“Nos cambió la vida”: el pueblo bonaerense que vive una revolución gracias a un hongo simbionte que crece bajo tierra
Espartillar es uno de los pilares de la industria de la trufa; su economía y su cultura gira alrededor del sector
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ESPARTILLAR.– “La trufa le cambió la vida al pueblo”, afirma Faustino Terradas, gerente de ventas de Trufas del Nuevo Mundo, la empresa pionera de este hongo que es conocido en el mundo como “el diamante negro” de la gastronomía. En esta localidad del partido de Saavedra tiene el mayor campo productivo de la Argentina y fue un pilar en la organización de la primera fiesta dedicada a este producto en el país que se hizo el sábado y el domingo pasados. Allí estuvieron chefs como Dolli Irigoyen y Christophe Krywonis. El pueblo, de 800 habitantes, que está a poco más de 500 kilómetros de la Capital, recibió a más de 5000 personas.
El kilo de este hongo simbionte, que crece bajo tierra, tiene un costo de US$2000, pero la trufa blanca del Piamonte italiano llega a cotizar a 6000 euros el kilo. Durante la fiesta Trufar, se vendió a precios muy “populares”: el gramo de calidad “primera” se ofreció a $208 y el de “segunda”, a $107. Con 25 gramos ya se puede hacer un buen plato para toda la familia. Así, en 48 horas se vendieron tres kilos. Aunque también los productores del distrito y de la región, incluyeron trufas en sus productos, como un plato de varenikes trufados ($600) o un cuarto de queso cuartirolo con ralladura de trufas ($1000).
“Todo el pueblo se unió por la trufa. Nos cambió la historia”, afirma Liliana Olleta, propietaria del único hotel del pueblo (“Peumayén”), que abrió sus puertas en 2011, el mismo año en el que la trufera comenzó a plantar 10.000 robles y 10.000 encinas. “Desde que comenzó a cosecharse trufas, tenemos trabajo”, analiza. Fue la primera que ofreció en el restaurante del hotel un plato con este hongo. Con los años, el trufiturismo tomó como sede el hotel, y al propio pueblo. “Se sorprenden que en una localidad tan chica haya trufas tan accesibles”, señala Olleta. “Nunca pensé que iba a cocinar mis varenikes con trufas”, confiesa Hilda Rausch, pionera en el pueblo en hacer pastas con el “diamante negro”.
“Me gustó la fiesta, porque no fue politizada, no hubo sponsors, fue una fiesta del pueblo, de la familia”, afirma la chef Dolli Irigoyen, incansable viajera y especialista en aromas regionales. Realizó una clase magistral con platos trufados. “En todo el mundo es muy cara y es fantástico que los truferos la ofrezcan a un precio popular”, sostiene. Observadora, apunta a la paciencia del productor. “El trufero tiene tres meses al año de cosecha y el resto es esperar e ilusionarse, es algo poco común en nuestro país”, confiesa.
“La fiesta democratizó la trufa para todo un pueblo”, enfatiza Krywonis. “Fue una construcción humana muy fuerte”, cuenta al referirse a la esencia comunitaria de Trufar. “Existe mucha riqueza culinaria en estas regiones de la provincia de Buenos Aires”, añade. Sus lazos con las raíces francesas de Pigüé, una localidad a poco más de 25 kilómetros, provocaron el inevitable nacimiento de la emoción. “El aroma de la trufa bonaerense me hizo recordar mucho a Francia, y acá se la consume de una manera única, no sucede en otro lugar”, concluye.
La extracción
¿Qué es la trufa? Es un hongo comestible que crece en las raíces de determinadas árboles, como las encinas y los robles de Espartillar. Las bellotas (semillas de ambos) son primero inoculadas con esporas del hongo tuber malanosporum, una vez que germinan, se plantan y recién al cuarto año, ya en el campo, es posible que se formen las denominadas trufas. El hongo capta los minerales y el agua de la tierra y se los pasa a la planta, que a su vez le devuelve nutrientes. Ambos se fortalecen. Hay que esperar diez años para poder cosechar una trufa con buen peso y valores aromáticos aceptables para el consumo.
La trufa, siempre bajo tierra, germina en noviembre, se desarrolla en el verano y alcanza su plenitud con la llegada del frío, a fines de mayo y principios de septiembre es la cosecha. El olfato humano no es capaz de sentirla. En la antigüedad se usaban cerdos, una vez que las percibían, escarbaban la tierra, pero luego se las comían. En la actualidad, se usan perros entrenados, que las marcan, escarban y luego se hace un proceso de extracción casi quirúrgica con una pala trufera.
Un perro trufero puede costar entre 1000 y 4000 euros. Cazar trufas, así se llama a la acción de cosecharlas. Y trufiturismo, a la actividad relacionada con participar de esta cacería junto a los perros.
“Pensar que somos la capital de la trufa, un elemento tan caro en todo el mundo y que acá lo tenemos tan a mano, nos llena de orgullo”, dice Javier Ruppel, presidente del Club Sportivo Belgrano. La institución, que pronto cumplirá 100 años, prestó sus instalaciones para recibir a los emprendedores que llevaron sus productos. “Nos unimos todos, trabajamos todos por este sueño”, confiesa. Una larga columna de humo emergía del patio del establecimiento: la carne asada, infaltable en el ámbito rural, también acompañó, como un estandarte, a la trufa. “Apostamos a la familia, a fortalecer vínculos, a la unión comunal”, afirma Agustín Camandona, secretario de Cultura de Saavedra.
Estrella
“Esperamos la temporada de trufas, porque nos permite lucirnos”, afirma Micaela Bruno, a cargo del food truck de su restaurante Juliette, que está en el centro de Pigüé. Desde las primeras cosechas, recibió trufas y las usa en su menú, y así se convirtió en referente a nivel provincial. Para la fiesta, eligió ofrecer un estofado de pollo, hummus y huevos poché en pan brioche, y una opción dulce: macarrones. Todos trufados. Vendieron todo. “Ni siquiera en Buenos Aires existe la posibilidad de tener acceso a las trufas”, reconoce.
“Es una experiencia sublime”, sugiere la sommelier Ayelén Monti. En Pigüé, como es un territorio apto para la vid, hay bodegas. “La trufa tiene 50 componentes aromáticos, algunos en común con el vino, el maridaje es perfecto”, afirma. Cabernet Sauvignon, Merlot y Sauvignon Blanc son los vinos ideales para disfrutar un plato trufado.
Liliana Oustry, propietaria de El Balcón del Arroyo, el tambo que trazó un puente emocional entre el clásico queso cuartirolo y la trufa. Vendieron 200 piezas de cuarto kilo, se quedaron sin stock. “Mucha gente quiere conocer el aroma y el cuartirolo se adapta muy bien”, sostiene. La fórmula que encontraron es hacerlo con limadura de trufa.
El mercado
Los 13 empleados que trabajan en Trufas del Nuevo Mundo son del pueblo. En plena cosecha, en 2021 obtuvieron 219 kilos y este año esperan llegar a los 450. En 2021 exportaron 70 kilos a Estados Unidos, Francia y España.
“Ahora somos conocidos en el mundo, y los alumnos lo saben y se sienten orgullosos”, afirma Araceli Fogel, directora de la escuela de Espartillar. Desde 2017, la trufera creó un puente educativo con la institución. “Un padre de un alumno comenzó a trabajar allí, y eso nos acercó más”, sostiene. Los alumnos son invitados al campo para conocer de cerca la producción. “La población se involucró en la actividad trufera, podemos ver los perros cuando entrenan en la plaza del pueblo y los chicos saben que no tienen que molestarlos”, enfatiza la docente.
Entre las actividades que se realizaron en la fiesta se hizo un cacería de trufas. Alrededor de 300 personas participaron en grupos de entre 25 y 30. “La reacción de la gente es increíble”, cuenta Tomás de Hagen, ingeniero forestal a cargo de la trufera y de coordinar la cosecha anual. Cuando aparecen los perros en escena, las miradas van hacia ellos. Cada uno recorre los árboles y cuando siente el olor a la trufa comienzan a escarbar la tierra.
“Vendrá detrás de lo gastronómico, una gran movida cultural”, dice Gustavo Notararigo, intendente de Saavedra. “Esta fiesta es un encuentro de sabores, pero también de historias. La trufa ya forma parte de nuestra identidad”, comenta. Y agrega: “La trufa nos hace conocer como territorio. Hoy ha nacido un nuevo destino turístico”.
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