Cinco semanas en bici por los caminos de la Patagonia
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Santiago Laffaye. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 3000 caracteres y fotos LNturismo@lanacion.com.ar
La ruta asfaltada es la entrada en calor perfecta. Los bosques atajan la llovizna diagonal, el aire tiene el aroma violeta de las lavandas que explotan junto al célebre Camino de los Siete Lagos. El viento y la lluvia en la cara me saben a libertad.
En Bariloche nos recibe Emilio, miembro de Warmshowers, una red social de cicloviajeros. Cuatro ciclistas vamos a celebrar la llegada de nuevo año. Bala, de Bombay, viene bajando desde California; Kurt, con quien acampé en la Angostura, es austríaco: Rafael, polaco, parece salido de un film de Kusturica con su estrafalario porta-guitarras. Toca en las plazas para financiarse.
El brazo Blest, parte de la reserva virgen del Parque Nacional Nahuel Huapi, me hipnotiza: cipreses, arrayanes y coihues hacen equilibrio sobre pendientes imposibles. El paso a Chile implica navegar este lago, el Frías y De Todos los Santos.
La suerte está de nuestro lado, toca un día radiante en la región que vio nacer a Neruda, una de las más lluviosas del mundo. La cara norte del Tronador se deja ver desde la Selva Valdiviana. Más adelante, el volcán Osorno moja sus pies en el lago de Todos los Santos.
Llego con Kurt de noche a Puerto Varas. Marcela y Héctor nos invitan a su casa. Mientras charlamos del viaje y la Patagonia, Héctor insiste en regalarme un mapa de la Carretera Austral. Comemos como quien ha pedaleado 80 kilómetros.
Por la mañana Héctor me consigue un tornillo para la bici, el original se perdió en el traqueteo del ripio. Ese tornillo provisorio me acompañará hasta el último día de la travesía. Un rato antes, una foto de Pinochet enmarcada me dejó mudo. En la biblioteca veo fotos suyas, de uniforme, entre libros y medallas militares. Insiste en acompañarnos unos kilómetros con su bici. Pedaleo pensativo. En 1978, cuando las dictaduras estuvieron a punto de llevarnos a una guerra por el Beagle, yo tenía cinco años y Héctor era un joven oficial del ejército chileno. Viajar en bicicleta también es borrar fronteras.
Desayuno con almejas
En la Isla de Chiloé armamos las carpas sobre una playa, me doy el gusto de nadar en el insólitamente tibio Mar Austral. La marea sube mucho, tememos por las carpas y las alejamos unos metros más de la costa. Con los últimos grises de la tarde, un grupo de lobitos llega a la bahía y hace un número de acuario. Comen mariscos y juegan. Es la única noche que no duermo de un tirón. De madrugada me asomo: el agua llegó a un metro de la carpa, pero la marea ya está bajando. Con la bajamar recogemos almejas para un desayuno diferente.
Por la tarde buscamos un buen lugar para acampar. Cerca de Coyhaique, en la quebrada del río Simpson, hallamos un sitio ideal. El río serpentea bajando la pampa entre paredes de roca. Escucho los salmones saltando. Intento con la línea y las cucharitas que me regaló un pescador. La pesca no es lo mío.
Un paisano viene bajando el río, charlamos un rato. Cuenta las carpas con la mirada, abre su morral y sin inmutarse me da tres salmones. Sigue río abajo sin aceptar nada a cambio.
Kurt y Bertrand –un francés de la Provence que vive en Mendoza y además del idioma adoptó el mate, las bombachas de gaucho y el boludo– me miran incrédulos cuando llego al campamento.
Después de 8 horas y 2000 metros de ascenso, nos lanzamos en velocidad montaña abajo. Siento en mis brazos las escamas del camino, la bici rebota en el ripio despidiendo piedritas a ambos lados. Gritamos como chicos y lloramos de risa cuando llegamos al fiordo donde espera el ferry.
Cerca de Villa O’Higgins, envueltos por la lluvia y un frío que nos corta la cara, encontramos una cabañita escondida en el bosque. Refugio secreto de la comunidad cicloturista. Tiene un hogar y leña preparada. Está decorada con grafitis y mensajes de cicloviajeros célebres. Parece no tener dueño, pero es de todos. Sobre la puerta se lee: Dejá este lugar mejor de lo que lo encontraste, limpio y con leña para los que vienen mañana.
Hago mi aporte al taller comunitario: una cubierta que ya no voy a necesitar.
Los lagos no tienen dueño
Tras navegar el lago O’Higgins llego al paso fronterizo Dos Lagunas, solo apto para peatones, que cruza el bosque camino a Laguna del Desierto. Siento en mis pies los mapas que estudié mil veces. Los chorrillos se transforman en arroyitos que metro a metro van tomando rumbo al Pacífico y al Atlántico, un escenario que parece armado para que el Perito Moreno exponga sus razones: suena tan lógico que la procedencia del agua que riega los campos sea el límite entre vecinos.
En un claro de bosque, el hito, un poste de hierro en el que leo Argentina señala la línea imaginaria de la frontera. El Fitz Roy se muestra majestuoso. Es la entrada más linda que jamás hice al país y la atravieso empujando mi bici. Allá arriba dos cóndores planean en círculos, parecen querer mostrarme que las montañas y lagos no tienen dueño y que esa línea imaginaria no significa nada. Tienen razón, pero me emociona pisar tierra patria.
Los doscientos kilómetros de Chalten a Calafate los hago en un día y medio con Eolo a mi favor. Asfalto y estepa.
Pedaleé casi dos mil kilómetros en cinco semanas, hice muchos amigos en una ruta mágica y la bici se portó muy bien, con cuarenta kilos de equipaje encima solo partí un rayo y un par de tornillos de la transmisión y el único pinchazo fue a 15 km del Chaltén en el último tramo de ripio.
En enero de 1996 hice mi primera travesía en bici con cuatro amigos, mil kilómetros desde Ushuaia a Torres del Paine. Desde entonces pedalee por muchos caminos. Pero no hay como los de la Patagonia, la madre del viento y las estepas infinitas.
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