Villa Club y su Hipódromo de Trote permiten redescubrir y valorar a un animal que es mucho más que su condición de servidumbre
“El olvidado viene; es el apaleado, el que acarreó la leña de los montes, las piedras crueles, de cancera y costa, él”, le cantó a este maravilloso ser de la naturaleza el poeta chileno Pablo Neruda. Estamos frente al caballo de trote, animal noble y benéfico para el ser humano (se verá después), que en el conurbano tiene su santuario implícito, un lugar verde, bucólico; un islote de campo, un terruño de 60 manzanas que se llama “Villa Club”, en el partido de Hurlingham.
El caballo es el núcleo, la razón de ser del Hipódromo de Trote del partido más pequeño, acá donde la abundancia de predios grandes, horizonte plano de clubes de trote, polo y golf configura una concentración que nadie sabe justificar: ¿por qué se dio justo acá, tanto club, como para pesar en la identidad que le da nombre al predio? Nos dan una cálida bienvenida y el recorrido comienza sin más.
Las franjas de la provincia contiguas a la Capital, a lo largo de las entregas de Secretos del conurbano, nos presentan espíritus nobles que entregan su tiempo desinteresadamente para que los suscriptores de LA NACION puedan saber algo más sobre estas planicies que, en este caso, se destacan por su flora y su fauna. El nombre esta vez es: Rodolfo José Ponce –artesano creador de mates de calabaza con motivos precolombinos–, quien se ofrece como voluntario para conducirnos, y habla de añoranzas, de la antigua calle Santa Ana –donde ahora estamos–, y del sino de su infancia: ir a cuidar autos al Hipódromo de Trote.
Los domingos –de 11 a 18 aproximadamente– se ve correr a esas deidades paganas con un sulki bien amarrado, que arrastran con sorprendente velocidad y resistencia; pero ¡cuidado!: solo trotan; acá no hay galope, que de surgir será sancionado.
Rodolfo señala algunos de los más de 3000 mates calabaza que se acumulan en los fondos de su vivienda-taller: cuenta que el mate, en sí, es una semilla –lagenaria vulgaris– que crece como si fuese un zapallo, y que provee desde globos más o menos regulares hasta formas de botella o de cilindro retorcido. “Verán toda gente trabajadora –preanuncia Rodolfo–. Villa Club es un barrio tranquilo, aunque algunos dicen que hoy ya no es tan así. Los fundadores se fueron muriendo. Vino gente nueva”. Tiene comunicación con los viejos vecinos, pero sobre los nuevos es más receloso.
Volver al comienzo
En Villa Club hay un costo de vida más económico que en la Capital: con precios al menos un 20 por ciento más baratos que en CABA. Son 60 manzanas que se destacan por su homogéneo verdor y el rítmico percutir de los cascos de los caballos. Villa club: campo abierto, con alta densidad, además de los ecuestres, del polo y el golf, de sedes sociales y culturales en el centro del barrio –con un metegol, un pool y una cancha de bochas– y antiguas sociedades de fomento que también se sumaron a la vida comunitaria.
Muchos de los vecinos que nos encontramos durante la visita volvieron al terruño después de una ausencia larga, la de la vida misma: al morir mamá y papá, hombres solos regresan al lugar de su infancia. “A mí me gusta acá; acá hay verde”, dice uno de ellos.
A Alejandro Herrera, vecino de Santa Ana al 100, le pasó eso mismo: tiene 54 años; su infancia fue determinada por los potreros. “Esto era un montón de terrenos baldíos donde se podía jugar. Canchitas por todos lados. Hurlingham es conocida por sus árboles ancianos. Acá están: el Club San Jorge y el Hipódromo de Trote, las insignias del barrio. Yo no me imaginaba en otro lado que no fuera este, después de separado. Yo sabía que me iba a separar. Acá vivían mi viejo, mi vieja y mi hermano”, dice.
Hoy no es tiempo de vender su propiedad familiar: viene creciendo el valor del metro cuadrado en la zona. “Es bastante tranquilo; mi casa no tiene rejas” (un valor disputado por el mercado inmobiliario). Se despierta entre las 6.30 y las 8 horas; habla con clientes; una reunión por día.
“De mi generación hay varios: Marcelito, el hijo del cabezón: acá a la vuelta sobre Thevenin. Él vive con el padre; acá es bastante común volver. Villa Club no tiene mucha juventud”.
Al trote con el caballo
A trotar con el corazón batiente aunque hayan pasado 30 o 40 años como jinetes o, como se dice acá, draiver, sin que se horade la pasión con respecto al oficio que les dio una identidad. El hombre afable, que es Omar Centurión, reside en una habitación dentro del Hipódromo de Trote que, con agradecimiento por sus servicios durante tantos años, el club le concedió. Es por una vida dedicada a cuidar a los caballos con apego y sabiendo imponer respeto –se sabrá después–. Un cuidador no es un amigo; es un tutor. Las gracias se las dio la asociación que preside el Hipódromo, y es recompensa merecida por todos esos años de estar 24 por 7 para y por ese caballo de trote que –seguro porque es un ser sensible– alguna vez soñó libre, despojado de la carga de ese sulki y ese jinete que lo azuza con esa especie de varilla para apurarlo, y –a veces en algunos videos- no queda tan claro dónde se termina el trote y dónde empieza el galope.
Y si el público primerizo se impresiona o sufre al ver al caballo, a ese amigo del hombre, bajo esa máscara y objeto de la diversión o las apuestas del hombre –cuando el poeta lo quería libre, salvaje–, Centurión deja en claro que siempre hay cosas peores: trote es deporte; turf, ¡no! “El trote no está insertado dentro del Turf –con énfasis–; el de trote es un caballo fuerte; yo cuidé durante 36 años a los caballos del trote; fui un cuidador de prestigio; tuve un gran maestro: el entrerriano Remigio Martínez, con quien me inicié como peón a los 14″.
Acaba de cumplir los 76. A los 20, corrió su primera carrera, y entró segundo por todavía no haber sabido imponer lo que denomina “mi rigor”; luego se sabrá a qué apunta: “El caballo tiene que trotar, no galopar” Galopar es sinónimo de sanción.
Centurión dice: “Acá vienen familias”. Este no es como el Hipódromo de Palermo, desde el siglo XIX, el universo del desborde masculino, del chupi, el pucho, el vicio, el juego, la perdición, la pelea. “El turf no es un deporte”, dice Centurión.
“Ahí hay mucha plata de por medio. Son premios multimillonarios: 30 millones de pesos para un Pellegrini, un Nacional. Acá: 500 o 600.000 pesos para un campeonato. Y hay que ganarlo aparte: juegan los mejores potrillos del año. El trote no es redituable; hay que poner plata todo el tiempo”.
Pero tienen “la suerte” de tener a Zafiro, que fulgura la pista dejando una ráfaga azul, “el mejor caballo de primera categoría del país. Estuvo en descanso 20 días. Ahora lo trajeron, y vuelve a reinsertarse para seguir compitiendo; y tiene nueve años para diez”, lo venera Omar.
“Sepan que el caballo es el animal más fiel”. Lo dice Centurión, que se considera “una persona con amplios conocimientos en esto; me hice dentro de este Hipódromo”. Son cinco sus cualidades ancestrales (ya lo dijo Genghis Kan): la belleza, el tamaño, el vigor, la rapidez y la manejabilidad. Alejandro Magno ya había elogiado su sensibilidad tan fina y su visión periférica y nocturna. La caballería Napoleónica lo enarboló en un lema: “Noble y valiente”.
En este Hipódromo de Trote, de más de 80 años de influyente vigencia, también se acerca a saludarnos Mirna Lombardo, directora de Equinoterapia, con más de una década consagrada a la terapia asistida con caballos para personas con discapacidad; patologías motoras, autismo, problemas emocionales y sociales. El caballo –asevera- es la llave de la motivación.
“Pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”: ¡sí!; la descripción de Juan Ramón Jiménez les calza perfecto a Martín Manu, Martina, Malú, Maradona y Machi, los seis caballos del bien, ¡tan amados por los niños con autismo y síndrome de Down que los abrazan en terapias que se confunden con la amistad, y el amor siempre sana, reinserta, y hay final feliz para la evolución de este vínculo sin par entre nene o nena y un caballo.
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