¿Cómo era el mundo antes de Spotify?
El domingo último, en ocasión de los 10 años del lanzamiento de Spotify, puse, en mi gramófono, un disco de Louis Armstrong. Sonaba como suenan los gramófonos. Horrible. Pero sin cables, sin baterías y sin conexión con Internet, hoy da la impresión de ser un truco de magia.
En rigor, la energía se almacena en un resorte, y resulta un poco incómodo darle cuerda antes de cada canción, no lo voy a negar. Pero la cara que ponen los más jóvenes, en especial los chicos, cuando la enorme bocina empieza a emitir música, no tiene precio.
Algunos adultos sospechan que la caja de madera está repleta de complejos mecanismos. Este fin de semana tuve que demostrar, ante miradas estupefactas, que en realidad casi todo el gabinete está vacío y que la maquinaria que gira los discos cabe en la palma de la mano.
Más tarde, ese domingo, puse un CD. Sí, un disco compacto. Debido a la mudanza, hacía mucho que no reproducía uno. Caramba. De pronto Spotify sonaba casi igual de mal que el gramófono. Estoy exagerando, por supuesto, pero hasta que tengamos el ancho de banda para hacer streaming en muy alta calidad (al menos, digamos, con calidad de CD), Spotify tiene, para los que amamos el audio perfecto, un sabor agridulce. Sí, incluso con el interruptor de "streaming en alta calidad" activado. ¿Por qué?
Mientras escribo esta columna oigo la versión de Tosca de María Callas, con el tenor Tito Gobbi y el barítono Carlo Bergonzi, dirigidos por Georges Prêtre. Ese disco no está en mi colección de CD. No sé si es posible conseguirlo fácilmente en Buenos Aires. Pero si tengo conexión con Internet, puedo encontrarlo en cuestión de segundos y escucharlo. No será lo mismo que un CD (esa es la parte amarga) y es imposible tener control sobre tu discoteca (esa es todavía más amarga, aunque depende de la edad que tengas), pero de otro modo es improbable que estuviera oyéndolo. Eso compensa las reservas antedichas.
Spotify me hace acordar a mis interminables excursiones por las disquerías. Invertía fortunas, pero siempre dejaba para más adelante esas cajas impagables con 6 o 12 CD con óperas, sinfonías de Beethoven o Haydn, todo Miles Davies, y así. Ahora tengo mucho más de lo que puedo escuchar y pago unos 100 pesos al mes. Ese es el plan familiar, dicho sea de paso.
Bajo el radar
Si alguien se está preguntando qué relación existe entre la edad y la forma en que vemos nuestras colecciones de discos, la respuesta es simple. Cuando tenés 20 años podés imaginar que realmente "más adelante voy a comprarme esa caja con todo Telemann". Pero en la práctica no ocurre así (salvo honrosas excepciones), y esto no tiene que ver solo con el poder adquisitivo. Tiene que ver con que lo urgente siempre se impone sobre lo importante. Además, a esta altura de la vida, y aunque ya saben que soy algo fastidioso con la calidad del audio, prefiero poder oír a la Callas en Spotify, aunque no suene como un CD, que seguir esperando a que llegue el más adelante y me compre los 10.000 discos que me gustaría tener.
Las opiniones sobre la música y sus soportes, ya saben, originan refriegas verbales –sazonadas con tecnicismos electrónicos, acústicos, económicos, sociales, psicológicos y políticos, más las infaltables teorías conspirativas– que empequeñecen a las peores riñas de WhatsApp. Pero el hecho es que Spotify, una empresa sueca fundada en 2006 que lanzó su aplicación el 7 de octubre de 2008, se metió en territorio hostil –esto es, el de iTunes– volando bajo el radar. Una década más tarde se ha transformado en sinónimo de música. No hace falta aclarar que es música por streaming. Es más bien al revés. La música hoy es mayormente por streaming.
Al propósito, muchachos de Spotify, un detallecito, si no es molestia: no sigan poniendo en las óperas, sinfonías y conciertos que la obra tiene un cierto número de canciones. No son canciones. Podrían ser lieder, en ciertos casos, pero, por favor, no son canciones. Usen "pistas", por ejemplo. Es como menos odioso.
16 millones de años
Durante la mayor parte de la historia de la música no existieron obras grabadas. Desde "Mary had a little lamb" pasaron 141 años; desde la invención del gramófono por parte de Emile Berliner, 128. Tomando en consideración que nuestra especie existe desde hace unos 300.000 años y que muy probablemente hemos estado haciendo alguna forma de música desde el principio, solo registramos obras durante las últimas 4 centésimas partes de ese tiempo. Y si no quieren irse tan lejos, podemos tomar como referencia uno de los instrumentos más antiguos que se conocen, una flauta de hueso de 35.000 años de antigüedad. En ese caso registramos música durante las últimas 3 décimas partes de nuestra historia. Así que mi gramófono y sus discos son de verdad tan modernos como el iPod.
Más aún, con la digitalización, los cambios se produjeron en cascada. El largo reinado de los discos de Berliner y los vinilos se esfumó casi de la noche a la mañana con la llegada del CD. Sobre los discos compactos descansó toda una industria en la creencia –falsa– de que esta invención duraría para siempre. Es curioso, Internet, que destronaría al disco compacto, se puso en marcha ocho meses antes del lanzamiento del lustroso CD.
En efecto, gracias a Internet empezaron a circular los MP3. Siguiendo otro credo, no menos fuera de época, la industria echó mano de su arsenal legal. No sirvió de nada. Pero entonces apareció Steve Jobs con el iPod y el iTunes Store, y en un par de años se convirtió en la mayor disquería de Estados Unidos. Parecía que esto duraría para siempre. Pero tampoco.
Quince años después del iTunes Store, con Spotify (y otros, porque obviamente no es el único servicio de esta clase), no hace falta siquiera bajarse un archivo ni pagar por canción. Gratis –aunque con limitaciones y avisos– o por una tarifa irrisoria podés escuchar música las 24 horas, y aun así necesitarías más de 16 millones de años para reproducir todo lo que hay en la plataforma.
Confusión temporal
Hice un ejercicio en la semana, luego del disco de Berliner y el CD. Me puse a ver qué había ocurrido en el mundo durante 2008. Verán que son cosas que parecen relativamente lejanas. Obvio, pasó una década. Pero tres noticias suenan por completo actuales, a pesar de que en su momento pasaron mayormente inadvertidas. Una fue la publicación por parte de Satoshi Nakamoto (nombre ficticio de una persona o, más probablemente, un equipo de personas) del paper que fundó las bases para el Bitcoin. La segunda, el debut de SpaceX. La tercera, por supuesto, fue la salida de Spotify a una cancha superpoblada y dominada por gigantes.
Pero fíjense en las otras novedades de ese año. En 2008 los mercados de valores se desplomaron; se convertiría en la peor crisis financiera global en décadas. En julio, Ingrid Betancourt fue rescatada de las FARC. El 10 de septiembre, en Ginebra, a las 10,28 de la mañana, el primer haz de protones circuló por Gran Colisionador de Hadrones, conocido popularmente como La Máquina de Dios.
Estados Unidos eligió ese año a Barack Obama como presidente. Un tweet suyo, cuando fue reelecto en 2012, se convertiría durante dos años en el más replicado de la historia (casi 1 millón de retweets). En 2008, no obstante, casi no se hablaba de Twitter.
En 2008 fallecieron Heath Ledger, Roy Scheider, Arthur Clarke, Charlton Heston, Bobby Fischer, Paul Newman e Yves Saint Laurent, entre otras celebridades. Para los argentinos, fue el año en el que nos dejaron el gran Jorge Guinzburg, el folklorista Adolfo Ábalos y la actriz Nelly Láinez, por citar solo algunos.
Pero dos datos locales pondrán en perspectiva lo lejos que quedó 2008. El primero es que Mauricio Macri gobernaba por primera vez la Ciudad de Buenos Aires; hoy es presidente de la Nación. El segundo es que 2008 fue el año de la crisis entre el gobierno kirchnerista y el campo. Parece historia antigua.
Es que los tiempos y las circunstancias de la revolución digital no pueden medirse con la misma vara que todo lo demás. Spotify, Blockchain y SpaceX son un ejemplo. El caso hipotético que cito a menudo no es hiperbólico. No se duerman en los laureles, porque en este momento, en algún garaje, en el dormitorio de una universidad o en un cuarto de hotel, un par de cráneos están inventando el futuro. Me temo que eso es lo que más gusta de los tiempos que nos ha tocado vivir.
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