Bautizada San Martín, los escobarenses la convierten a diario en el núcleo de la vida cotidiana; el cambio de impronta paisajística no afecta su lugar en la memoria familiar comunitaria
“Escobar sigue siendo un pueblito chico”, dice Bocha Casino, funebrero querido por sus vecinos, cuando LA NACION llega al pulmón verde de una ciudad que se sitúa en el extremo de la zona norte del Gran Buenos Aires. Un pequeño bar sobre la calle Hipólito Yrigoyen, en el perímetro de la Plaza San Martín, es la parada obligada para refrescarse bajo un sol que golpea como en enero. Los comercios se ven vacíos, mientras en la plaza –es la principal– se observan unos pocos sobrevivientes que nunca interrumpen la mateada, hora tras hora sobre las lonas en el amplio espacio verde que les permite estirarse sin rozar a nadie.
Empiezan a percibirse el Delta y las islas del Paraná. Hay especies familiares a la ribera: están la salvia, la lantana, la asclepia, entre las herbáceas; esta última con la particularidad de ser la mayor hospedera de la mariposa monarca, naranja y negra, y al mismo tiempo nutricia y nectífera, lo cual es pura singularidad entre las plantas nativas que hoy concentran la totalidad de estos canteros.
La Plaza San Martín es sinónimo de infancia y presente de padres que jugaban en ella –”a pesar de” o “gracias a” que no tuvo ni tiene juegos infantiles– y hoy la siguen amando, junto a sus hijos. “Toda mi infancia estuvo centralizada en torno de esta plaza. Es la plaza que me vio jugar, andar en bici y tomar mate con papá y mamá. Todo antiguamente se centralizaba en la plaza. Ahora la tecnología evita que los chicos se junten tanto”, afirma Joaquín Larghi, del rubro bienes raíces de Escobar, heredero de una familia con gran tradición local.
“Detrás de la morera que todavía está –dice el Bocha Casino sobre la plaza, como testimonio de biografías familiares– se jugaba a las escondidas”. Fantasea con que el intendente le ponga una plaqueta a la morera, que diga: “Acá se jugaba a las escondidas”. La historia de Escobar está en esos datos, sostienen los vecinos.
Mucha de la gente que toma mate en el tradicional espacio verde proviene del primer edificio de altura que apareció en el perímetro, en la esquina de Yrigoyen y Tapia de Cruz. El resto de su entorno es zona de casas bajas; algunas de ellas son casonas del 1800, como “La rosada” de la calle Asborno, que data de 1890 y perteneció a uno de los fundadores del antiguo partido de Pilar. Son lotes, por lo general, unifamiliares tipo casa, con 8,66, 10 o 12 metros de frente que llevan al agente de bienes raíces a añorar que hubiera más PH, que acá no abundan, ya que “eso permitiría jugar más con la subdivisión de unidades”.
La caminata prosigue entre la pasionaria y la enredadera: los canteros están dispersos alrededor de los caminos principales. Desde Estrada y Asborno, rumbo a la huerta orgánica de Yrigoyen y Estrada, se despliegan ligustros y fresnos, pero el rey indudable es el ginkgo biloba, que en otoño se tiñe de amarillo y posee hoja que remite a la del trébol; un señor fósil viviente que habita la Tierra hace 290 millones de años. Da pena saber que este árbol vivía acompañado, pero hubo que retirar a su compañero, “que estaba podrido por dentro y era peligroso”, asevera Mauro Jumerosky, director de Espacios Verdes de la municipalidad. Le habían hecho todo tratamiento posible con fungicidas potentes, en cápsulas, pero fue imposible remontar el ejemplar.
Divina siesta
Como en una siesta de pueblo, de 13.30 a 16.30 se paraliza esta localidad; los negocios mantienen las puertas abiertas, pero nadie responde a un “Hola” fuerte. La vegetación sigue ahí disponible. Las especies nativas le ganaron la batalla a las depredadoras, cuando vencieron a la acacia negra, declarada “plaga nacional”, una leñosa invasora a la que si le cortan la raíz brotan ocho hijas, identificable por sus espinas grandes. “Le tapaba la luz a toda la flora nativa –señala Jumerosky–, no la dejaba predominar”.
En un sitio alto, las rosas iceberg se preservan desde la visita del presidente Juan Domingo Perón en los orígenes de esta plaza, en 1944, cuando la pisó siendo secretario de Trabajo y le donó el paradigmático busto de José de San Martín, que compite en importancia con la réplica de la Pirámide de Mayo, donada en el ‘61 por la Sociedad Protectora de Animales. Las rosas estuvieron ahí siempre, desde los inicios de esta historia, en uno de los bordes, certificando la jerarquía de plaza principal.
Fernando Díaz, agrónomo, mientras toma algo en el bar Daifro, de la calle Asborno, se lamenta de que “este año no hubo suficientes flores en la plaza, incluso durante la Fiesta Nacional de la Flor, los primeros días de octubre. No hubo suficiente color”. A eso, Jumerosky responde que “hay bastante floración, pero veníamos de una cultura de plantines de estación que requerían recambio estacional. Tal vez tenían una floración más vistosa, pero las herbáceas nativas, aunque en algunos momentos del año solo presenten hojas, son más adecuadas para este espacio verde”.
Es que, durante los últimos años, fue cambiando la impronta. “Se viró a una de mayor conciencia ambiental –explica el funcionario–. Antes se utilizaban copetes, violas, violetas africanas, petunias y diferentes flores de estación, exóticas, que vienen de otros países. Hoy está nuestra flora nativa, del Delta e islas del Paraná y la llanura pampeana”.
La historia antigua se manifiesta en la plaza a través de los árboles: son palos borrachos que aparecieron antes del diseño original, y también hay lapachos rosados, algún cedro, unas araucarias. En uno de los pasillos, especies donadas por las colectividades que habitan esta tierra. En el centro, alrededor de la fuente central, unas palmeras.
La barra
Martín, dueño del bar y kiosco Daifro –en honor a sus dos perritos Dai y Fro–, sobre la elegante y arbolada calle Asborno, toma tereré junto a la barra: amigos de toda la vida que incluyen a Fernando Díaz y el Bocha Casino. Gajos de naranja aislados, agua helada y yerba. “Solo los paraguayos le meten jugo”, se diferencian. Ya empiezan costumbres y ritos que son del Litoral.
Aquí se estila dejar ir la tarde. “Vamos simplemente ‘a lo de Martín’. Ni conocía el nombre del lugar”, dice Pablo, de la misma mesa, vendedor de autos “muy muy usados, viejos”. Hay que sobrevivir al calor y al sol. “Yo me levanto cuando me despierto, al mediodía quizá”, dice Fernando. “Pero otra gente de Escobar sí trabaja mucho, se levanta temprano”, agrega, sarcástico.
Así siguen. “A la una de la mañana, ya no andará nadie por acá”, aclara alguno. Antes del cese, el desplazamiento seguirá a ritmo regular y constante, como los últimos 79 años. A las 15 cierra el Palacio Municipal. Es la única obra que quedó inconclusa del arquitecto Francisco Salamone y que dio lugar a un hecho único: la reconstrucción, muchos años después de su muerte, de esta pieza de estilo monumentalista, de la serie de torres en municipalidades, mataderos y portales de cementerios de la provincia de Buenos Aires.
Salado y dulce
Plaza de tránsito, 10.000 metros cuadrados trabajados para el peatón con cruces por todos lados. Hay una X y una cruz central con un punto focal para la reunión alrededor del mástil. “Es de esas mismas plazas que te vas a encontrar en todos lados, como si fuera el escudo de los Red Hot Chili Peppers; un diagrama clásico para la comodidad de los que la caminan”, explica el director de Espacios Verdes.
¿Qué no dejar de hacer antes de irse? Sobre Yrigoyen, Niko Pizza, de la familia Tirelli, que la expide por metro hace treinta y pico de años en el mismo punto del contorno de la plaza, con “servicio, precio y calidad”. Pizza al molde de media masa, 35 sabores, rectangular a la manera uruguaya. según promocionan. “Fue una moda para hacer algo distinto hace mucho tiempo y pegó: hoy llega gente desde la Capital. 2000 pesos y chirolas por cabeza con bebida incluida. Un matrimonio con dos chicos gasta 6000 pesos”, detalla Alejandro, responsable del local.
Antes del final, conviene pasar por Pepe Nacho Churros –también sobre Yrigoyen, justo frente a la plaza– y engullir el churro finito, el churrinche, que pasó por una cocción agresiva y por lo tanto quedó más crocante y seco que su hermano grueso, el churro. Los chicos del colegio son su principal sostén, aunque los vecinos adultos no se eximen del placer. El secreto está en el gusto menos aceitoso –dice Richard, creador de la receta magistral y secreta que vienen a buscar desde la ciudad–; sabor liviano que te lleva a que te animes a probar otro churrinche. Se corrió la bola. La zona norte lo consagró”.
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