La aventura más grande de la historia
Los seres terrestres se percataron de la existencia de la Luna por primera vez hace unos 300 millones de años. De noche, su luz era la única guía que tenían, hasta que aparecieron los humanos y descubrieron el fuego, y luego la pintura, la música y la poesía. A lo largo de los siglos, los griegos de la antigüedad, Shakespeare, Beethoven, Van Gogh, García Lorca y otros genios vieron una fuente de inspiración en la gran esfera blanca, siempre misteriosa e inalcanzable. Hasta que un ser humano pisó su superficie. Y lo vimos y lo oímos, los que tuvimos la suerte de estar vivos, en directo por televisión. Fue como si hubiéramos seguido en nuestras pantallas la llegada a América de Cristóbal Colón, sólo que esta aventura fue infinitamente más osada y peligrosa.
Fue la ciencia al servicio del arte. Los hombres fríos, matemáticos de la NASA -ninguno más frío que el comandante de la misión, Neil Armstrong-, crearon un reality show cuyo dramatismo jamás ha sido superado por la ficción.
El despegue del cohete Saturno V, de la altura de un edificio de 35 pisos y con un consumo de 3785 litros de combustible por segundo, tuvo su punto de emoción, como lo tuvo la partida de Colón y sus tres carabelas del Puerto de Palos. Sólo que en este caso la comitiva que se despidió de los tres astronautas a bordo -Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins- consistió en 500 millones de personas de todas las razas y todos los continentes; entre ellos, el novelista de ciencia-ficción Arthur C. Clarke. que dijo: "Lloré por primera vez en 20 años y recé por primera vez en 40".
Muchos más llantos y rezos se oyeron cuatro días después cuando el módulo lunar, el Eagle, un aparato de aspecto absurdamente frágil, como si se hubiera armado con piezas de mecano y papel de aluminio para una película en blanco y negro de los años treinta, comenzó el descenso a la Luna. Aldrin y Armstrong, el piloto del Eagle, hablaban continuamente con Mission Control en Houston. Como si de un Gran Hermano se tratase, con los participantes a 384.000 kilómetros de distancia, oíamos todo lo que se decían y pensábamos: ¿qué pasa si la superficie de la Luna consiste en polvo movedizo y se hunde el aparato, y mueren ahogados los astronautas? O nos preguntábamos los más pequeños, o los más ignorantes: ¿y si resulta que hay habitantes en la Luna? ¿Habitantes hostiles? O una posibilidad más realista: si el Eagle aterriza mal, por ejemplo, sobre un lugar inclinado, y vuelca, ¿cómo podrán despegar? ¿Presenciaremos el espectáculo de la muerte lenta de dos seres humanos en la Luna?
Armstrong bajó primero por la escalerita de la nave sin que la arena blanca lo tragara; dijo su frase inmortal, aquella que sus guionistas le habían preparado sobre un paso pequeño para un hombre y un gran salto para la humanidad; pasados 19 minutos, emergió Aldrin y, como en toda buena película cuando el bien vence al mal, la tensión dio paso al alivio; la tragedia, a la comedia.
Los tres aventureros espaciales volvieron a la Tierra y fueron recibidos como héroes. Y entonces Armstrong, convertido en famoso en la Luna, casi desapareció de la faz de la tierra. Se volvió un recluso, negándose a dar entrevistas a los medios. Pero sí dejó caer un par de frases dignas de un hombre que tuvo la sabiduría de reconocer que la celebridad podría ser dañina para su salud mental. Cuando le preguntaron un día por qué no quería aceptar la gloria que el mundo le quería otorgar, respondió: "Porque, sencillamente, no me la merezco".
Su otra frase célebre tras regresar del espacio fue a propósito de una observación que él mismo había hecho. Dijo que cuando estaba en la Luna se dio cuenta de repente que podía tapar el planeta Tierra con el pulgar de la mano. "¿Eso hizo que se sintiera muy grande?", le preguntaron. "No -respondió- hizo que me sintiera muy, muy pequeño."
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