Empezó a apostar a los 17 años, hizo jugadas por 140 mil dólares y se había prometido rehabilitarse: “Jamás pensé que podría suicidarse”
Ignacio estaba en pareja, jugaba al fútbol y tenía trabajo; en el último tiempo llegó a hacer una apuesta deportiva online cada dos minutos; en noviembre pasado, a los 22 años, se quitó la vida; su mamá quiso contar su historia porque uno de los deseos de su hijo era “que la gente deje de apostar”
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Aquel martes de noviembre había arrancado como cualquier otro. Ignacio y Laura desayunaron juntos y se despidieron. A ella le tocaba trabajar presencial y él tenía por delante una sesión de kinesiología. De camino al centro terapéutico, Nacho, como le decía todo el mundo, intentaría cambiar unos dólares por pedido de Laura. Por ese tema, madre e hijo estuvieron interactuando por WhatsApp hasta el mediodía.
Unas horas más tarde, y mientras ella estaba en una reunión, el teléfono de Laura empezó a sonar. Era su hija. “Mamá, tenés que venir urgente a casa”, le dijo. La joven se resistía a darle los detalles por teléfono. Pero insistió y entonces escuchó tres palabras que lo cambiarían todo para siempre: “Nacho se murió”.
“Creo que lo lógico hubiera sido preguntar si había tenido un accidente. Pero no. Yo le pregunté: ‘¿Se suicidó?’. Enseguida lo ligué con lo que habíamos hablado unas semanas antes”, cuenta Laura en el living de su casa, un espacio del que solo sale cuando es indispensable porque en la calle, dice, todos los jóvenes le recuerdan a su Nacho.
—Ma, tengo que darte una mala noticia —le había dicho Nacho una mañana, durante el desayuno.
—No me digas que chocaste el auto, Nacho —supuso Laura.
—No, es algo mucho peor. Hace más de cinco años que juego. Perdí todos mis ahorros y pedí plata prestada y la perdí. Y te saqué plata a vos para jugar, pero también la perdí.
Laura repasa las líneas de aquel diálogo con el chico de 22 años, el menor de sus tres hijos, como si tratara de encontrar alguna pista del tsunami que tres semanas después arrasaría para siempre con todas sus certezas sobre la vida y la maternidad.
Durante esa conversación, Nacho comparó su vínculo con el juego con un pozo sin fondo. Su mamá se comprometió a ayudarlo en todo lo que pudiera y él a darse de baja de todos los sitios de apuestas online que frecuentaba desde su computadora y en los que había perdido los 15.000 dólares que había ahorrado para irse a vivir a España. También accedió a hacer una consulta psicológica. Para cumplir con su parte del trato, Laura comenzó a comprar cuanto libro creía que podía orientarla sobre la problemática. Además, se acercó a un grupo para familiares de Jugadores Anónimos para buscar herramientas.
Tanto psicólogos como psiquiatras vienen alertando sobre la proliferación de apuestas online entre niños y adolescentes pese a tratarse de una actividad ilegal para menores de 18. De hecho, empiezan a conocerse encuestas que también alertan sobre este fenómeno: por ejemplo, según un estudio de este año, el 16% de los jóvenes argentinos de entre 16 y 29 años dijo realizar “apuestas online regularmente”.
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“Yo no sabía nada sobre la ludopatía. Y desde ese desconocimiento, creí que el peor escenario posible era que le debiera plata a gente de dudosa reputación. O que recayera. Jamás me imaginé que el suicidio era una posibilidad”, se quiebra Laura, que es psicóloga pero que trabaja desde hace décadas en una empresa tecnológica y pidió hablar con este medio resguardando su intimidad –Laura e Ignacio no son sus nombres reales– para preservarse y preservar al resto de su familia, que todavía está inmersa en el dolor de la pérdida.
Entonces cuenta que Nacho era el más mimado de sus hijos. Que tenía una hermosa relación con sus hermanos y con ella. Que se había puesto de novio, que estaba estudiando marketing y trabajaba part time en la misma empresa en la que trabajaba ella. “Pero su verdadera pasión era el fútbol. Su sueño, de chico, había sido ser futbolista, pero con su papá nos opusimos porque queríamos que estudiara. Así que jugaba en varios clubes amateurs y era realmente muy bueno”, dice Laura con la voz extremadamente triste, casi tan triste como su mirada.
Lo que pudo reconstruir de aquel martes trágico fue que su hijo asistió a la sesión de kinesiología, donde se trataba por una lesión en los ligamentos de una rodilla. Ya de vuelta en su casa, apostó la plata que el día anterior le había pedido a su hermana para pagarle a un amigo. Para ganar, debían ganar cuatro equipos asiáticos de fútbol que jugaban esa misma tarde. La familia supone que Nacho se suicidó al saber que uno de esos equipos había perdido.
“Con el suicidio de Nacho nos pasó como con su ludopatía: no hubo señales. Era un chico deportista, superamiguero, trabajaba, estudiaba, no tenía problemas de apetito o de sueño, y ni hablar de que diera señales de depresión”, enumera Laura con rostro incrédulo. “Todos los días me pregunto qué fue lo que no vi. La sensación de ‘podría haber hecho más por él’ es algo que me carcome”, dice acongojada.
Laura reconoce que el suicidio de su hijo no se debió únicamente a su adicción al juego. “Hoy, con el diario del lunes, puedo ver que Nacho cargaba secretamente una historia que lo llevaba a jugar de manera compulsiva y que no le permitió pedirme ayuda pese a que se la ofrecí. Pero también sé que el disparador de ese día fue el juego, esa apuesta que perdió. Un chico no va a kinesiología al mediodía y se suicida tres horas más tarde”, agrega la mujer, vestida con camisa blanca, jeans y botas, mientras sorbe un trago de café que se adivina frío.
En la Argentina, el suicidio es la segunda causa de muerte por causas externas (después de los siniestros viales y antes de los homicidios) entre los adolescentes y jóvenes de entre 15 y 29 años. Y aunque las mujeres tienen más intentos, por cada suicidio consumado de una chica, hay tres de un varón.
En los varones, los suicidios consumados son más frecuentes porque usan métodos más violentos y letales, explica la licenciada Cintya Castañeda, directora de Empesares, una organización sin fines de lucro que se dedica a la prevención y la posvención del suicidio. “Es frecuente que las personas que toman la decisión de suicidarse no den indicios, porque una vez que abrazan esa idea no quieren que nadie las convenza de lo contrario. A veces simulan estar profundamente conectados con la vida y con sus proyectos, pero todo es una mentira”, agrega.
Castañeda describe al suicidio como una muerte atravesada por la culpa y la violencia, que responde a diferentes causas. “Es una muerte extremadamente violenta que llena de enojo al entorno, que no puede entender por qué esa persona no pidió ayuda. Esto segundo genera culpa: ¿por qué no me lo dijo? ¿por qué no me di cuenta? Son preguntas frecuentes entre familiares y amigos”, puntualiza. Tal vez anticipando esa reacción, la especialista dice que es frecuente que en las cartas de despedida de las personas que se suicidan aparezcan frases como: “Esto no es culpa de nadie, es culpa mía”.
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Apuestas cada dos minutos
Laura debió esperar unos 20 días para recuperar la carta que había dejado su hijo antes de suicidarse. Dice que la había encontrado la Policía y se la había llevado para peritarla, sin darle la posibilidad de leerla o sacarle una foto. “Me tuve que pelear mucho en la Fiscalía para que me la devolvieran. Sé que hay padres que demoran un año en recuperarla”, se enoja.
Cuando pudo conseguir esa hoja manuscrita, no encontró una carta sino dos. La primera, estaba fechada el día que habló con ella y le contó de su adicción al juego. “Se ve que ya tenía pensamientos suicidas, aunque no dijo nada al respecto”, se lamenta. La segunda, fechada el día de su suicidio, Laura se la sabe de memoria. “Ahí nos dice: ‘Ya no puedo más, necesito buscar mi paz porque esto se hace insoportable. Traten de ser felices y acuérdense de lo bueno de mí y no de este momento’”, recita Laura entre lágrimas.
Después de que, aquel martes de noviembre, la Policía retirara el cuerpo de su hijo, la mujer encontró en la mochila del chico otro cuaderno. Había una tercera carta, fechada dos días antes. Era una carta de intenciones dirigida a sí mismo. Ahí decía que si ganaba una apuesta que estaba por hacer, se comprometía a realizar unas 20 acciones orientadas a cambiar su vida, como no volver a apostar, hacer rehabilitación, encontrarle un sentido a su vida y a sus cosas y comprometerse en alguna causa para que la gente dejara de apostar. Es, por este último punto, que Laura accede a hablar con LA NACION aunque sea algo que le cueste tanto, porque la angustia del duelo la atraviesa: quiere honrar uno de los últimos deseos de su hijo.
Cuando la muerte de Nacho la sorprendió, Laura empezó a desandar los últimos pasos del chico para entender por qué la vida se le había puesto tan de cabeza en menos de un mes. “Logré entrar en su computadora y me encontré con varios perfiles activos en casas de apuestas online. Cuando vi su historial de apuestas en una de esas casas, descubrí que en los últimos seis meses había apostado unos 140.000 dólares en apuestas de 200, 1000, 2000 o 5000 dólares que había ganado o perdido. El era fanático del fútbol y era sobre lo que más apostaba, pero había días en que las apuestas eran a lo que fuera: boxeo, paddle, ping pong”, relata la mujer.
No fue lo único que descubrió. Al mirar ese historial, se encontró con jornadas en las que la compulsión se apoderaba de su hijo hasta el extremo de hacerlo apostar cada dos minutos durante toda una mañana mientras, a la vista de los demás, estaba trabajando. “Yo no digo que todo el que apuesta sea un ludópata. Pero sí que el sistema está diseñado para convertirse en la trampa de cualquier persona atravesada por alguna vulnerabilidad”, dice.
“No hay que subestimar los indicios”
Entre todas las lecturas que viene haciendo sobre el tema, Laura descubrió que la ludopatía es, de las adicciones que no involucran sustancias, la que tiene más altas chances de tratamiento y recuperación. Pero también que es la que ostenta el mayor índice de suicidios.
“A diferencia de otras adicciones, esta es muy silenciosa. Es como tener al dealer sentado en el living de tu casa. Por otro lado, cuesta decir: ‘Yo tengo este problema’. Hay un estigma muy fuerte sobre el adicto al juego. Ignacio me había dicho que le daba mucha vergüenza. Por eso no pudo hablarlo con nadie ni pedir ayuda”, se lamenta Laura.
Desde que su hijo no está, Laura no puede mirar fútbol. “Yo solía mirar con él, hemos ido a la cancha juntos, incluso. Pero no soporto ver las publicidades de estas casas de apuestas”, reconoce y dice que otra cosa que la enoja es la publicidad que algunas figuras del deporte, del periodismo o influencers hacen de estas casas. “Ya les escribí a siete de ellos, hablándoles de los riesgos para los chicos y preguntándoles si no les preocupan sus hijos. Obviamente, nadie me respondió”, dice con una sonrisa resignada.
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A la luz de todo lo que vivió, la mujer remarca la importancia de la palabra entre padres e hijos. “No quiero sonar paranoica, pero no hay que subestimar cualquier indicio, por mínimo que parezca. Tenemos que estar muy atentos, también, a lo que consumen en Internet. Cuando se habla de ludopatía o de suicidio es más cómodo pensar: ‘mi hijo, no’. Yo lo pensé. Y resultó que mi hijo sí”, se quiebra y luego sigue: “Nunca sabés cuándo es que tu hijo sí”.
Todos los martes, en el cuarto de Laura se enciende una vela. Conmemora otra semana sin su hijo. “Lo extraño todos los días”, llora con desconsuelo, mientras dice que todas las noches, cuando se hace la hora en la que Nacho solía volver de jugar al fútbol, una parte suya todavía lo espera como si todos estos meses hubieran sido un mal sueño. Pero hoy, otra vez, es martes. Es una nueva semana sin Nacho y tendrá que encender una nueva vela.
Más información
- Si querés saber más sobre la problemática de los apuestas online entre los adolescentes, podés leer la guía de LA NACION con las respuestas a las preguntas que más resuenan entre los padres y familiares.
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