El incidente en el comienzo del partido decisivo fue inédito. Los hinchas de Chicago y sus cruces con los aficionados de un balcón vecino
Tratar de lograr una mayor concurrencia al campeonato de polo más importante del mundo pareciera ser un chiste, pero en el fondo no lo es. Los mejores jugadores, los mejores caballos, la mayor velocidad y destreza que uno pueda ver en este deporte, en un escenario fantástico como el Campo Argentino, en pleno Palermo. “¿Qué más se necesitaría para completar las tribunas? Debe estar que explota de la primera fecha a la última y no se deben conseguir entradas”, puede preguntarse y a la vez afirmar un outsider. Que instantes después se sorprenderá al apreciar la única tribuna del sector Dorrego bastante despoblada durante las actuaciones, nada menos, de La Natividad y de La Dolfina, los dos mejores equipos del momento.
La historia no es nueva en lo que atañe a las primeras fechas del tradicional certamen. Distinta suele ser la ecuación cuando llega la final: ahí la cancha luce de otra manera, con presencia masiva, tanto en el sector Dorrego como en las plateas principales de la cancha 1. Pero de todos modos, nada tiene que ver esa imagen si se la compara con 20 años atrás, cuando el espacio era aún mayor: el sector más barato para los aficionados se componía con tres tribunas y todas estaban llenas. Incluso, había gente que se tenía que sentar abajo, sobre el césped, generando una situación de riesgo innecesaria ante el eventual freno tardío de un jinete o un simple bochazo por arriba de las tablas.
Aquel colorido se extravió y las razones pueden ser múltiples: pérdida de interés, televisación en vivo de los partidos por streaming, algunos cotejos sin equivalencias por distintos poderíos de organización y, claro, una situación económica a nivel país diferente, más precaria y en picada constante. La búsqueda de alternativas para fomentar el aumento de asistencia ha sido variada, pero nada altera lo que ocurre al menos hasta las definiciones de zona, con tribunas semivacías o a medio completar. Muchas veces, los partidos de la cancha 2, que se juegan en primer turno (a las 14), han tenido mayor atracción que los de la 1 por la paridad de fuerzas entre los protagonistas.
Y el After Polo y toda la movida social, incluso la de entresemana en un predio fantástico, bien ubicado y con un verde envidiable como lugar de encuentro para pasar un lindo rato, no llegó a derramar público al deporte, que era una idea razonable como plan alternativo para generar un revulsivo: los que van a divertirse, se divierten, pero generalmente no miran polo. O en una proporción ínfima. Van a la tardecita, cuando terminan los partidos. O sea, convocados por lo social, no por lo deportivo.
Tiempos de Chicago y de ShowMatch
Decíamos que la historia no es nueva. Hace dos décadas, hasta el propio Adolfo Cambiaso se involucró a modo personal en la intención de “acercar gente al polo”. Una de las formas fue la interacción con Marcelo Tinelli en su programa de TV ShowMatch, por entonces de gran audiencia y simpático a los ojos globales de la gente, cuando todavía no se había desatado “la grieta”. Que se llevó muchas cosas, incluida gran parte de la audiencia del afamado conductor y dirigente deportivo.
La Dolfina no sólo tenía presencias en el programa de TV, sino que además llevaba un logotipo en su camiseta. La marca ShowMatch había desembarcado en la cancha 1 de Palermo. Esa sociedad había llegado como alternativa de una idea que el propio Tinelli le había propuesto a Cambiaso en un encuentro. “Ché, muy bueno eso de jugar con la camiseta de Chicago. Me gustaría que ahora usen la de San Lorenzo”. Adolfito se negó y de esa manera surgió el otro acuerdo con ShowMatch. ¿Por qué la negativa a llevar los colores del Ciclón?
La idea primeriza, que se extendió por tres temporadas (de 2002 a 2004), pretendió ser folclórica, pero tuvo sus particularidades. Hasta trajo problemas que podían imaginarse. En rigor, la idea nació después de que La Dolfina, tras su aparición en escena en el Abierto del año 2000, perdiera sus dos primeras finales contra Indios Chapaleufú II y frente a Indios Chapaleufú. A la iniciativa de cambiar los colores de la casaca original (celeste y blanca), se sumó una idea futbolera: “Hay que cambiar los colores. Usemos una camiseta de fútbol. Pero no la de River o la de Boca. Juguemos con la de Nueva Chicago”, propuso Adolfito en una tarde de mates en las caballerizas. Nueva Chicago. Sí, la del Torito de Mataderos. La verde y negra a rayas verticales.
¿Por qué la de Chicago? Porque era un club ligado a los sentimientos de familiares de La Dolfina. Héctor “Chalo” Castagnola simpatizaba con el club de Mataderos, además de ser un reconocido empresario de la carne. Lolo, uno de sus hijos, amigo, compañero y cuñado de Adolfito (se casó con Camila Cambiaso), también sentía un vínculo especial con la entidad que hoy participa en los torneos del fútbol de ascenso. Y a Cambiaso le gustó de movida. Jugaron los torneos de Tortugas y de HurlIngham, también de la Triple Corona, con la camiseta futbolera y las noticias llegaron hasta Mataderos, generando sorpresa: el mundo del polo era algo desconocido para la mayoría.
Hubo nexos con la dirigencia gestados a través de un periodista amigo relacionado con Chicago, presencias en los partidos del Torito de los torneos locales, entrega de una plaqueta conmemorativa a los polistas antes de un cotejo, fotos con una bandera con la leyenda “Chicago = La Dolfina”. Se generó un vínculo y algunos, muy pocos, hasta fueron a ver al equipo al Abierto de Palermo. Hasta que La Dolfina derrotó a Ellerstina en una definición de zona y accedió a la final. “Necesito gente en la final”, fue, entonces, la frase de Cambiaso. Había dejado entrever en algunos comentarios que desde su salida de Ellerstina a mediados del 2000, sentía que el apoyo de las tribunas estaba “retaceado”. La hinchada de Chicago cubriría esa carencia. ¿Una apuesta de riesgo? Estaría por verse, pero se trataba de una experiencia inédita, con garantías relativas. El fútbol es fútbol y el polo es polo. Y sus seguidores también: no tienen nada que ver uno con el otro. En el polo, por lo pronto, no hay barras.
Una final polémica
La Dolfina se consagró campeón en ese 2022, con Cambiaso, Castagnola y los hermanos Sebastián y Juan Ignacio Pite Merlos. Sus seguidores, en buen número y sentados, como se estila, entraron en la tribuna lateral de Dorrego que da sobre Avenida del Libertador, en cuyos palenques estaban los jugadores del conjunto de Cañuelas. Junto con los hinchas de Chicago. Banderas, cornetas, bombos y humo con los colores del Torito. Y todos parados, como en la cancha de fútbol. Con un aliento superior al clásico de los seguidores del polo. En ese entonces, La Dolfina era un equipo nuevo. Cambiaso arrastraba hinchas que tenía en Ellerstina, pero no se trataba de una tribuna “bullanguera”. Y estaba en desventaja contra las de los dos Chapaleufú, las formaciones de los Heguy, hijos de Horacio Antonio y de Alberto Pedro, más numerosas y ruidosas.
La final tuvo sus polémicas, pero no fue por los hinchas de Chicago, sino por algunos fallos de los jueces. Fueron expulsados el Ruso Heguy, por acumulación de tarjetas amarillas, y su hermano Ignacio, por roja directa por insultar al referí Daniel Boudou, el Sheriff, uno de los jueces más comprometidos con el resto y la disciplina. La Dolfina ganó por 20-16 y sellaba su primer título. Hubo grandes festejos de los jugadores y de los hinchas de Nueva Chicago. El comentario generalizado del público habitué era “No se puede venir con barrabravas a Palermo”. Pero en ningún caso se mencionó la posibilidad de vetar la presencia de estos “hinchas caracterizados”, como suelen denominar algunos dirigentes a los principales referentes del tablón. Desde la organización, se montó con Infantería un operativo especial y se les bajó una orden: “Cuando termine el partido, los barras salen por Dorrego, no cruzan al otro lado”. El otro lado era el de las tribunas principales, la de la entrega de premios y la zona de bares.
Se recuerdan quejas que formularon en los palenques de Chapa II acerca del lanzamiento de petardos antes y durante los descansos entre chukker y chukker. “Fue una vergüenza lo que hicieron algunos barras. Los caballos se asustaron mucho. No podés tirarles cohetes. Pudo ser un desastre”, nos dijo un allegado al equipo que estuvo todo el partido en la zona de palenques y no podía ocultar su indignación.
¿La experiencia? No fue apocalíptica, pero sí diferente. Es como si usted va al teatro y en las tres filas del fondo hay una orquesta que toca durante el desarrollo de la obra. El polo no se juega bajo los silencios de una biblioteca, tiene sus gritos y festejos, pero son, digamos, de euforia medida. Al día siguiente, encargados del cuidado del Campo Argentino no ocultaban su sorpresa por algunas maderas rotas debajo de la Dorrego, restos de bebidas y de comidas, y hasta de excrementos con restos de banderas. Y no precisamente de caballos. ¿Qué faltó, quizá, a nivel organizativo? Fotos, documentos gráficos, denuncias concretas, si es que se pretendía evitar una nueva experiencia a futuro. El futuro fue 2003, cuando todo salió mal...
Una final diferente
Era una final distinta aquella. Por ejemplo, no estaban ninguno de los Chapaleufú. De un lado La Dolfina, con la misma formación con la que se consagró en 2002. Y enfrente, La Aguada, con los cuatro hermanos Novillo Astrada: Javier, Eduardo (h.), Miguel e Ignacio. Que buscaba nada menos que la Triple Corona. Campeón en Tortugas, venciendo a La Dolfina por 10-9 en chukker suplementario (gol de Miguel). Campeón en Hurlingham; superando a Chapaleufú por 10-9. Invicto en nueve partidos. Y un detalle: ese año ya había derrotado tres veces a La Dolfina, dos de ellas en tiempo extra y todas por un gol. Le faltaba rubricarlo en el partido más importante de la temporada. El de la gloria.
Una final que casi se mezcla con la Nochebuena: fue el sábado 20 de diciembre. El retraso en el schedule original derivó en situaciones impensadas: Nacho Novillo Astrada tuvo que cambiar su fecha de casamiento, prevista para ese día con mucha antelación (la pasó para el martes 23). No era normal que el Argentino Abierto concluyera tan tarde, pero el clima hizo de las suyas y fue dilatando todo.
Tarde calurosa, típica de esa época del año. A La Aguada le tocaron los palenques de Libertador. La Dolfina, del lado del tablero. El público fue acomodándose, siempre primero en el sector Dorrego, para esperar la salida de los equipos y el primer throw-in, programado para las 17. Afuera, en la calle, nuevamente los hinchas de Chicago. Todos con entradas. Prolijo. “El problema fue que vieron la demanda que había, notaron que había muchos revendedores ofreciendo y comprando, y turistas ávidos de no quedarse afuera del partido más importante del año... ¡Y las vendieron en dólares y todo!”, nos dijo una fuente que siguió de cerca lo que ocurría. “Ese día falló el operativo, distinto al del año anterior. Claramente”, sentenció.
Sin entradas y con el negocio ya hecho, ¿se volvieron a Mataderos los hinchas? Negativo: entraron igual, sin presencia policial en el portón de acceso. Sólo estaban los controles, que obviamente se vieron desbordados.
El problema mayor fue que la tribuna lateral de Dorrego estaba...llena. Los Jugadores habían taqueado, ya se había ejecutado el Himno Nacional, retirado la Fanfarria Alto Perú y presentadas las alineaciones. Los aficionados que llegaron primero, con sus entradas, y que estaban sentados desde al menos una hora y media antes, de pronto se vieron tapados por banderas, mástiles, bombos, mientras otros lanzaban humo. Había, ahí, un problema.
Porque, además, el partido ya había empezado en medio de ese cuadro de situación. El tema no estaba resuelto. Los hinchas de fútbol, las barras, algunas de ellas, suelen llegar con el partido a punto de iniciarse y “se hacen lugar”. O se lo dejan directamente por cuestiones de “supervivencia”. El polo no estaba preparado para esa ecuación. Todo empeoró cuando muchos de los aficionados no toleraron la situación anormal y reaccionaron: bajaron de la tribuna, entraron en el campo de juego, y se sentaron sobre el césped. No era un número grande, pero los suficientes para entender que se trataba de una situación escandalosa. La final, claro, se interrumpió. Iban poco más de cinco minutos de juego.
Discusiones varias, charlas fuertes de los jugadores con dirigentes de la Asociación Argentina de Polo, palabras subidas de tono, gestos ampulosos, los hermanos Merlos tratando de interceder con los hinchas de Chicago, gente echándole la culpa a los jugadores de La Dolfina por haber llevado hinchas de fútbol a la cancha. Todo ante el estupor de 15.000 personas y de la teleaudiencia que estaba siguiendo las alternativas del encuentro por ESPN y ATC, la denominación de entonces del canal estatal.
Veintitrés minutos estuvo interrumpida la final. Después, los aficionados fueron reacomodados en la zona de plateas, lejos de la zona de conflicto, básicamente en las escaleras. Pero nadie podía olvidar el bochorno. “Esto es disparatado”, era la frase más repetida. Un bochorno que tendría otros capítulos peculiares y siempre recordados por todos los que estuvieron aquel día en La Catedral.
El comienzo de la final y la invasión de público a la cancha
Como en la cancha, pero contra los del balcón...
La cancha 1 de Palermo es conocida, entre tantas cosas, por un edificio que da sobre el arco del tablero. Es el más conocido. En sus balcones, mucha gente suele disfrutar de las finales. Algunas veces, teniendo que esquivar eventuales bochazos que llueven de ejecuciones de penales de fuertes y precisos pegadores. Y se cuelgan banderas, también. Pero es muy difícil que provengan gritos hacia el campo de juego. Se juntan a ver el partido desde la comodidad del lugar, con una vista fantástica: es como tener un jardín gigante delante de sus ojos.
Esa vez, en el séptimo piso asomaba una bandera grande con los colores de La Aguada, equipo que estaba sponsoreado por una automotriz. Al menos una docena de personas asomaban junto a la baranda. Bastó que los hinchas de Nueva Chicago los visualizaran para que empezaran los cantos apuntados hacia el sector. Y lo que empezó como una gracia, terminó como en la cancha: con agresiones y amenazas.
La primera vez que se escuchó un estribillo, hubo carcajadas desde otros sectores, celebrando la ocurrencia. Curiosamente, era un año en el que el Argentino Abierto contaba, entre uno de sus auspiciantes, con una firma de champagne distinta (Toso). Pero la imaginación futbolera de la hinchada verdinegra brotó tomando el nombre de otra marca también asociada durante mucho tiempo al polo y que participó en los tradicionales descorches en el podio de campeones. Y nació el estribillo: “Borombombón, borombombón, queremos todos, tomar Chandon”. Es altamente factible que hasta los propios jugadores hayan soltado una sonrisa en ese momento.
Algunos chukkers más tarde, cuando desde el balcón festejaron algunos goles de La Aguada, el tenor de los cantos fue mutando. “El que no salta es un evasor, el que no salta es un evasor”, gritaban los hinchas de Chicago, mientras saltaban sobre los tablones de la Dorrego, y en algunos casos, apuntaban con sus índices al balcón y a las plateas de enfrente.
Y el remate fue de no creer: “Cuando termine los vamo’ a desvalijar, cuando termine los vamo’ a desvalijar...”, directamente dedicado a los integrantes del balcón. Disparatado por donde se lo mire. Ya nadie celebraba “las ocurrencias”, sino todo lo contrario: hasta hubo algunos chiflidos de reprobación.
La Aguada, con mejor remate en los dos últimos chukkers se impuso por 12-10 y concretaba la conquista del Abierto de Palermo y de la Triple Corona, con un conjunto integrado por cuatro hermanos. Algo que ni siquiera el equipo de los Heguy de Chapaleufú pudo conseguir en los noventa, con Bautista, Gonzalo, Horacito y Marcos. En la entrega de premios, Gonzalo Tanoira, por entonces presidente de la AAP, le pedía disculpas a la gente en su discurso: “Todo el que paga una entrada tiene el derecho de ver el espectáculo. Les pido disculpas a todos los que se vieron afectados por los hechos de hoy”.
Fue la última actuación de La Dolfina con esa formación. Al año siguiente entraron Carlos Gracida y Santiago Chavanne por los hermanos Merlos y fue la única vez que La Dolfina, desde el 2000 a hoy, no llegó a la final del Abierto de Palermo. También resultó la despedida de la camiseta de Nueva Chicago. Ya en ese 2004 no hubo hinchada de Chicago, y sí algunos pocos que seguirían vinculados con el club con el paso del tiempo. Pero fue como que la experiencia de 2003 había sido suficiente. Una idea, una iniciativa que tuvo buenas intenciones, pero que claramente fue un gol en contra. Un viejo concurrente de Palermo sentenciaba: “¿Y qué querías que pasara con barrabravas? Alguien tendría que haberse dado cuenta de que iba a terminar mal. Y pudo ser peor: imaginate el desastre si la gente hubiera reaccionado mal ante los atropellos...”.
Con el paso del tiempo, Cambiaso no se arrepintió de aquella idea. “Lo volvería a hacer”, suele decir. “No tuve temor, pero no se sabía cómo manejarlo. La única cosa negativa fue cuando la gente entró en la cancha en plena final. Si se hubiera sabido organizarlo mejor, darles un lugar en un sector de la tribuna a 100 hinchas, ponele, quizá se habría evitado el problema. La idea acercó gente y así apareció Tinelli. Hoy en día me siguen preguntando por la historia de cuando jugamos con la camiseta de Chicago”.
Aún hoy, no faltan los que recuerdan y preguntan: “¿Te acordás del día del “Borombombón, borombombón, queremos todos tomar Chandon?”. Pasaron 20 años y hay una certeza: el polo debe recuperar presencia en sus tribunas de una manera más natural e ingeniosa, sin exponerse al absurdo.
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