La eterna lucha de Macri contra los prejuicios y la subestimación
Mauricio Macri dice que pasó gran parte de su vida luchando contra los prejuicios que los demás tenían sobre él. Ahora, sobre la mitad de su primer mandato como Presidente, todo parece indicar que tendrá que seguir peleando contra “ese fantasma”, por lo menos, hasta que le entregue la banda a su sucesor o sucesora.
Cuando está muy relajado y tiene ganas de hablar o cuando mira para atrás y piensa hasta donde llegó, Macri suele confesar que “siempre lo subestimaron”. No es difícil hacerse una composición de tiempo y de lugar. No es imposible imaginar el contexto y las circunstancias.
La pesada, potente y enorme sombra de su padre Franco pudo haber sido su primer gran escollo. Su apellido italiano de nuevo rico en un colegio irlandés tampoco le debería haber jugado a favor. La manera en que Franco lo incorporó al Grupo Socma, la forma en que lo maltrató frente a otros ejecutivos y lo desautorizó una y mil veces también lo podría haber desanimado de manera definitiva. Sin embargo, según quienes lo conocen bien, lo usó como argumento para irse bien lejos de todo aquello y aterrizar en uno de los dos clubes más populares de la Argentina, donde, ni bien cruzó la puerta, también fue subestimado y descalificado. Se entiende: en un ambiente en el que hablar “con la papa en la boca” equivale a transformarse en sapo de otro pozo, ser aceptado, querido y respetado, habría resultado prima facie, algo bastante extraño. Pero en Boca, sostienen los hombres del Presidente, hizo su más difícil y desafiante cursus honorum. Allí se acostumbró, en forma temprana, a ser maltratado y descalificado por buena parte de la prensa deportiva. Allí lidió con estrellas rutilantes y egos enormes como los de Diego Maradona, Carlos Bianchi y Juan Román Riquelme.
En Boca, sostienen, aprendió a maximizar de manera exponencial sus cálculos de ingeniero. Salvo el hecho de que una pelota pegue en el palo y entre o salga desviada, lo determinante para ser considerado el peor o el mejor, parece que Macri tuvo que esforzarse en controlar todas las demás variables ajenas a la suerte. Es decir: elegir el mejor director técnico, consensuar con él el mejor jugador para cada puesto, armar un presupuesto acorde sin fundir al club y, por supuesto, presentar cada logro como si fuera único y esconder a los fracasos y los problemas con un grito de gol o una compra muy ruidosa. Quienes lo idolatran mencionan que fue el Presidente de Boca más ganador, con 17 títulos, 11 de ellos internacionales. Pero sus adversarios sostienen que no dejó al club tan saneado y prolijo y que además, no combatió a la barra brava.
¿Fue su secuestro y posterior liberación, durante 1991, lo que le cambió definitivamente la cabeza? ¿Fue todo eso pero también Juliana Awada, su actual esposa, la que le modificó el humor y le dio mayor templanza? Macri piensa que “ciertamente” algo maduró, pero de tanto en tanto se “le suelta el indio”. Es cuando empieza a despotricar contra quienes, según él, como mínimo, le bajan el precio a sus acciones y, como máximo, lo estigmatizan. Por supuesto: entiende que será muy difícil, cuando no imposible, evitar que un 25 por ciento de los argentinos lo siga viendo como un Presidente que es un hombre muy rico sin sensibilidad social, un empresario que tomó el poder para seguir haciendo más y mejores negocios con sus amigos, un sujeto frívolo y superficial, y alguien que extraña la dictadura y promueve el gatillo fácil.
Mientras se prepara para llegar a los 60 años, al jefe de Estado le cuesta comprender por qué -después de lo que hizo en Boca y lo que sostiene que logró en el gobierno de la Ciudad- todavía el círculo rojo y más de la mitad de los argentinos no termina de confiar en que “sacará la Argentina adelante”. No termina de asimilar la enorme diferencia de percepción de los principales líderes del mundo sobre lo que hizo desde que asumió en diciembre de 2015 y la expectativa y la aceptación del “establishment nacional”. Bill Clinton le diría “es la economía, estúpido”. Y sus amigos más reflexivos agregarían que en la Argentina, para ser un presidente exitoso con un gobierno bien considerado, no basta con crecer todos los años un poquito y bajar la inflación de manera gradual. Se necesita no agitar el fantasma del dólar, el consumo en continuo ascenso y al mismo tiempo bajar la pobreza; aumentar el trabajo formal y terminar con la inseguridad. Macri está en el exacto momento en que un alto porcentaje de la opinión pública duda de que pueda lograrlo tal y cómo lo prometió en las campañas.
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