo y sus compañeros no lograron nada. "Cuando uno va a pedir algo, se arriesga a que le digan que no", les dijo el director de la Association. Y tuvieron que volver con las manos vacías, sin imaginar que algún tiempo después la policía de San Cristóbal llegaría a la colonia para arrestar a otros colonos y derrotar a la rebelión. Gruer fue echado de su chacra y se exilió en Hersilia. Braunstein, según crónicas de la época, debió cargar con un revólver por su seguridad personal. Y el rabino deambuló predicando contra la administración por otras colonias hasta que se asentó en Buenos Aires, donde murió en 1918. Su hijo, de 20 años, fundó aquí un diario escrito en ídish, Der Viderkol. Fue en 1898. El primer número salió en Pascua.
Autor de Los crímenes de Moisés Ville
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