Ocupa la península de Anatolia y el sur de la Tracia, extenso territorio donde se registran orígenes de etnias extintas, intrincados cruces culturales y las intermitencias de una fe que oscila entre la cristiana y la musulmana. El recorrido se inicia en Estambul, sigue tierra adentro hacia Capadocia y vira al oeste para detenerse en Sirince, pasar por Éfeso y concluir en Assos, a orillas del mar Egeo. Si conocés Turquía, contanos dónde estuviste.
Cinco veces al día el canto del muecín llena el espacio aéreo que se extiende por encima de los mortales. Cinco veces su llamada a la oración se deja oír con estridencia, gracias a los altoparlantes instalados en el alminar de cada templo musulmán, para que nadie quede al margen de la invocación a Alá y a su supremacía divina desgranada en árabe. En Estambul, el entrevero de llamadas es sinfónico, tantas son las mezquitas. Y no hay barullo urbano que las supere, dotadas de una fuerza subyugante. Aseguran que en pleno invierno, Estambul es una postal en blanco y negro devorada por la nieve. Pero quien llega en primavera la encuentra colorida de tulipanes que llenan los canteros de plazas, parques y jardines. Las chicas que siguen la tradición de cubrirse la cabeza, sacan a relucir sus llamativos pañuelos estampados. Las calles se llenan de vendedores ambulantes de roscas de pan, de té, de fruta fresca? En Eminönü, el bazar de las especias reluce de amarillo azafrán, rojo zumaque, verde tomillo limón? y en el mercado principal que está a pocos pasos de esa erupción de olores especiados, una vocinglería entusiasta oferta aceitunas, frutos secos, delicias todas de la vida cotidiana turca.
PORMENORES DE UNA URBE POWER
Barcito de morondanga sobre la transitada Ömer Hayyam, con dos mesitas ratonas en la vereda. Mariana y yo tomamos café bajo el débil sol de la mañana. El semáforo se pone en rojo para los vehículos y en la esquina aparece un rebaño de cabras. Arreadas por su pastor, cruzan la calle, y no son tres, ni cinco ni diez. Mariana sale corriendo detrás con la máquina fotográfica, sin que el señor del bar pueda entender por qué tanto apuro. En plena Estambul, pongámosle 15 millones de habitantes, a escasas cuadras de la plaza Taksim y la peatonal Istiklal, la zona más occidentalizada y llena de turistas, es posible oír cencerros. Contemplo parte de esta ciudad inmensa desde la terraza del anteúltimo nivel de la Torre Gálata, a cuya base se llega con la lengua afuera, encaramada como está en un alto empinadísimo. Toda ella mira al Cuerno de Oro, nombre ganado por la proverbial riqueza ictiológica de sus aguas desde los tiempos de Bizancio. Hasta el mar de Mármara y las islas Príncipe se alcanza a ver. Dos puentes, Atatürk y Gálata, unen ambas orillas; en el extremo peninsular de la Estambul histórica, en Sultanhamet, se concentran los hitos más significativos de obligadísima visita: el palacio Topkapi, residencia imperial de sultanes; Santa Sofía, obra maestra de la arquitectura bizantina y, en la misma línea, la vecina Mezquita Azul. Al costado de estos edificios se abre el amplio espacio de lo que supo ser el magnífico Hipódromo, que en tiempos de Justiniano las facciones cristianas aprovechaban para lanzarse insultos de tribuna a tribuna y armar grescas, muchas veces sangrientas. Sólo quedan los dos obeliscos, el de Teodosio (el rojo) y el de Constantino. En la misma área, se emplazan la fuente alemana de 1900, construida con motivo de la visita del emperador Wilhem II, y la Cisterna Basílica. Cerca de Sultanhamet, hacia la derecha, se esconde Kumpapi, barrio costero de antiguas casas de madera: unas desvencijadas, hechas astillas, otras recuperadas, y unas cuantas construidas a imagen de las venidas a menos o desaparecidas. En muchas de las que renacieron o surgieron a imagen de las originales funcionan hoteles. Pero desde la torre estos pormenores no son detectables a simple vista. Sí lo son los alminares de las mezquitas, agujas de la fe que se elevan alto, muy alto. Sobresale la de Süleyman por haberse erigido sobre una colina y por ser la más grande. A la izquierda, el Bósforo. Por esta garganta (eso significa bósforo en turco) fluye un tráfico continuo de barcos petroleros, trasbordadores, caiques, grandes cruceros, embarcaciones pesqueras, veleros? Sorteado el estrecho y sus vaivenes, el barrio de Üsküdar se muestra en la Estambul asiática, sobre la península de Anatolia. Después de haber estado muy arriba no hay como volver a poner los pies en la tierra para relativizar la dimensión de las cosas. Cuanto rodea a la Gálata es muy bonito; abruptas calles empedradas, restaurantes, negocios con mucha onda y otros "de-toda-la-vida", un ambiente muy palermitano. Territorio de gente joven y viajeros no convencionales, Beyoglu vive de día al ritmo de los residentes, y de noche, al del chingui chingui de los insomnes. Moverse en Estambul es fácil. Cuenta con un eficiente servicio de transporte ?la red de tranvías es sensacional? y, aunque tiene sus complejidades catastrales, se puede ser peatón con toda tranquilidad. Es una ciudad segura. Caminándola se constata, por ejemplo, que los hombres van del brazo pero las parejas no; igual que en las playas, ellos se bañan en sunga y ellas apenas si pisan la arena. Que por la calle siempre alguien está llevando vasitos de té, llenos o ya vacíos, porque el té no tiene hora específica y se bebe sin parar. Que las vitrinas de las pastelerías están llenas de "turkish delights", bocados híper edulcorados que compiten con otros híper calóricos a base de frutos secos, sobre todo de pistachos, que acá sí son de color verde, verde brillante, y exquisitos. Que los turcos no son fóbicos y enseguida entran en confianza. En el Gran Bazaar de Estambul tiene sentido, de acuerdo, todos quieren venderle algo al turista, pero la inclinación a entablar diálogo es ancestral. Será por eso que ante la diversidad de lenguas que el turismo aporta, los turcos no arrugan. ¿Inglés? Olvídense. Apenas unos pocos ?poquísimos? lo manejan, pero para ayudar y complacer son mandados a hacer. Cuestión de afinar el lenguaje gestual.
CONSTANTINOPLA = ESTAMBUL
Una ciudad exagerada, eso es. Lo fue hasta en los incendios que a lo largo de su historia devoraron miles de casas, humildes o todo lo contrario, mansiones históricas como las que aún enaltecen las costas del Bósforo, sobrevivientes a quemas dignas de Nerón. Y nadie se los quería perder. Se cuenta que los bajás otomanos iban a toda carrera en sus coches tirados por caballos para ubicarse donde pudieran contemplar el espectáculo el tiempo que éste durara, llevando consigo abrigos de piel, comida, juegos para entretenerse? Ni Constantino I, el mismo que en el año 330 trazó en persona ? guiado por un ángel, decía? el perímetro de la Nueva Roma, para mayor gloria de la fe cristiana en fueros orientales, podía haber imaginado nunca las dimensiones de la actual Estambul, síntesis de todas las grandezas urbanas. En el siglo XIX, todavía pletórica de brillos imperiales, la intelectualidad europea anhelaba desentrañar sus misterios. El poeta francés Gérard de Nerval la visitó en 1843 y le dedicó un capítulo en su libro Viaje al Oriente. Théophile Gautier, contemporáneo de Nerval, se quedó dos meses, y enviaba crónicas de la ciudad al periódico para el cual trabajaba, material que luego recopilaría en su famoso libro Constantinopla, traducido a varios idiomas. Con idéntico título, el italiano Edmondo de Amicis publicaría su obra Constantinopoli 25 años más tarde. Ávidos de fascinación, poetas, escritores y cronistas viajeros hurgaron en ese oriente demasiado cercano para ser exótico, demasiado oriental para ser europeo, cristianizado e islamizado por los siglos de los siglos. Flaubert, que había ido en 1852, estaba persuadido de que un siglo después Constantinopla se convertiría en la capital del mundo. Sobre tales celebridades de la literatura se explaya Ohran Pamuk ?Premio Nobel de Literatura 2006? en su libro Estambul. Y a propósito de la observación de Flaubert escribió que "Al desplomarse y desaparecer el Imperio otomano, aquella profecía se cumplió justo al revés", ya que cuando nació, en 1952, "Estambul vivía los días más débiles, pobres, aislados y alejados del mundo de sus dos mil años de historia (?)". Pamuk se sumerge en sus propias tribulaciones para explicar la amargura existencial de esa Estambul, sin poder discernir, al mismo tiempo, si fue desdicha o buena suerte haber nacido en ella. Cuando esto era Constantinopla, aquí convivían griegos, eslavos, albaneses, rumanos, búlgaros, armenios (éstos componían la clase más rica y ocupaban ambas riberas del Cuerno de Oro), judíos (descendientes de los sefaradíes que en el siglo XV huyeron de la intolerancia de los Reyes Católicos), más turcos y musulmanes, claro está, que entre ambos sumaban el 55% de la población. Hoy habría que sumar a "los nuevos turcos". Sunlari Jazdi, de apenas 20 años, nació en Berlín y ahora vive en Estambul, con una tía. Habla alemán y turco, por supuesto, y se defiende bastante bien con el inglés. Estudia y trabaja. A la pregunta de cómo se siente en la tierra de sus ancestros, responde "extranjera". ¿Y allá no? "Bueno, allá nací, aunque para los alemanes soy turkish, pero para los de acá no soy turca, soy alemanish".
VIVIR EN UNA CUEVA
Eren Serpen es una turca rubia de piel muy blanca y suaves modales. Tiene un pasado lleno de viajes, y además trabajó varios años en Londres, hasta que un día los lazos genéticos tiraron demasiado y volvió al punto de partida. El destino la llevó a Capadocia, tierra extraña y poderosamente mística si las hay. Instalada en Ürgüp, uno de los pueblitos mínimos de ese corazón de piedra, y, siguiendo la seis veces milenaria costumbre de horadar la montaña para vivir en ella, hizo construir su casa y un hotel boutique. Eren adora Buenos Aires y a los argentinos, sus huéspedes predilectos. Serinn House abrió el 1° de abril de 2007 con seis habitaciones dobles. Cada una es diferente de la otra y todas recrean, con sus líneas curvas, las formas de las cuevas del Neolítico. Son ámbitos amplios y confortables, en los que reina una atmósfera de cálida intimidad. El diseño de esta propiedad es mérito del arquitecto turco Rifat Ergör, con quien Eren trabajó codo a codo, participando en cada una de las etapas de su construcción y puesta a punto. El hotel se emplaza en un tranquilo paraje, en las afueras de Ürgüp. Desde la terraza del desayunador, la vista llega hasta un horizonte lejano e irregular. Es un refugio perfecto para hacer base y salir a explorar la geología asombrosa de Capadocia. En Serinn House el desayuno toma carácter de ceremonia exquisita. Anfitriona generosa, Eren propone frutas frescas y secas, un yogur casero inigualable, mermeladas también de la casa, quesos de la zona, miel de panal, manteca de sésamo, scons ligeros como soplos? Y después, a corretear por ahí. Ziggy?s es "el" lugar en Ürgüp para saber de qué se trata la cocina turca. La mesa se colma de mezze, multitud de platitos de variado contenido, tan propio de las culturas del Mediterráneo oriental. Podría ser Grecia, podría ser Líbano, es Turquía. Aún con los matices de cada caso, la cuna es la misma. En Ziggy?s hay carta de vinos turcos. Grata sorpresa. Reina en este espacio sensorial Nuray Suzan Yüksel. Y Nuray, que quiere decir claro de luna, es una mujer espiritualmente bella y virtuosa artesana además. Tiene un local en la planta baja donde reúne un cúmulo de objetos diversos, accesorios y biyutería fuera de serie que nada más proceden de sus manos y de la de otros artesanos turcos. Ziggy?s es una trampa deliciosa: arriba, los mezze y abajo, el shopping.
UN QUESO GRUYERE
Capadocia no es un lugar de límites geográfico ni político, ya que abarca una porción de varias provincias y se circunscribe dentro de un área de 50 km de diámetro. En ella se guarda el
Parque Nacional Göreme
, que desde 1985 es Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Hace diez millones de años, dos grandes volcanes liberaron tanta lava y ceniza que llegó a formarse una capa de más de cien metros de espesor. Luego el tiempo y el viento modelaron esa materia depositada en las depresiones de la Anatolia central, dotándola de formas bizarras, como el
Valle de las Chimeneas de las Hadas
. El suelo de Capadocia es toba calcárea, una roca caliza muy porosa que cede con facilidad. Eso explica las viviendas y templos tallados en la piedra y las ciudades subterráneas que se construyeron en los primeros tiempos del cristianismo. Derinkuyu es un impresionante ejemplo de esa voluntad que permitió albergar miles y miles de personas, repartidas en varios niveles bajos tierra. Cada grupo familiar ocupaba un espacio privado que, como la cueva de Alí Babá, se cerraba con una gran piedra. Hasta lugar para criar animales tenían. Agua de pozo, sistema de ventilación, falsos túneles? en síntesis, todo lo necesario para resistir una clandestinidad de tiempo indeterminado. Durante el período bizantino muchas cuevas se transformaron en monasterios (como el de Keslic) e iglesias que supieron decorar con frescos, hoy todavía visibles. En la de Stefanos elaboraban vino; se puede ver dónde llegaba la uva para ser molida, y el lugar de guarda del vino. El sector de las tumbas tiene frescos en el techo, bastante bien conservados. Capadocia significa "la tierra de hermosos caballos" en la antigua lengua persa, porque de acá procedían los mejores ejemplares que se obsequiaban a los soberanos. Pero también es un inmenso queso gruyére, donde la gente que aún lo habita usa las cuevas como garaje y de depósito de papas, el cultivo por excelencia de la zona. En
Anatolia central
el contacto con la tierra es extremo; se la recorre por dentro y se la escruta desde el aire. Cada amanecer este retazo del mundo se despereza con incontables globos aerostáticos flotando sobre todas las cosas. Durante la hora que dura el vuelo, el silencio circundante sólo se ve alterado por los golpes de fuego que el instructor activa para mantener el globo en su correcto equilibrio. Volar en globo es igual a levitar. Así de fácil. Y si el despegar es imperceptible, el aterrizaje arranca aplausos. Ya no hay revolcón del canasto en la hierba, sino un apoyarse en el tráiler de una camioneta con precisión robótica.
SIRINCE, ALTO Y ESCARPADO
Es llegar a la plaza del pueblo e invocar el nombre de Ömer Samli, para que más de una mano se alce indicando cómo llegar hasta su casa. Todos lo conocen. Ömer y Charlotte, su mujer, vivían en Estambul cuando descubrieron este milenario enclave del suroeste de Turquía. Al principio iban y venían todo el tiempo, pero el terremoto que sacudió la ciudad en 1999 les hizo repensar su esquema de vida. Y decidieron mudarse a Sirince, donde empezaron a recibir huéspedes en 2006. Su propuesta es vivir en una de las tres casas situadas en la parte alta del pueblo. Las Terraces Houses, arquitecturas seculares recuperadas, pueden llenar páginas de la revista Living. Charlotte es oriunda de Oxford, mujer llena de energía, expansiva de cuerpo y espíritu que daba clases de teatro en Estambul. Es la imagen misma de la felicidad. Ömer es un turco de fina estampa, ademanes suaves y hablar medido, hombre minucioso. Durante 20 años realizó réplicas en vidrio soplado para los museos. Culto como es, resulta un aliado indispensable para huéspedes con inquietudes históricas. Las conversaciones con Ömer pueden durar varias rondas de té en la terraza, bajo un cielo diáfano y con el pueblo desgranándose monte abajo. Porque Sirince es eso: un caserío milenario arracimado en la irregularidad de unas montañas antiguas, generosas de piedras que afloran a cada paso. Las callecitas trepan desparejas, repletas de puestos de ropa, manteles bordados, especias, incluso vinos caseros que más vale esquivar. No así los que produce una bodega local; ésta concentra la producción vitícola de pequeños agricultores a los que les repartió estacas de vid hace unos años. La uva de todos es convertida en un vino apreciable, técnicamente correcto, fácil de beber, que rima con los sabores poco agresivos de la cocina turca. Sirince supo desarrollar en el pasado un sistema de irrigación y distribución de las aguas que bajaban de las montañas. Proveía agua a Éfeso, que está abajo, cerca del mar. Cuando una brutal malaria asoló a su población, los sobrevivientes se mudaron a Sirince, que pasó a llamarse la Éfeso de las colinas. Nemika nació en 1927, unos 3-4 años después que sus padres llegaran desde Salónica. Está sentada sobre los manteles bordados que vende, mientras teje al crochet una delicada filigrana de hilo. Por Ömer sabemos que es una gran cocinera y es posible ir a comer a su casa (mínimo, cuatro personas), previo aviso de no menos de cinco días. Ella misma hace las compras para proveerse de insumos específicos en tal o cual lugar. Las maravillas que compone, asegura Ömer, son inigualables. Las casas de los Samli renacieron de sus ruinas, como tantas que guarda Sirince. Grapevine es la que más rasgos conserva de lo que fue: una casa de campo de dos plantas, hoy bellamente remodelada. Tiene espacios que son puro hedonismo, como el baño-catedral con una pared de mármol negro veteado. Donde hubo un establo (abajo) está la cocina. Y arriba, los dos dormitorios más un estudio con cama en altillo. El de la cama matrimonial es donde los antiguos moradores hacían su vida entera. Ahí comían, ahí dormían, ahí estaban. Hay reliquias históricas aquí dentro, y árboles frutales en el terreno que se abre a un costado de la casa. Las otras dos (Fig y Oliver) están al lado de la gran terraza que hace las veces de veranda, lugar de lectura y comedor al aire libre, donde es posible almorzar aún sin se huésped. Ambas muy distintas, una con una ambientación más sofisticada; la otra, amorosa, con su aire de hogar retro que favorecen los muebles familiares con que la vistieron. Los Samli tienen un duende en sus vidas y se llama Aysel, siempre de obligado pañuelo en la cabeza y atado en la nuca. Una mañana llenó el patio con muchos frascos que lavó sin hacer el menor ruido; luego los llenó con sirope obtenido de unas flores salvajes que Charlotte había recogido en el campo la tarde anterior. Alargado con agua, el extracto se convierte en un inocente y agradable refresco de sutiles expresiones con el que convidan a los huéspedes que llegan a Terraces Houses.
ÉFESO
Hordas de turistas que llegan en abigarrados contingentes llenan la Vía de los Curetes, pavimentada con grandes bloques de mármol. Es como la salida del subte a la hora pico. Difícil abstraerse, pero el legado grecorromano que hoy se contempla, apenas migajas de lo que esta ciudad comercial y portuaria supo dar de sí, es tan impactante que ni el gentío logra opacarlo. El recorrido cubre dos kilómetros, y es la primera parte la más rica, la más espectacular, la más consistente. La
Vía de los Curetes
baja flanqueada de ruinas arqueológicas ?imprescindible visitar las casas de los patricios romanos, en plena etapa de restauración? hacia la Puerta de Adriano y la Biblioteca de Celso. Es "el" gran tesoro de Éfeso. La biblioteca, que llegó a contener 12 mil pergaminos, conserva su imponente fachada original. Fue construida mirando al este para que en las salas de lectura se aprovechara mejor la luz de la mañana. Sobre uno de los escalones de mármol que la preceden y acotado con una placa, hay un grabado significativo: el candelabro de siete brazos, símbolo judío, que se presume fue hecho por un esclavo.
ASSOS Y EL MAR
Nar quiere decir granada, fruta muy preciada en Turquía, y konak es un sustantivo que se aplica a las viejas casas señoriales. Juntas, estas palabras significarían "casona de la granada". La apertura formal de Nar Konak se hizo en abril 2013. El invierno es muy frío y ventoso en Assos, confiesan sus jóvenes anfitriones, pero igual están dispuestos a recibir. Juan Casalins es argentino, un diseñador industrial y multifacético que se siente muy a gusto en Turquía. Sobre todo desde que la conoció a Gyzem Selcuk, un ángel de 24 años, hija de los dueños del hotel. Gyzem estudió ingeniería industrial y habla muy bien el español. Nar Konak es una de las buenas razones para demorarse en Assos. El flamante hotelito se esconde en un recodo alto del pueblo, de por sí empinado y tortuoso. Un cartel muy discreto precede la entrada, pero sólo desde adentro se descubre adónde se ha llegado: a una gran roca con unas vistas estupendas. Las habitaciones son cinco, luminosas y ambientadas con mucho mimo. Sobre cada cama se extiende una manta de crochet, a cual más linda y mejor tejida por la madre de Gyzem. Los cuartos llevan nombres de hierbas aromáticas: Lavanta (lavanda), Biberiye (se pronuncia biberié: romero), Kekik (orégano), Defne (laurel) y Reyhan (albahaca). Diferentes espacios al aire libre brindan la posibilidad de elegir dónde estar y qué hacer. Desde el desayuno hasta la hora de las estrellas, en cada rincón pervive el espíritu de la casa añosa que en esencia es Nar Konak. Otra razón tiene Assos y es la acrópolis, o mejor dicho lo que de ella queda. Está sobre un monte escarpado, a cuyos pies se ven restos de otras ruinas griegas. Cuáles de esas piedras habrán sido rozadas por Aristóteles, cuáles? No hay turistas aquí arriba, guías tampoco. La pura soledad y el olvido rodean los fragmentos de la acrópolis, un suspenso que invita a quedarse frente a la amplitud del Egeo. Grande y esbelta, la isla de Lesbos ocupa la escena al alcance de una mano que no puede llegar a rozarla. Assos tiene un puertito con su espigón de piedras y el color de las barcas pesqueras que se mecen al compás de la inquietud del mar. Un mar que es de un azul intenso, oscuro. Azul marino justamente.
Nota publicada en revista Lugares 207.