Facebook y la mirada desde todos lados
En una de sus cartas a la poetisa Louise Colet, su amante, Gustave Flaubert dice: “un autor en su libro debe ser como Dios en el universo, presente en todas partes pero nunca visible”. Esta estrategia es la que usa en Madame Bovary (1856), donde alterna entre distintas perspectivas y nunca queda claro quién está narrando ni cómo sabe muchas veces incluso los pensamientos de los personajes. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Flaubert buscaba hacer invisible a su narrador, manteniendo su omnisciencia.
La tecnología digital nos acostumbra a internalizar su uso mucho antes de que podamos comprender lo que estamos haciendo. Tomamos el teléfono y sacamos fotos de una multitud, de algo que nos pareció interesante, de una escena en la vía pública, o sacamos una selfie rápida en el colectivo. Rara vez nos detenemos en que nuestras imágenes capturan mucho más que lo que nos proponemos. Y no sólo eso: capturan datos que ni siquiera consideramos relevantes, como el lugar donde fue tomada la imagen, la hora, o todo aquello a lo que no prestamos atención.
Esto en principio no sería más que una curiosidad, un divertimento filosófico, si las imágenes no hubieran perdido su materialidad. Pero al igual que el resto de nuestras vidas digitales, nuestras fotos eventualmente terminan en “la nube”, aquel eufemismo que refiere a la centralización de la información en un puñado de servidores que, a diferencia de las nubes, tiene dueños.
Cuando se trata de nuestros recuerdos, son momentos lo que atesoramos y no una secuencia de fotos en sentido cronológico inverso, o al menos eso argumenta Google. Photos, su servicio de imágenes lanzado en 2015, hace algunos meses cruzó la barrera de los 500 millones de usuarios activos que a diario suben 1,2 mil millones de fotos. A cambio, Google no sólo las almacena sino que las organiza y reconoce automáticamente, ofreciendo compartirlas con quienes encuentra en ellas, armando “momentos” para que la nostalgia haga de las suyas.
Hoy puede que ya no nos resulte alarmante, pero cuando en 2011 Facebook comenzó a ofrecer el reconocimiento facial automático sugiriendo etiquetar a nuestros amigos en las fotos subidas, varios pusieron el grito en el cielo. Que las sugerencias de Facebook se restrinjan a nuestros amigos es una mera contingencia técnica: desde la perspectiva de la plataforma, su 2000 millones de usuarios son identificables , lo único que cambia es a quién se le da esa información. Facebook, a su manera, es omnisciente.
Alcanzaría con prender un interruptor en algún lado para encontrar a cualquier usuario de Facebook en la foto tomada en el supermercado, en la calle o en aquel bar de la otra vez. Comprobamos trivialmente esto cuando Facebook nos sugiere etiquetar a un amigo (actual) que aparece en una foto que tomamos antes de vincularnos en la plataforma. Lo mismo sucedería con Google Photos. Es al confirmar la predicción de un algoritmo que lo entrenamos para predicciones futuras.
Ya en la serie Person of Interest, estrenada en 2011, la idea de la vigilancia automática absoluta fue llevada al extremo. En la serie, el gobierno de EE.UU. había construido un sistema, “La Máquina”, que podía leer cada email, escuchar cada llamada y, sobre todo, ver cada cámara de seguridad: La Máquina lo ve e identifica todo. Incluso en un capítulo un empleado de la NSA decide contarle al mundo lo que está haciendo la agencia en la que trabaja, prácticamente prediciendo lo que sucedería con Edward Snowden dieciséis meses después.
La semana pasada en The Economist salió un especial acerca de lo que algoritmos de reconocimiento facial pueden hacer en la actualidad. Uno de los ejemplos describe una investigación en la que se utilizan algoritmos de reconocimiento facial para detectar si una persona es homosexual. Si bien varios medios, entre ellos The Guardian, hicieron eco de la noticia como si los investigadores estuvieran buscando identificar personas homosexuales, su propósito era mostrar cómo las empresas y gobiernos —que cada vez más usan algoritmos de reconocimiento facial— podrían atentar contra la privacidad de las personas.
Notablemente, la mayoría de fantasías distópicas del siglo pasado ubicaban a la vigilancia y la omnisciencia gubernamental o corporativa, como mérito de estas propias entidades. Serían sus cámaras de seguridad y sus informantes quienes lograrían la eliminación de la privacidad. Lo que la mayoría de estos autores no contempló es que cada uno de nosotros llevaría una cámara en el bolsillo, que constantemente sirve sus imágenes a corporaciones —sin hacernos demasiadas preguntas, ni que, al menos una vez por día, responde a la pregunta “¿En qué estás pensando?”.