Del monte a la ciudad. Nilo, el joven hachero que se mudó a la capital para terminar la secundaria
Cuando hace un año LA NACION le preguntó a Nilo Romero, un chico de 14 años que vivía en Piruaj Bajo, en el monte santiagueño, cuál era su sueño, contestó sin dudarlo: "poder tener una cama para mí solo porque comparto el colchón, espalda con espalda, con mi hermano".
Su familia tenía otras necesidades – vivían en un racho sin luz, ni baño, ni agua – pero para él lo urgente era dormir cómodo y poder seguir estudiando para llegar, algún día, a ser maestro de matemáticas. "Nos alcanza apenas para la comida", agregaba su papá que trabaja haciendo postes de madera. Su mamá es ama de casa y tiene tres hermanos: Luis, Miriam y Silvia.
Su historia formó parte del proyecto Hambre de Futuro, que durante 2018 puso en agenda la problemática de la pobreza infantil y mostró, en primera persona, cómo son las infancias de los chicos en los lugares más vulnerables del país.
"Aquí es lo más lindo. No hay mejor vida que la del hachero. Me levanto temprano, me lavo la cara, tomo el desayuno y voy al monte a ayudar a mi papá a hachar la madera. A la tarde voy caminando a la escuela", contaba en ese entonces Nilo, que hablaba bajito, casi como tragándose las palabras. Había que tener la cabeza pegada a la suya para poder escucharlo y sus ojos miraban siempre al piso.
Después de que sus desafíos en las zonas rurales salieran publicados en LA NACION, a Nilo le cambió – literalmente – la vida. Se mudó del monte a la ciudad gracias a una beca para poder seguir estudiando y le llovieron donaciones.
La timidez, la sensibilidad y las enormes carencias que atravesaba Nilo, llegaron al corazón de la audiencia y muchos sintieron que tenían que hacer algo. A las pocas semanas Nilo ya había recibido la cama que tanto deseaba. Después llegaron muchos otros aportes económicos que se tradujeron en un panel solar, un baño instalado y una cisterna de agua para su casa.
Para su madre, María Palmas, el salto más grande fue poder tener energía eléctrica. "Antes no teníamos luz y nos arreglábamos con una linterna. Hemos mejorado mucho nuestra vida gracias a todos los que colaboraron. Como ahora tenemos agua no hace falta que la vayamos a buscar a la surgente", cuenta.
Nilo pasó de no tener acceso casi a ningún servicio básico a cubrir una buena parte de ellos. "Nos ayudaron con un montón de cosas. También me donaron una bicicleta que he dejado en el campo, un freezer, dos camas con sábanas y cubrecama y ropa", dice hoy un Nilo mucho más adulto y confiado.
Porque el cambio más grande fue el educativo, que trajo de la mano un desarraigo que todavía Nilo intenta procesar. Gracias a las notas, un grupo de personas quisieron becarlo para que pudiera terminar el secundario y apareció la posibilidad de que el Oratorio Don Bosco – después de emocionarse con su historia - le abriera sus puertas. Desde marzo de este año, Nilo se mudó del monte a la ciudad de Santiago del Estero para cursar su 3er año en el Colegio Secundario Campo Contreras.
"Nilo tenía un primo Gonzalo que estudiaba acá y nos contaba que había otro primo en el campo que quería venir a estudiar acá. Y nos hizo ver el video que hizo La Nación con la entrevista y ahí conocimos su historia. Su deseo de estudiar hizo que él tuviera su lugar en la casa y en nuestro corazón. El año pasado fuimos a Piruaj y lo conocimos a Nilo. Fue impactante porque cuando llegamos él estaba trabajando, construyendo el baño con su papá. Uno valora el sacrificio que hacen las familias de esos parajes para tener su lugar", dice Silvio Torres, director del Oratorio Don Bosco.
La institución recibe chicos del interior de la provincia y los aloja en una residencia para jóvenes campesinos. "La idea es darles la oportunidad de terminar el secundario porque en sus lugares no tienen escuela o les resulta muy trabajoso por la cantidad de kilómetros que tienen que recorrer", agrega Torres.
En el Oratorio Nilo también tiene una cama para él solo pero comparte la habitación con otros ocho compañeros. "La mía es la que está más desordenada. Están todas tendidas menos la mía", dice Nilo entre risas. Y agrega: "Es divertidísimo. No nos peleamos pero nos hacemos bromas. Jugamos mucho al fútbol, al UNO y a los videojuegos".
Cuesta encontrar al chico tímido de hace un año debajo del adolescente de buzo blanco, jean negro y zapatillas azules al que ya no le tiemblan las palabras en la boca. La madurez no es solo cronológica. También tuvo que hacerse grande para sobrevivir en un ambiente completamente nuevo – y por momentos hostil -, lejos de su familia y todo lo conocido.
"Fue un cambio bastante grande. Es mucha la diferencia, estar 15 años adentro del monte y venir acá es mucho. Aquí el día pasa más rápido que en el campo y hace mucho más calor. No sé por qué", dice Nilo sentado en su nueva cama, después de terminar de explicarle a un compañero un ejercicio de geometría.
Pasó de dedicar sus mañanas a hachar en el monte a tener toda una vida llena de horarios y actividades en el Oratorio. "Me levanto a las 8 de la mañana, me cepillo los dientes, me lavo la cara, dejo los útiles en la sala de estudios, desayuno, de 8:45 a 11 estudiamos. De ahí vamos a la huerta, lavamos los vasos del desayuno u otros van a jugar al futbol. Después nos duchamos, nos ponemos el uniforme, almorzamos y nos tomamos el 115, el 64 y vamos a la escuela", relata Nilo como un robot.
Tiene muchas anécdotas sobre cómo fueron sus primeros días en la ciudad, y todos los "bautismos" que atravesó para ir transformándose en un habitante de la metrópolis. Por ejemplo, no saber que había que tocar el timbre del colectivo para bajarse o cómo funciona un semáforo. "Hay mucha gente, autos, semáforos y colectivos. Allá solo hay motos y camionetas. La primera vez que lo vi yo no entendía como funcionaba el semáforo hasta que me lo explicaron. Con rojo tenés que parar y con verde caminar", explica Nilo divertido.
Vestido de pantalón gris, camisa blanca y zapatillas – no le gusta usar corbata- Nilo y sus compañeros del Oratorio se sientan a almorzar Después arroz con albóndigas. "La escuela queda lejitos", dice Nilo con una sonrisa que le achina los ojos. El trayecto demora cerca de 20 minutos en colectivo.
Pero quizás las brechas más difíciles de zanjar fueron las culturales y tecnológicas. En el monte Nilo salía a hondear o iba a la represa a pensar. Ahora tiene celular, Whatsapp y juega a la Play. "El trabajar la adaptación a servicios nuevos nos está desafiando mucho. Al menos lo que tiene que ver con la tecnología. Todos tienen celular y nosotros tenemos Wifi y están todo el día conectados como cualquier otro adolescente. No se le puede impedir que tengan acceso a eso pero sí enseñarles como utilizarlo. Cuando vuelven a su casa pueden pasar dos meses sin el celular y vivir normalmente. Pero cuando están acá no lo pueden dejar ni una hora", señala Torres.
Nilo atraviesa una batalla cotidiana para no perder su esencia campesina y sus modos de "pueblo chico" en una urbe que no pone en práctica ninguna de sus creencias ni tradiciones. "La primera vez que tomamos el colectivo decíamos "cómo están" a cada uno de los pasajeros y solo los mayores nos devolvían el saludo. El cambio que he visto es que siempre van llenos los colectivos y algunos chicos jóvenes van sentados mientras la gente mayor va parada. Nosotros, los del campo, siempre les damos el asiento a las personas mayores o a las mujeres que llevan chiquitos", agrega Nilo.
Se lo nota contento, entusiasmado con todo lo que está aprendiendo y bien integrado a su nuevo grupo de compañeros y amigos. Pero la pregunta de si extraña al monte le atraviesa el pecho y lo conecta con esas raíces que siempre tiene presentes. "Extraño ser hachero, el monte, ir a cazar o a la represa. Lo más difícil fue dejar a mi familia y a mis compañeros con los que curso desde los 4 años", señala. "Pero estoy muy agradecido de estar aquí estudiando. No todos tienen la posibilidad que he tenido yo y por eso voy a aprovecharla al máximo", dice muy consciente de que en los contextos rurales, la educación es un lujo para pocos.
Son 300 kilómetros los que lo separan de la aridez y los bosques de quebracho colorado. El boleto de ida sale $470 y son 5 horas de un traqueteo constante. Como el viaje es largo y el pasaje muy caro para el bolsillo de su familia, Nilo vuelve a su casa solo los fines de semana largos. Y si hay con qué pagar. El resto de los fines de semana los pasa con otros dos compañeros en la casa de un tío de ellos, que funciona como una especie de tutor o padrino.
Las largas estadías en las que está en el Oratorio, Nilo está completamente incomunicado con su familia. En Piruaj Bajo no existe señal de teléfono ni hay Wifi. Solo pueden hablar cuando algún familiar se traslada por algún motivo al pueblo más cercano, San José de Boquerón. "Fue difícil separarse de él, sobretodo los primeros días, se lo extrañaba mucho", confiesa su madre.
El desfasaje educativo también fue importante y Nilo tuvo que apretar el acelerador para ponerse al día. "El estudio es mucho más difícil pero uno se va adaptando.
El otro día me dieron una tarea de matemática que a mí me resultó fácil y a mi prima que está en 5to año en el campo, recién se lo estaban explicando. Ahí me he dado cuenta de que yo estoy mucho más avanzado", reflexiona Nilo.
Nilo se sienta en el último banco de la fila del medio del aula, apoyando su espalda contra la pared. Abre su cartuchera con motivo militar, saca un lápiz negro y se pone a escribir la consigna del día. Las materias que más le cuestan son Matemáticas e Inglés. "Es muy diferente la enseñanza que tenía en Piruaj de la que tengo acá. Allá me enseñaban a dividir, multiplicar y fracciones por separado y acá todo junto. Para estudiar no tengo problema. Gracias a Dios, leo algo y ya me queda".
Todas las maestras tienen una adoración especial por él y destacan sus ganas de aprender. "Es muy aplicado y tengo como una cuestión especial con él. Nosotros tenemos mucho feeling. Nosé si le gusta tanto la historia pero siempre me pregunta cosas. Me llama mucho la atención el interés que le pone. Es uno de los más destacados de la clase. Es de hablar poco, pero siempre trae las actividades y trabaja en mi clase. Se nota que es una buena persona", dice Eugenia Hernández, su profesora de Historia, deshaciéndose en elogios.
Carola Unzain, vicerrectora del colegio, agrega lo propio: "Es el nene mimado de todos los profes. Ellos siempre dicen: Cuantos Nilos quisiéramos tener".
Nilo resiste en la ciudad porque tiene claro que es el costo que tiene que pagar para poder volver al monte con más y mejores herramientas. "Mi sueño sigue siendo ser profesor de matemática o de educación física. Cuando termine de estudiar, mi idea es volver porque ya tuve que dejar mucho tiempo a la familia que quiero", resume.
Para Torres es evidente que a su tierra le tira y que mantiene vivo el anhelo de regresar a su lugar. "Yo sueño con que los chicos puedan algún día tener su propia escuela allá y no tengan que venir hasta acá. Se nota que para Nilo esta es una etapa de su vida que tiene que atravesar para conseguir lo que quiere y por eso hace un esfuerzo extra en materias que en el campo eran flojas", cuenta.
Si bien en el Oratorio los chicos no pagan nada, sí se les pide a los padres que cubran los gatos de los útiles y el uniforme. "Todos los meses le mandamos plata, no mucho pero ayuda", dice su mamá.
-Nilo, y ahora que ya tenés la cama, ¿qué otras cosas necesitás para poder cumplir el sueño de terminar la escuela?
-Útiles escolares, ropa y guantes para atajar.
Las personas que quieran seguir colaborando con Nilo y la comunidad de Piruaj Bajo pueden comunicarse con el sacerdote jesuita Santiago García Pintos al +549-351-743-4064.