María Paz Galmarini, dueña de una posada de ensueño sobre la Laguna Iberá, se nos acerca con expectativa, trayendo en sus manos unos cuadernillos diseñados por su hija Martina y una canasta repleta de lápices flamantes. Pone los útiles a disposición de nuestros hijos menores, Miguel y José, y promete que volverá luego a preguntarles su opinión.
No se trata de que María Paz dude de su oficio de anfitriona, porque Aguapé funciona desde 1996, y lleva acumulada suficiente experiencia. Tampoco es que sospeche que el escenario correntino puede ser poco atractivo para los niños, porque su propia niñez, así como la de sus tres hijos, está marcada por los recuerdos y relatos increíbles de esta tierra exuberante, donde flora y fauna parecen extraídos de una imaginación infantil.
La preocupación de María Paz es otra: cómo conjugar el imperturbable ambiente pacífico y silencioso que atrae a tantos observadores de la naturaleza (la mitad, extranjeros), con el desafío de permitir que niños pequeños se alojen en Aguapé y descifren a su modo ?ni pacífico ni, mucho menos, silencioso? el mensaje que los esteros tiene para ellos. Por eso ensayará la fórmula de mantener el refugio para mayores de 11 o 12 casi todo el año; es decir, desde nuestro Pedro en adelante, que ya se adapta a las esperas, sigue con atención y pregunta durante las explicaciones. La excepción: las semanas de vacaciones escolares, cuando serán bienvenidos los niños más chicos y ululantes, a quienes estará esperando con una programación de excursiones especiales, y los cuadernos de dibujo que probaron nuestros hijos y Diana.
Diana es la sonriente y juvenil Diana Fretes, quien, cuando no está entreteniendo con historias a los huéspedes menudos de Aguapé, custodia el Museo Y-Yará, una modesta casa de tres ambientes que fue comisaría, correo, depósito y ahora atesora los retazos del pasado de Colonia Carlos Pellegrini.
La visita al museo fue nuestro último paso del viaje. Debió ser el primero; éste y el cementerio local, con sus tumbas pintadas de azul o rojo, según sean liberales o autonomistas los difuntos. Así hubiéramos entrado a este mundo donde reina lo salvaje a través de historias simples y cotidianas.
La mejor entrada
Nuestra llegada fue a lo grande. El Iberá es Reserva Natural Provincial desde hace 25 años, y pasó de ser un centro de caza a un santuario donde los guardafaunas (muchos de ellos cazadores reconvertidos) son la autoridad y cada habitante que conocimos, un celoso custodio de las cuatro mil especies de animales y plantas que guarda este territorio de agua de 1.300.000 hectáreas.
Durante el viaje de ida, nuestras hijas mayores, Luisa (16) y Teresa (14), habían soportado el rodar por las rutas a fuerza de IPod; Pedro (11) y Miguel (6) gastaron juegos de mesa, y José (4) alternó su aburrimiento entre libritos, dibujos y alguna siesta. Después de 930 km, antes de entrar a Colonia Carlos Pellegrini, nos detuvimos para que los guardafaunas nos orientaran en el mapa; los chicos aprovecharon y se escabulleron y ahí, frente a sus narices, se encontraron con unos carpinchos retozando mansamente; a renglón seguido, seis, siete o tal vez más yacarés se lanzaban a las aguas de la laguna Iberá.
Sin duda, habíamos recuperado el entusiasmo de la audiencia. Con energía renovada, pasamos frente al impecable Centro de Interpretación (que luego visitaríamos), cruzamos por el piedraplén (sic) y el puente Bailey, que después nos contarían se hizo en forma provisoria y allí quedó, dimos algunas vueltas de más por el pueblo y llegamos a Aguapé.
Nos recibió Rafael Muzio, administrador de la posada, que se convirtió en nuestro guía, compañero de pesca, memorioso relator de historias de sobremesa, socio de padecimientos de mi marido Paul en los partidos de River y hasta niñera, cuando fue necesario una mano extra. Íbamos a pasar tres días recorriendo la segunda laguna más grande de los Esteros, la Iberá, ubicada en el flanco oriental del ecosistema. El plan incluía dos o tres excursiones por día, tamizadas con un excelente menú, al que le precedía una campanada, y momentos de relax y lectura.
Tardamos diez minutos en sentirnos tan cómodos como en casa, pero fue de la mano de Rafael, María Paz y los guías Naldo y Sebastián que empezamos a descubrir primero los animales pintorescos que pueblan la costa, los embalsados y bañados; después, a diferenciar algunas de sus 350 especies de aves, sus cantos y colores; a entender los hábitos de quienes viven acá, nacidos o llegados, y, por fin, comenzamos a registrar los cambios constantes de un paisaje que vibra y está siempre en movimiento.
Anécdotas verdaderas
He aquí un goteo de datos y relatos, con las que sin darnos cuenta se fue descorriendo el velo de nuestros sentidos, atontados por la sordina de la ciudad.
* "¡Un bebé de bestia salvaje!" aulló José, de 4 años, la tarde que llegamos a los esteros. Nuestra vista siguió la dirección que señalaba su dedito hasta reparar en la cría de cuis y su mamá, un animal que sin duda jamás aspiró a semejante calificativo. Un día después, José buscaba y perseguías ipacáas y otras aves, encontraba carpinchos entre la vegetación y los saludaba con naturalidad y hasta pretendía acariciar los yacarés. Los demás también nos fuimos familiarizando con el entorno. En los paseos por el Sendero de los Monos y por la zona del Arroyo Corriente, nuestros ojos escudriñaban el paisaje hasta detectar las siluetas de los monos carayá, carpinchos y yacarés. Buscamos infructuosamente lobitos de agua, boas curiyú y sapos cururú, pero cuando ya creímos que no encontraríamos al famoso ciervo de los pantanos vimos, no uno, sino trece, que giraron cabezas y sus ornamentas hacia nuestra lancha, desde donde los mirábamos embelesados.
* "Esto no es tierra, es un embalsado", dijo Naldo, el guía. Quería decir que estábamos sobre un colchón flotante y móvil de materia orgánica, sobre el que había crecido la flora del lugar. Difícil saber si era cierto, allí donde agua, vegetación y animales se confunden. ..hasta que Naldo saltó y el piso rebotó. Comprendida la lección, ya no hubo manera de detener a los chicos, que siguieron saltando mientras terminábamos la recorrida, subíamos a la lancha y les gritábamos una y otra vez que era hora de irse. En cambio, fue inútil tratar de imaginar el bañado en los esteros de Aguará, muy cerca de ahí, que por la sequía no tenía una gota de agua y se asemejaba a un paisaje lunar, sin pájaros, sin ruidos y con palmeras secas como brazos en alto.
* Pesca, en su sentido ortodoxo, no es. La pesca de palometas en la naciente del río Miriñ y admite el más insolente bochinche entre los pescadores, que se enreden las tanzas y que a cada pique le siga un aullido, no de alegría sino de espanto, donde todos se alejan de la presa. Para entender la reacción hay que verle los dientes a la palometa, un tipo de piraña. El programa se completa con la pesca de sombreros de los chicos y, cada tanto, el retirar las boyas del agua ante la amenaza de un yacaré molesto con la invasión.
* Entre los programas, uno se destacaba: canoa canadiense. No está muy claro si es estrictamente el estilo que se practica en ese país del Norte al que alude el adjetivo, porque nos cuentan en Aguapé que un huésped oriundo de Canadá se ofreció a corregir el error con una lección sobre cuál es la verdadera canoa canadiense. Lo cierto es que, más allá de la nomenclatura, el equipamiento nos resultó óptimo para, divididos en dos embarcaciones, una de mujeres y otra de hombres, adentrarnos silenciosamente en el paisaje, palpar de cerca la costa y sus accidentes y?remar a toda velocidad de regreso en una competencia tácita entre sexos. Ganaron los varones y no olvidaron hacerlo notar el resto de la estadía.
* Por utilizar artilugios similares a las de los cazadores de mariscos en España, los llamaron mariscadores. Los cazadores fueron los más estables habitantes de los esteros y, algunos de ellos, sus principales guardianes desde que se convirtió en Reserva Natural, en 1983. El primer mapa lo hizo uno de ellos, Pedro Cabrera, y su hijo hoy es guardafauna. La gente del lugar cambió muchas de sus costumbres, pero todavía yace el eco de sus historias, que une a aquellos hoscos nómadas que subsistían merced a un comercio de pieles que no comprendían con los lugareños que hoy venden artesanías en las puertas de sus casas y aprenden inglés.
* El americano, como lo llama Naldo, podría ser una especie más dentro de la fauna de atractivo turístico. Se trata de Douglas Tompkins, el filántropo norteamericano dueño de 300 mil hectáreas en los Esteros, algunas de las que están justo frente a la laguna Iberá. Tiene un bastión de resistencia en Mercedes, la ciudad más cercana, que desconfía de su propósito; pero en la Colonia Carlos Pellegrini nadie lo critica: acaba de liberar los primeros ejemplares de oso hormiguero criados en cautiverio, un animal que se había extinguido. Y dicen que podría recuperar al yaguareté si encuentran la forma de que no se alimente de la hacienda.
* Lo comprobamos navegando por la Laguna Iberá o caminando por Aguará: el atardecer hipnotiza a los adultos, jóvenes y pequeños. Al que lleva 40 años viéndolos y al que debuta en los esteros. Cada quien describe la experiencia a su manera, pero indefectiblemente, durante esos minutos de puesta del sol, el lugar parece caer en un hechizo. Hasta que oscurece y el grito del chajá nos trae de vuelta.
Y hablando de regreso, pasaron los tres días y llegó el momento de partir. Ya en Entre Ríos, almorzábamos en silencio en una parrilla al costado de la ruta; al fondo sonaba un televisor y la comida sabía a aceite. Habíamos pasado cinco horas de viaje y nos faltaban al menos cinco horas más.
¿Quién quiere volverse ya a los esteros? ?preguntó Paul.
Cinco manos se elevaron al instante. Las de las chicas, que habían olvidado su rebeldía adolescente para dejar lugar a la curiosidad más pura; las de los varones menores que habían aprendido, disfrutado y agotado sus energías. Vi sus caras despejadas y felices y levanté mi mano.
Por Encarnación Ezcurra.
Fotos de Maxi Failla
Publicado en Revista LUGARES 158. Junio 2009.