En Lomas de Zamora, se ubica la necrópolis Dr. Herzl, levantado en 1912; un espacio sagrado donde se mantienen los ritos funerarios de la colectividad
La recordación, más que un recuerdo, es el talante de la memoria activa. Recordar como un ejercicio perpetuo. En las lápidas del cementerio ashkenazi de Lomas de Zamora el mitzvá es la pulsión de una comunidad que no quiere olvidar a los muertos, que se niega a que el tiempo difumine sus rostros. Familias y amigos ofrecen piedras a las tumbas en vez de flores. El tamaño, color o textura es irrelevante, lo vital es que perduran. El espacio es sobrio, desabrido incluso, y pretende mantener la ley mosaica de que la extravagancia u ostentación son barreras para la elevación de las almas.
El recorrido de la necrópolis centenaria resguarda la historia de los judíos, tanto en el país como en el mundo. Las matzeivá se alzan en el cemento agrietado donde la lluvia forma charcos. Son monumentos, sepulturas, que dan cuentan del arribo de los inmigrantes de Europa oriental al conurbano –en su mayoría rusos y polacos–, de los maestros del yiddish, de la shoá como resistencia al genocidio nazi, de los desaparecidos en la última dictadura militar y las víctimas de los atentados a la embajada de Israel y la AMIA.
“Los judíos tenemos algo muy importante con la recordación, vemos cómo fue nuestra historia para comprender cómo es nuestro presente y qué tenemos que hacer en el futuro. No nos cansamos de contar siempre la misma historia y recordar a los fallecidos de la comunidad y lo que sufrimos. Siempre hay algo nuevo que recordar”, dice Ruth Vainman, presidenta de la kehila Dr. Herzl de Lomas de Zamora.
El rito fúnebre ashkenazi
Al cruzar el portal de ingreso es necesario ponerse un kipá (o yarmulke en yiddish). El cementerio se divide en dos, una parte pequeña, de 1912, y otra construída en 1944. Son distintas estructuras que reflejan ciertos cambios en las costumbres a través de los años, pero que mantienen la esencia en cuanto al rito. La zona de sepelios más antigua está ocupada casi por completo. En el ingreso, junto a una vieja sala de lavado en desuso, se encuentran las sepulturas de los niños, siempre ordenadas en las entradas o en los contornos. Luego a la izquierda están las tumbas de los hombres y a la derecha, las de las mujeres. En el nuevo sector se permite, por un cambio en la doctrina, que un matrimonio comparta la tumba, o hijos con sus padres.
“La estructura edilicia y el diseño en los cementerios judíos no importa. Solo se necesita lo básico, una sala de lavado, un templo y el lugar de entierro. Siguiendo la tradición abrahámica, la parcela se paga una sola vez y no tiene un costo mensual o de mantenimiento. Está prohibido que los restos sean exhumados, una vez en tierra quedan a perpetuidad. La única excepción es en el caso de un judío enterrado en una necrópolis no judía para poder ser trasladado a uno de nuestra religión”, relata Vainman.
La sala de lavado, ubicada en el espacio más nuevo, parece un cuarto de morgue con una mesa elevada con una rejilla donde se posiciona el cuerpo. “Durante la purificación, se lo trata en una ceremonia especial y se lo envuelve con una mortaja. Luego se lo lleva al templo donde rezan la familia y amigos”, sostiene Vainman.
La persona que hace la ceremonia no necesariamente tiene que ser un rabino, basta con que pueda recitar los salmos y las oraciones fúnebres. El templo está pintado de blanco y la única ornamentación es un diseño de madera que emula la menorá, el candelabro de siete brazos. En las paredes están inscriptas en hebreo la kel maleh rachamim, la oración de misericordia de los difuntos y la yizkor que significa recuerdo.
“Son oraciones de recordación del alma de la persona para que se eleve”, agrega. El ataúd se lleva después cubierto de un manto negro al sitio de entierro. Al mes del fallecimiento se hace la base de la matzeivá, el monumento o lápida que irá por encima. Para que el rezo se considere válido, aquella ceremonia tiene que contar con la presencia de diez judíos adultos ante lo que dicta la Torá, es decir que hayan hecho su bar mitzvá (hombres) o el bat mitzvá (mujeres). Una vez transcurrido un año se levanta finalmente la lápida en una nueva ceremonia.
Patrimonio a proteger
Al recorrer el lugar, se puede notar cómo en el diseño de lápidas viejas se usaba el mármol tallado, estructuras más grandes, como sarcófagos en la altura, y mucho texto en los epitafios que contrasta con la sencillez de las más nuevas. Es responsabilidad de la familia de cada difunto preservar en buen estado la matzeivá, mientras que el personal se encarga de remover la maleza que se hace lugar entre las piezas de mármol y el cemento de los corredores. En el último año el cementerio fue intrusado, se vandalizaron tumbas y fueron saqueados los bronces de las placas.
“Es importante proteger, rescatar y difundir el valor de estos sitios patrimoniales como espacios de memoria de la comunidad de Lomas de Zamora, caracterizada por su diversidad cultural y religiosa”, señala Bruno Cariglino, arquitecto especialista en gestión del patrimonio cultural que concientiza sobre la importancia de proteger el espacio en Instagram en @brunocariglino.arq.
Y agrega: “La arquitectura es muy austera, el pórtico de acceso al cementerio viejo es de estilo neoclásico. El predio se cierra a la calle mediante un antiguo muro de ladrillo sin revocar y las sepulturas más antiguas repiten algunas formas de la construcción clásica, como columnas, pórticos y obeliscos, pero incorporan elementos propios de la arquitectura de Rusia y Europa del Este, de donde provenían la mayoría de los inmigrantes de esta comunidad”.
Cariglino es miembro del Icomos, una organización ligada a la Unesco y, junto con Mónica Szurmuk, investigadora del Conicet, desarrolló el proyecto “Cartografías Íntimas en Comunidad”, de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam) y financiado por la Universidad de Bristol de Reino Unido, que busca proteger el patrimonio local e incluyó entre los lugares de interés al cementerio judío de la comunidad Dr. Herzl. La iniciativa también recorre otros espacios históricos ligados a la memoria en Lomas de Zamora como El Pozo de Banfield, el recordatorio de la masacre de Budge y el Hogar Casa de Belén.
La historia
La mayoría de las lápidas llevan un retrato ovalado de los difuntos. Bajo una de color negro, están los restos de Israel Schuchinsky, el primer moré de yiddish en Lomas de Zamora. El maestro del dialecto ashkenazi llegó de Polonia a principios del siglo XX y murió en 1955. Dos piedras descansan en su tumba. Cuando un familiar visita el cementerio deja una encima y allí queda sin que nadie la toque. Recientemente la comunidad de Lomas de Zamora reunió a la nieta –que nació cuando su abuelo ya había muerto– con una de sus primeras alumnas. A través de ella pudo tener el testimonio en primera persona sobre su carácter riguroso, su vocación para la enseñanza y el amor con el que lo consideraban sus alumnos de yiddish.
Cerca de allí están los restos de Frieda Geffner, que falleció en 2016 a los 104 años y es “recordada por su valor”, como expresa su lápida. “Fue la investigadora social que encontró los documentos que comprobaron que en la década del 30 hubo órdenes del gobierno de facto de José Félix Uriburu, y posteriores, para bloquear el ingreso de los inmigrantes judíos alemanes a la Argentina durante la persecución del nazismo”, dice Alejandro Halpern, vicepresidente de Dr. Herzl. Y agrega “Desclasificó y publicó los archivos que mostraban la denegatoria al ingreso de los judíos y la circular secreta que fue remitida a todos los consulados y embajadas con la orden de evitar el escape desde distintos puntos de Europa. Trabajó mucho para que se conociera la verdad”.
En el centro del predio, como en gran parte de los cementerios judíos, se ubica una estructura de ladrillo, encima de tres escalones, con forma de torre y coronada por una estrella de David. En el interior hay una urna y una lámpara con seis luminarias encendidas. Es el monumento a la shoá, un homenaje a los muertos en el Holocausto. Cada luminaria representa un millón de judíos y el cajón contiene cenizas de víctimas asesinadas en los campos de concentración.
Siguiendo uno de los pasillos está la tumba Mario Geffner, un estudiante y deportista que murió en 1975 a los 23 años. “Lo mató la Triple A”, relata Halpern y sostiene que el grupo parapolicial que operó durante el gobierno de Estela Martínez de Perón simuló un enfrentamiento para fusilarlo. El joven dirigía grupos deportivos de la comunidad en Lomas de Zamora. Su abuelo, Jacobo Zak, que murió un año después, se encargaba de las ceremonias de lavado y purificación en el cementerio y logró que se respete su voluntad de que su tumba se pusiera junto a la de su nieto, representando una anomalía en el predio porque está en la mitad de un pasillo de cemento que dirige a otros sepelios, por lo que el camino quedó obstaculizado en ese lugar.
Mario Geffner era a su vez amigo de Gregorio Sember, conocido por la comunidad como “Guyo”, un profesor de educación física del barrio, desaparecido durante la última dictadura militar. “Mi hermano y yo éramos íntimos amigos de ´Guyo’. Era delegado del Cenard, que en esa época tenía otro nombre y lo secuestraron volviendo de entrenar el 30 de mayo de 1976. Nunca más se supo de él hasta que el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó su cuerpo en 2012 en una fosa común del cementerio de Avellaneda. La existencia de la fosa fue denunciada por el viejo cuidador de aquel cementerio que había presenciado a militares trasladando cuerpos en la dictadura que enterraban como NN. Una vez identificado fue sepultado aquí”, relata Halpern y señala a unos metros la tumba donde descansa Guyo.
El Equipo Argentino de Antropología Forense tenía un registro del ADN de su familia que sirvió para identificarlo y a través de otros testigos reconstruyó que su muerte fue el 20 de junio de 1976. “Cuando desapareció, su madre y su hermano se fueron del país porque estaban amenazados. Su padre, Abraham, se quedó a buscarlo y murió de viejo sin saber que habían encontrado los restos”, dice Halpern.
‘Guyo’ fue el único de los ochos desaparecidos de la comunidad judía de Lomas de Zamora que pudo ser identificado hasta la fecha. Su nombre y el de los otros siete están listados en un bronce junto al monumento a la shoá con sus respectivas edades. Eran todos jóvenes de entre 17 y 24 años y un hombre de 33. Junto a la placa se conmemoran otros dos eventos importantes de la historia argentina: el atentado a la sede de la embajada de Israel en 1992 y el de la AMIA, en 1994.
Antes de salir del cementerio, Vainman y Halpern, se dirigen a un lavatorio que está a la intemperie. Allí hay una tinaja de metal en la que se lavan las manos. “El cementerio es un lugar sagrado, pero a la vez impuro y cuando lo dejamos tenemos que remover las impurezas para no llevarlas con nosotros. Tenemos una cadena que nos recorre desde el nacimiento hasta la muerte, toda una cadena con características judías y por eso es tan importante nuestro lugar de entierro”, dice Vainman. Atrás queda el recorrido del cementerio, la memoria como una cadena desplegada entre las lápidas y cada recuerdo formando un eslabón más.
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