Los recuerdos extraordinarios deben aferrarse con más fuerza a la memoria. Los otros, los ordinarios, seguro no encuentran razón que valga el esfuerzo. Pero lo distinto se queda. Se pega. Kazunori Kosaka lo sabe. Puede relatar con la precisión de un cartógrafo las rutas que recorrió a los 6 años, cuando sus padres se convencieron de que era tiempo de abandonar su Japón natal.
Kosaka es el presidente del Jardín Japonés, una inmensa esquina porteña que parece una de las islas de su país traída especialmente a la Argentina, a Buenos Aires, al barrio de Palermo . Es un día de verano y el sol ayuda al calor. Se siente bien. El aire es cordial y atento. Las historias del lugar, con las que LA NACION entrará en contacto durante la recorrida, acompañan.
El nómade
En 1955, Japón estaba desgarbado. La gente tenía hambre, los muertos no dejaban de doler y la esperanza molida diez años antes por dos bombas atómicas no encontraba por qué regresar. La Segunda Guerra Mundial había pasado y el padre de Kosaka, un soldado enviado a Manchuria para proteger el imperio, no quería seguir allí. Entonces él, su esposa y sus tres hijos se subieron a un barco y viajaron por más de dos meses hasta América.
A mediados de diciembre pisaron Buenos Aires para partir a Entre Ríos e ir en tren a Posadas y en camión a Oberá. “Allí conocimos la Navidad y comimos asado por primera vez”, cuenta Kosaka a esta cronista mientras toma té verde en una taza sin asa, sentado en una de las mesas del tradicional restaurante del jardín. Tiene la mirada paciente pero firme, el rostro asiático a lunares y la espalda recta por la confianza.
Es un martes de enero y el bullicio de los comensales no lo amedrenta: Kosaka habla bajo y despacio porque, ante todo, es japonés. “El país es tan chico y tiene tantos habitantes que entiende que el prójimo es muy importante. Así nos criaron”, dice en un tono apacible y vuelve al relato de su vida, como si al hacerlo abriera un libro.
“Antes de Año Nuevo nos mandaron a la selva para cultivar té”, recuerda el presidente, quien agrega que fue en Aristóbulo del Valle donde cursó primero inferior. Luego vendrían sucesivas mudanzas, escuelas y grupos de amigos.
Con su trabajo fue mucho más constante. Heredó el interés por las comunicaciones de su padre, que era telegrafista del Ejército, y estudió para seguir sus pasos. Trabajó en la Fuerza Aérea, hizo cursos en empresas estadounidenses y hasta le ofrecieron un puesto en el extinto aeropuerto de Don Torcuato. Era 1966.
A los 20 años, un hecho cambió su rumbo: el gobierno argentino necesitaba un sistema secreto porque las relaciones con Chile habían llegado a un nivel de tensión tal que se temía iba a desatarse una guerra y como Kosaka ya se había hecho un nombre lo convocaron para que lo creara. No tenía las herramientas, pero conocía a una firma japonesa que sí; llamó, pidió ayuda para el país y consiguió trabajo para él.
Así ingresó a la empresa Nec y se quedó hasta 2008. Empezó como empleado y finalizó al mando: en sus principios eran unos pocos y cuando se fue, 1500 personas. Con 59 años, Kosaka fundó una empresa para exportar productos argentinos a Japón y siempre, desde que llegó, estuvo en contacto con la comunidad, que en la actualidad es de 65 mil personas según datos de la embajada. Allí conoció a su esposa.
Al Jardín Japonés llegó en 2000, cuando atendió una llamada telefónica que le anunciaba que había sido elegido presidente. Pero estaba conectado desde antes, desde que de la embajada le pidieron ayuda para no perder el terreno y tuvo la idea de crear una fundación.
Hoy, ese es su trabajo: dejó el mando de su empresa a sus yernos y está pendiente de todo lo que pasa en el jardín, ubicado en Casares y Libertador, el más grande fuera de Japón, que busca acercar la cultura japonesa a los distintos puntos del país a través de eventos, convenciones, exposiciones, seminarios y shows.
Kosaka venera todo lo que le dio su país pero está convencido de que la Argentina es un mejor lugar para vivir. Y pese a que hace ya varias décadas que está aquí, confiesa: “Yo para los argentinos soy japonés y para los japoneses, argentino”.
El famoso
Entender lo que dice Minoru Tajima no es fácil. Hace muchos años que vive en el país y, sin embargo, habla sin artículos y no conjuga verbos. Cuando dice, dice en infinitivo, como aquellos dibujos animados antiguos que imitaban a algún cacique de tribu: “Yo comer torta, yo jugar mucho”. No le molesta. Lo sabe y lo asume.
Llegó al jardín hace menos de diez años por un problema puntual: la nueva administración había adquirido materiales de Japón para renovar el restaurante y ninguno de los empleados entendía cómo armar la nueva construcción. Necesitaban a alguien como él.
En Argentina está desde 1965, cuando se tomó un barco a los 20 años cargado con algo de ropa, las ganas de dejar la guerra atrás y un puñado de sueños que traía embalados entre pantalones y calzado. Quería ser ganadero, un gran ganadero, un ganadero acaudalado. En su ciudad natal Tajima tenía diez vacas y Sudamérica era la tierra ideal para agrandarse.
Pero debía comenzar desde abajo. Tras 65 días en el mar, pisó tierra y comenzó a trabajar como peón en un vivero de General Pacheco, donde cultivaba rosas, claveles, crisantemos. Y como una cosa llevó a la otra, a los cuatro años, en los comienzos de la década del 70, se puso a criar chanchos en Escobar. Llegó a tener 300 pero, según cuenta, el sindicalismo lo destruyó.
Casado y con hijos, sintió el peso de la responsabilidad y la urgencia: vendió todo y tuvo que reinventarse. En ese proceso, un llamado de la embajada lo descolocó y fue el puntapié de su transformación: necesitaban un japonés para actuar en la televisión. Así Tajima se convirtió en “el chino” de Todo por 2 pesos, Culpables, Ay, Juancito, Casados con hijos, AM y muchos programas más. Se codeó con el jet set del momento y hasta fue a sus casas.
El último coletazo de este giro personal -según relata a LA NACION- lo alejó de la pantalla y la fama, y lo conectó con otro ámbito: la carpintería. Tenía algo de experiencia por trabajos anteriores en Japón e incluso en la Argentina, cuando el boom de los jardines de invierno colmó la ciudad.
Hoy Tajima es una de las piezas claves del predio en Palermo. Se encarga de cuidar las plantas, proteger las flores, armar las construcciones típicas de madera roja que se destacan en los pasillos verdes y de mantener la cultura viva. Si un empleado nuevo ingresa, es Tajima quien le explica cómo son los japoneses, de qué forma debe comportarse y cuáles son las cosas que nunca debe hacer.
“Enseño que hay que respetar a la gente, a las visitas, no cobrar de más, inclinarse al saludar, caminar a la par y no delante. Enseño una forma de ser. Japonismo ”.
La sobreviviente
La voz de Karina suena tan clara, tan argentina, que confunde. Su cuerpo también: es alta, tiene porte, curvas. Parecen ser apenas sus ojos rasgados y ese pelo color Japón las marcas de su historia. Nació en el país pero sus padres son japoneses, de Okinawa, la isla sureña que la marcó desde pequeña.
Por eso a los 20 quiso conocer la tierra de sus padres y abandonó la carrera de Farmacia para vivir una aventura junto a su hermana: el plan, pasar siete meses en el país asiático y probar cosas nuevas. La realidad: se quedó 13 años en la prefectura de Kanagawa.
No fue fácil. Extrañaban. Pero entre el grupo de amigos recientes había un hombre, un hombre que la tenía enamorada, que la volvió fuerte, perseverante, que le dio un motivo: conquistarlo. Su hermana regresó a la Argentina a los tres años pero ella se quedó. Cuatro años más tarde lo consiguió y en 2007 se casó. Tres años después fue mamá de mellizos y su vida cambió de nuevo. Dejó su trabajo en la industria de autopartes, su departamento de un ambiente y se instaló en una casa mucho más grande. Estaba contenta. No sospechaba que apenas días despues, el 11 de marzo de 2010 a las 2.46 de la tarde, un terremoto de 9 grados en la escala de Richter mecería con brutalidad a Japón.
“Los melli estaban durmiendo en la cuna y cuando se empezó a mover todo mientras sonaban las sirenas. Los agarré como pude, no sé de dónde saque la fuerza, y salí. Quise cruzar al descampado de enfrente pero no pude. Me tiré en medio de la calle y cubrí a mis bebes mientras veía que los postes de luz y os edificios se movían”, dice Karina, subgerenta de Cultura del reducto más nipón de Palermo. Tiene los ojos llorosos. Las palabras le reviven la angustia.
El piso se calmó pero el drama recién empezaba. Ella no sabía cómo estaba su marido, los teléfonos no funcionaban, la televisión hablaba de réplicas y la radio del peligro en el reactor nuclear de Fukushima. Karina imaginaba lo peor. Al día siguiente, su esposo por fin dio señales de vida. A casa llegó tres días más tarde y se encontró a una mujer decidida: era tiempo de irse.
La embajada argentina ofrecía ayuda a quienes quisieran regresar al país y no dudó. Juntó lo poco que pudo en dos valijas de 23 kilos y, tras regalar televisores, hornos y camas en perfecto estado, emprendió la vuelta a casa.
Su marido no estaba convencido pero no le importó. Desde el primer beso se habían prometido que donde iba uno, iban los dos. Llegaron a Argentina el 24 de marzo, con el ruido de las sirenas impregnado en el cuerpo. Y dieron vuelta la historia. Se fueron a buscar un mejor futuro y volvieron porque al final estaba acá.
Más notas de Buenos Aires
Más leídas de Sociedad
Historia. ¿Cómo se creó la Constitución argentina?
Media masa al molde. En 1934 era solo un cuarto pequeño y angosto con un horno: hoy hay fila todas las noches
“¿Vos sos piola? Yo soy peor que vos”. El violento trato de un docente con sus alumnos que quedó registrado en un video
¿Por qué las eligen? Secretos de las dos provincias frías y alejadas, pero que tienen el récord de migrantes internos