La consultora S&P Global estima que entre este año y 2035, el consumo global de este material se duplicará hasta alcanzar los 50 millones de toneladas anuales
A los 76 años, Richard Adkerson es un veterano estadista de la industria del cobre. Desde hace dos décadas es CEO de Freeport-McMoRan, uno de los mayores productores de cobre del mundo, una empresa con una valuación de mercado de US$55.000 millones. Adkerson lo ha visto todo, desde burbujas a corto plazo y sus consecuentes estallidos hasta el superciclo liderado por China, y desde una industria marcada por la fragmentación hasta la consolidación actual del sector. De hecho, la propia Freeport ha sido pionera de esas tendencias. En 2007, cuando pagó US$$26.000 millones por Phelps Dodge -una empresa de Arizona que se remontaba a la época del Salvaje Oeste del siglo XIX-, la compra se convirtió en la transacción minera más grande de la historia. Y también fue un golpe maestro. No así la funesta diversificación de la compañía hacia el petróleo y el gas unos años después, que Adkerson aclara que no fue idea suya. Ese proceso llevó a la empresa al borde de la extinción y debió ser revertido en 2016, tras el desplome del precio tanto del metal como de la energía.
Con voz grave, como cabe esperar de un ejecutivo de la industria minera, Adkerson hace conjeturas sobre una potencial crisis del cobre. Las presiones del desarrollo industrial en los países emergentes, así como el avance de la electrificación y descarbonización como parte de la transición energética, muy probablemente multipliquen la demanda del metal rojo. La consultora S&P Global estima que entre este año y 2035, el consumo global de cobre se duplicará hasta alcanzar los 50 millones de toneladas anuales. Pero a menos que su precio se dispare, señala Adkerson, es muy improbable que en ese periodo la oferta pueda crecer al mismo ritmo, y agrega que más allá de las nuevas minas de cobre que se están abriendo en Mongolia y la República Democrática del Congo, hay pocos proyectos en marcha. La preocupación por el impacto ambiental y los derechos de los indígenas complica la aprobación y aceptación social de los nuevos emprendimientos. Para colmo, tanto en Chile como en Perú, que en conjunto producen casi el 40% del cobre mundial, la minería está sujeta a los vaivenes de la política local.
Según Adkerson, es un problema de abastecimiento que no se resuelve solamente con dinero. “Simplemente hay escasez de oportunidades de inversión que sean viables”, dice el ejecutivo, que se abstiene sabiamente de sugerir que el mundo se está quedando sin cobre y prefiere ilustrar la actual situación con un ejemplo de los inicios de su carrera, cuando era consultor de la industria del petróleo. Uno de sus amigos de entonces era Matthew Simmons, un banquero de inversiones de Texas famoso por impulsar la teoría del “pico petrolero”, que planteaba que el mundo se estaba quedando sin crudo. Y uno de los clientes de Simmons era George Mitchell, que luego se haría famoso como padre de la revolución del shale oil que desbancó la teoría del “pico petrolero”. “Fue una lección muy saludable”, dice Adkerson con un chasquido, y agrega que siempre está a la espera de un equivalente del shale oil pero en la industria del cobre.
La comparación entre el negocio petrolero y el del cobre es útil porque ayuda a ilustrar las complejidades que entraña la extracción del mineral, y también ofrece pistas de cómo se podría superar su escasez. Empecemos por señalar las diferencias entre ambas commodities. Como explica Adkerson, la tecnología para encontrar mineral de cobre no es tan efectiva como la sismología de reflexión que se usa para detectar reservas de hidrocarburos, porque los yacimientos de cobre se extienden sobre áreas mucho más vastas, lo que demanda años y años de perforaciones tentativas. Además, gran parte de la explotación petrolera se hace en aguas abiertas, mientras que la minería oceánica es todavía incipiente y ambientalmente problemática. Adkerson señala que Lockheed Martin, la fabricante de armas norteamericana que había apostado fuerte por la minería en aguas profundas, acaba de vender una subsidiaria que tiene licencias para explorar en parte del océano Pacífico: en pocas palabras, está abandonando el negocio.
También hay marcadas diferencias en el proceso de producción. La extracción de mineral de cobre no solo está más concentrada por regiones que la explotación petrolera. Mientras que desde obtener una licencia de exploración petrolera hasta empezar a operar los pocos se tardan algunos años, para desarrollar una mina de cobre “greenfield” -las que se encuentran en lugares inexplorados o no desarrollados- puede pasar más de una década. El premio consuelo es que las minas de cobre no se agotan tan rápidamente como los pozos de petróleo. De hecho, algunas de las minas operadas por Freeport tienen más de 100 años.
Ahora consideremos las similitudes. Durante el superciclo de las commodities y hasta mediados de la década de 2010, ambas industrias volcaron masivamente el dinero de los accionistas en proyectos desmedidamente ambiciosos que casi los llevan a la ruina. Y ahora, aunque crece la preocupación por la oferta de petróleo y cobre, los inversores prefieren las regalías que poner capital de riesgo en grandes proyectos de inversión. Esa situación se ha visto exacerbada por las presiones de algunos inversores para reducir la extracción de recursos, por sus efectos ambientales, sociales, y el cumplimiento de los criterios de gobierno ambiental, social y corporativo (ESG, por su sigla en inglés).
Sin embargo, esa tendencia estaría empezando a cambiar. En la industria del petróleo, los altos precios del crudo han impulsado a empresas como Shell y BP a repensar el ritmo de reducción de la extracción de petróleo. Y también la industria minera se está arriesgando más. Este mes, el gigante de la minería diversificada BHP presentará su oferta de US$6400 millones para adquirir Oz Minerals, una minera de cobre australiana. Si la oferta es aceptada por los accionistas de Oz, será la mayor adquisición de BHP desde 2011. Por su parte, este año Freeport piensa aumentar su gasto de capital a US$5200 millones, en comparación con los US$3500 millones de 2022, mayormente para ampliar el desarrollo subterráneo de Grasberg, su mina de cobre en Indonesia. Adkerson señala que parte de ese incremento responde al aumento de los costos, pero también detecta un cambio de ánimo positivo entre los inversores. “Cuando hablo con nuestros accionistas, me preguntan de dónde va a provenir ese crecimiento”, agregó.
Proyectos “brownfield” y nuevas tecnologías
Hay dos respuestas posibles. La primera es redoblar la exploración en los yacimientos “brownfield”, o sea, donde ya hay reservas comprobadas y minas en funcionamiento. Freeport tiene reservas de cobre de 22 millones de toneladas tan solo en Estados Unidos. Para desarrollar esos proyectos se tarda entre seis y diez años, y la grave escasez de mano de obra que sufre actualmente Estados Unidos podría demorar aún más las cosas, pero sigue siendo una perspectiva más prometedora que empezar de cero. La segunda respuesta viene de la tecnología. Adkerson dice que Freeport tiene 17 millones de toneladas de mineral de cobre residual del proceso de lixiviación, y tiene la esperanza de que con nuevos catalizadores y técnicas operativas basadas en datos analíticos se podrá recuperar parte del metal por menor costo que explotar una mina nueva, con menos emisiones de carbono y menos trabas regulatorias.
El veterano del sector minero no cree que esas medidas tengan un impacto tan grande en la oferta de cobre como lo tuvo la revolución del shale para el mercado del petróleo. Y cuanto más se haga sentir la escasez de cobre, más valdrán las reservas de Freeport y mayor será el valor de la empresa. Adkerson se debe estar frotando las manos ante esa perspectiva…
(Traducción de Jaime Arrambide)
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