La historia de cómo se recuperó un órgano de 1882 olvidado en una iglesia metodista
En marzo del año pasado, Rafael Ferreyra apareció en varios medios de comunicación denunciando el abandono en el que había quedado el imponente órgano de la Basílica de Luján, a pesar de que el gobierno de la provincia de Buenos Aires había invertido más de 100 millones de pesos en la remodelación de ese edificio religioso desde 2003. Ese órgano mide 17 metros de largo, siete metros de profundidad, pesa doce toneladas y tiene 3800 tubos. Pero no emite una sola nota desde 1976.
"El presidente Néstor Kirchner prometió la restauración, pero nunca se llevó a cabo", denunció entonces Ferreyra, músico formado en Estados Unidos que ha ofrecido recitales en ese país y en varios de Europa. Organista de la Basílica del Sagrado Corazón de Buenos Aires desde 1975, es el responsable de la página web Notable Pipe Organs in Buenos Aires, que contiene mucha información sobre la mayor parte de estos magníficos instrumentos que hay repartidos en la ciudad. También es el organista titular del precioso órgano Forster & Andrews (1882) de la Primera Iglesia Metodista, ubicada en la avenida Corrientes 718, un instrumento que fue restaurado entre 2007 y 2010 bajo su supervisión.
Ese Forster & Andrews tiene su propia historia, claro. En algún momento fue declarado "en estado terminal" por la comunidad metodista y por algunos especialistas argentinos, sobre todo por el costo altísimo que exigía su reparación. Pero Ferreyra pensó un plan para ponerlo en funcionamiento de nuevo, y convenció al pastor Hugo Urcola y a la Comisión Directiva de la Primera Iglesia Metodista de Buenos Aires. Con un equipo de trabajo conformado por Karina Kohoutek (artista plástica), Leopoldo Pérez Robledo (luthier) y su hijo Juan (dibujante), Ferreyra coordinó una titánica tarea de restauración con un solo objetivo: una vez que el órgano anduviera, él sería el encargado del instrumento y su ejecutante oficial, un rol que consiguió y que hoy mantiene con el aval del pastor Carlos Amarillo.
Se bajaron al nivel del suelo los enormes tubos de la fachada para limpiarlos y pintarlos, se ajustaron todos los mecanismos internos del instrumento (conductos, varillas, fuelle de aire de cuero, piezas de madera) y finalmente se puso de nuevo en marcha el órgano tanto para servicios religiosos como para conciertos de artistas nacionales y extranjeros.
Suena como un milagro, pero Ferreyra, lo aclara él taxativamente, es agnóstico. Fan del rock sinfónico (Pink Floyd, Yes, Génesis, Emerson Lake & Palmer son sus bandas favoritas), también adora la música clásica y es un verdadero amante estos singulares instrumentos, que se pueden encontrar en varias iglesias de Buenos Aires: la del Sagrado Corazón de Jesús de Betharram en Barracas y la de San Juan Bautista en San Telmo, por ejemplo.
"Para mí era una cuestión de principios poner en funcionamiento este instrumento magnífico que había estado mudo por más de 30 años", señala este obstinado organista que trabajó ad honorem más de tres años para lograr ese objetivo.
"Lo encontramos en estado de abandono total: la madera comida por los bichos taladro, mecanismos apolillados, mampostería caída en el interior -cuenta Ferreyra-. Es un órgano mecánico inglés de 1882 muy particular y muy valioso. Los órganos ingleses tienen una estética muy interesante y una sonoridad muy suntuosa. Permiten acompañar el culto con un gran soporte del canto comunitario, pero al mismo tiempo tienen características tímbricas que los hacen aptos para un recital. Cuando lo compraron, costó unas 800 libras esterlinas en oro. Es un instrumento lujoso. Los pocos de este tipo que llegaron a Buenos Aires son de fines del siglo XIX. La mayor parte de los órganos que vinieron acá son de Alemania y Francia. Ingleses quedan pocos, en Quilmes y en Lomas de Zamora, por ejemplo, y están muy descuidados".
Valor simbólico
Dice Ferreyra que casi todos estos órganos llegaron de Europa a Buenos Aires en el siglo XIX y por pedido de las comunidades religiosas. Para él, son instrumentos de un enorme valor simbólico: "El órgano, con sus posibilidades polifónicas, es una especie de culminación de la cultura occidental. Una sociedad que valora al órgano como lo que es, una sumatoria de toda la educación musical clásica a lo largo de muchísimos años, es una sociedad avanzada desde el punto de vista cultural".
Ferreyra opina, de todos modos, que en Buenos Aires los órganos están "fuera de contexto". Sus consideraciones son categóricas: "Se compraron porque se pretendía hacer de Buenos Aires una petit Paris, pero no había un sustrato cultural que lo justificara. Solo se usaron en oficios religiosos, pero lo cierto es que hay una una literatura musical muy vasta para aprovecharlos mejor. No se trata solo de música litúrgica. Esa idea quizá provenga de la observación del caso de Bach, que llevó al órgano a su cenit desde el punto de vista polifónico y trabajaba sobre todo en composiciones volcadas al culto protestante alemán de su época".
En el siglo XI, la iglesia católica adoptó el uso del órgano en sus servicios religiosos porque descubrió que su sonoridad es muy apropiada para favorecer es estado de meditación, igual que los colores de los vitraux y las formas de la arquitectura gótica. "Es un instrumento con un origen pagano y que después quedó asociado a la religión cristiana. Lo creó el ingeniero griego Tesidios en el siglo II antes de Cristo", apunta Ferreyra. "Se refinó a partir del siglo XI y alcanzó su culminación en el XVIII y el XIX con el romanticismo", completa.
Todavía se llevan a cabo conciertos de órgano en Buenos Aires, en iglesias y otras instituciones privadas, aunque no es fácil encontrar lugares con la acústica ideal. "Se puede tocar cualquier tipo de música con estos órganos, pero hay una gran cantidad compuesta especialmente para el instrumento -advierte Ferreyra-. Aun cuando sea posible tocar una polka o un bolero en un órgano, creo que la música popular se puede seguir haciendo con los instrumentos concebidos para eso. La mejor manera de aprovechar todas las posibilidades del órgano es centrarse en la música que fue pensada para su caso específico: la que escribieron Bach, Franck, Liszt, Händel, Frescobaldi...".
La pasión de Ferreyra por este instrumento que solo es conocido a fondo por un sector minúsculo de seguidores es tal que terminó formándose como restaurador con la misma práctica. Todo para mantener viva una tradición sonora muy rica que hoy quedó aislada en un lugar marginal, casi olvidada. "En Europa muchos órganos fueron destruidos por las guerras. Pero la Argentina no necesitó eso. Con la desidia, el olvido y la ignorancia alcanza", protesta este artesano, que hoy tiene a su cargo cuatro órganos de la ciudad. Suele colaborar con él Alan Pianesi, un joven y muy aplicado alumno que lo secunda en los trabajos de mantenimiento.
La experiencia que lo marcó, como suele ocurrir, se dio durante su infancia. "La primera vez que escuché un órgano quedé impactado -relata Ferreyra-. Mi papá era muy religioso y me llevaba seguido a la Basílica de San Carlos. Ahí escuchaba el sonido del órgano y quedaba trastornado toda la semana. Tenía apenas 6 o 7 años. Recién a los 16 pude tocar por primera vez. A esa edad empecé a tomar clases en el Instituto de Música Sacra de Buenos Aires con la profesora Carlota Faedo".
Y fue esa profesora, que según Ferreyra "no era una gran organista, pero sí una excelente pedagoga", la responsable de aquel momento inolvidable. "Ella me dijo que si quería hacer una prueba con un órgano, vaya tal día a tal hora a una iglesia de Cabildo al 400 -rememora Ferreyra-. Cuando llegó ese día, yo estaba en una especie de estado de locura, con una alegría y una ansiedad tremendas. Llegué y Carlota me estaba esperando. Pero cuando me senté para tocar me dijo 'yo tengo que salir, pero no te preocupes, vos tocá tranquilo y yo en una hora vuelvo. Si te gusta, te vas a saber arreglar'. Y la verdad es que fue una experiencia absolutamente mágica la de ese encuentro a solas. Me acuerdo perfectamente de todo lo que pasó ese día. Fue una mezcla de miedo, emoción, desumbramiento y éxtasis".