Superar el dolor y seguir la lucha: historias de madres que perdieron a sus hijas por la violencia de género
En el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia de Género, testimonios de madres cuyas hijas fueron víctimas de femicidio
En lo que va del año, una mujer fue asesinada cada 30 horas. Según datos oficiales relevados por MuMaLá, hubo 254 víctimas de femicidio hasta el 17 de noviembre. La cifra es la misma que la del año pasado.
La mamá de Wanda Taddei, Beatriz Regal, le está enseñando a manejar a su nieto. Aunque así lo deseara, su hija no podría: hace siete años su marido, Eduardo Vázquez, le prendió fuego y ella falleció a causa de las quemaduras.
“Pudimos lograr lo que nos pusimos como meta que era salvaguardar la vida de nuestros nietos, que no acumulen odio, que sepan que el asesino de su madre iba a tener la justicia que nuestra sociedad impone”, dice a LA NACION Beatriz Regal (72), una incansable luchadora contra la violencia machista desde su Instituto Wanda Taddei y quien se montó al hombro la investigación para esclarecer el femicidio de su hija.
La mamá de Anahí va al cementerio seguido. Al principio iba y quería excavar hasta dar con el ataúd, abrirlo y llevarse el cuerpo de su hija a su casa. Ahora mira sus obras y los admira. La mamá de Lola la recuerda como una maestra y trabaja todos los días para lidiar con su “inexistencia física”. La mamá de Micaela extraña las conversaciones profundas con su “Negrita”.
En el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia de género, LA NACION reunió testimonios de madres cuyas hijas fueron víctimas de femicidio. ¿Cómo es la vida después de estas pérdidas?
Silvia Pérez: “Me arrancaron todas las razones de vivir”
Silvia: ¿Vos creés que cuando uno se muere sigue viendo su cuerpo, las cosas que hay, las puede ver?
Anahí: Sí, yo creo que sí.
Silvia: ¿Y cómo podés ver si no tenés más tus ojos?
Anahí: Con los ojos del alma que ya lo vieron todo.
(Diálogo que Anahí tuvo con su mamá)
Hace unos días, Silvia Pérez Vilor estaba sentada en un banco del Cementerio de Lomas de Zamora cuando una mariposa grande, blanca, con las alas apenas arrugadas y con pintitas celestes se posó sobre la foto de su Anahí, su hija. Minutos atrás había regado un árbol que plantó cerca de esa sonrisa blanca e inmaculada que había pertenecido a un instante de esa vida arrebatada antes de tiempo. “Le gustaban mucho los arbolitos”, comenta. La mariposa se acercó a su mano y se paró sobre ella para luego volver a la foto y sobrevolar un tiempo más hasta que la perdió de vista. Se fue. “Era Anahí, no hay otra explicación”, dice en diálogo con LA NACION.
El 29 de julio de este año, Anahí le dijo a su mamá que se iba a pasear al Parque Eva Perón, cerca de su casa, en Lomas de Zamora. Era un sábado a la tarde. El sol jugaba a las escondidas. La noche y el frío no daban tregua. “Búsquenla porque alguien se la llevó, yo sé que no se fue sola”, le dijo a la policía. El tiempo le dio la razón. Seis días después el cuerpo de la adolescente fue encontrado semienterrado en una reserva natural a pocas cuadras de la casa en la que convivían madre e hija. Había sido secuestrada, drogada, abusada y asesinada. Marcos Bazán y Marcelo Villalba están detenidos por abuso sexual y homicidio. “La investigación sigue en curso. Hay más encubridores y la idea es que no quede ninguno en libertad”, cuenta.
A Anahí la encontró Bruno, un perro de la unidad de rastros específicos de Escobar con el olfato súper desarrollado. Silvia está convencida de que el desenlace hubiera sido otro si lo hubieran involucrado desde el principio. “Ese perro llegó y fue mágico. Con total seguridad marcó el rastro de mi hija, el pozo y la persona que la enterró. Si lo hubieran traído antes… es la diferencia entre la vida y la muerte”, dice.
Silvia es técnica de hemoterapia. Se jubiló a los 50 años por insalubridad, antes de que Anahí fuera asesinada. “Tengo mis días, hay días que trato de hacerme una rutina, ocuparme de mi casa, y hay días que me levanto, desayuno a la mañana, me vuelvo a acostar y lo único que quiero hacer es dormir”, relata. “Yo veía los casos, los sufría y creía que me podía poner en el lugar del otro pero es imposible si no lo viviste. Si te arrancaran la carne a girones no te dolería tanto”, dice al intentar poner en palabras su angustia.
Anahí era artista y algunos de sus cuadros están expuestos en la ENAM, la escuela de Banfield a la que asistía. “Una piensa en todo lo que tenía para crear, para dar, para hacer y es todo muy absurdo”. La conversación del inicio la tuvo Silvia con Anahí unos días antes de que se desatara la pesadilla: “Pareció premonitoria”, dice hoy.
Adriana Belmonte: “Trabajo todos los días para poner presencia en su ausencia”
Lola: Mamá, la muerte es parte de la vida. (Diálogo que Lola tuvo con su madre)
Tres veces por semana, Adriana se reúne con su instructora y practica yoga. Otro día de la semana medita junto con un grupo de personas “para oxigenar el cuerpo, la mente y el alma”. “A casi tres años del asesinato de mi hija, mi trabajo es sostener el lazo a pesar de su inexistencia física”, afirma. Eso y el amor de su familia y desconocidos la ayudan a sobrellevar la pérdida. “Puede parecer cursi, pero el rebote de amor es muy fuerte”, dice.
Faltaban seis días para que el calendario marcara el comienzo de un nuevo año. Lola Chomnalez estaba de vacaciones en Barra de Valizas, un balneario uruguayo donde solía veranear con su familia. Al mediodía almorzó con su madrina, el marido de ella y su hijo. Todos se fueron a dormir la siesta. Lola dejó sus huellas físicas por última vez en la arena de la playa desierta. Nunca volvió sobre sus pasos. Dos días después, encontraron su cuerpo enterrado en una duna. Tenía marcas de cuchillo en el cuello. El asesino sigue en libertad.
Adriana y su marido, Diego, viven con Michel, un gato que Lola había rescatado en el país vecino cuando tenía apenas dos meses. “El espíritu de Lola está en él. Duerme con nosotros y nos sigue a todas partes -cuenta-. El maltrato a los animales había hecho mella en su vida y estaba en proceso de transición del vegetarianismo al veganismo.
De Lola Adriana contó que hacía acrobacia en tela, que cuando la iba a buscar a la salida le proponía “hacer viernes de sushi vegano” y que si hubiera terminado la secundaria probablemente habría estudiado psicología. El diálogo del inicio lo tuvo una de las tantas veces que le habló a su mamá de su interés por esa carrera. Lola, según su mamá, era su maestra. “Con el tiempo y mucha terapia me di cuenta de que uno no pega un giro de 180 grados, el giro de 180 grados lo pegó la vida de Lola, que fue barrida de este plano”, reflexiona, a horas de viajar a Uruguay junto con su marido para conocer al nuevo juez.
Andrea Lescano: “Extraño mucho las conversaciones que tenía con Mica”
Micaela: Mamá, ¿cómo te fue en voley? (Conversación que Micaela solía tener con su madre)
Andrea Lescano sale de trabajar cerca de las 21 y dos veces por semana se junta con su equipo para entrenar voley. Lo hacía antes y después de que su vida se transformara. “Después” hay una ausencia: el celular no suena; el mensaje de Micaela no llega. “Lo que más extraño son las conversaciones que teníamos, ella estaba muy pendiente de todo”, dice.
Hablaron por última vez el sábado 1 de abril a la madrugada. Ella estaba en Gualeguay, donde cursaba el último año del profesorado de educación física. Andrea le mostró, vía Whatsapp, una toalla que le estaba preparando para que le obsequiara a una amiga de ella que estaba embarazada. Tenía un pasaje para viajar a Colón esa mañana, donde vive su numerosa familia y varias de sus amigas. Ese viernes a la noche había ido a un boliche para darle la bienvenida a la “tribu” de primer año. Ese viernes a la noche fue secuestrada, abusada y asesinada. A Sebastián Wagner lo entregó su madre siete días después. Había estado en la cárcel por dos violaciones y el juez Carlos Rossi le concedió la libertad condicional el año pasado, pese a informes que lo desaconsejaban.
“El cierre lo hice con el juicio, cuando finalizó y se dio la sentencia -Wagner fue condenado a prisión perpetua- hice un click”, relata Andrea. Antes de eso, el fin de semana era un suplicio. Todavía no empezaba y ya quería que terminara, que llegara el lunes cuanto antes. Sucede que los fines de semana se veían. Ellos viajaban a Concepción, donde Micaela vivía con Alejandro, su novio, o Micaela iba hacia ellos; se turnaban.
Sus hermanos la extrañan. El mayor, de 18 años, era el más cercano. Vivían cerca y se juntaban seguido. Los otros dos, de 15 y 14, todavía viven con sus padres. Uno aprendió a tocar la guitarra como a Micaela le gustaba; otro llora mucho y casi no sale de su cuarto: Micaela lo sigue de cerca desde la pantalla de su computadora. Quedó inmortalizada en una foto.
Andrea canaliza el dolor a través de una fundación que lleva el nombre de su hija: Micaela García, “La Negrita”, como le decían. “El objetivo es trabajar sobre las desigualdades mediante la inclusión. La violencia de género es una de nuestras banderas”, relata Andrea. Participan como voluntarios familiares y amigos de Micaela. “El día del cumpleaños de mi hija él se rió y Mica estaba muerta”, dice cerca de finalizar la conversación con LA NACION.
Temas
Más leídas de Sociedad
¿Cómo es en la Argentina? Estados Unidos cambió el criterio para hacerse exámenes de detección de cáncer de mama
Nutrición. Un experimento ayuda a descifrar cómo afecta el ayuno al organismo humano
“El canal de la muerte”. Dramáticas imágenes: denuncian un ecocidio en Santiago del Estero y exigen que actúe la provincia