El arte de la animación, entre el cine y el juego
De paso por Buenos Aires, el realizador suizo Michael Frei dejó una reflexión sobre los límites difusos entre los cortos, el arte digital, los videojuegos y las prácticas interactivas
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La llegada de Michael Frei a Buenos Aires se vivió como un fenómeno de nicho. Un movimiento subterráneo dentro del gran ecosistema cultural porteño, donde conviven cientos de festivales y ciclos cada mes. Frei convocó a un público joven, muy conocedor del universo digital: animadores, diseñadores, programadores, gamers y curiosos del lenguaje interactivo que encontraron en él a un referente.
Su visita, en el marco de la undécima edición del Festival Internacional de Animación Bitbang —con varias sedes distribuidas en varios puntos de la Ciudad— confirmó la fuerza centrípeta del evento, capaz de reunir multitudes sin perder su identidad alternativa.
El festival se consolidó como un espacio de convergencia entre la animación, el videojuego y el arte experimental. Cada año amplía su alcance, pero conserva cierta discreción frente a la sobreoferta cultural de la Ciudad. Es masivo, pero parece oculto. Corre en paralelo al circuito oficial, con la energía de lo que todavía no fue absorbido del todo. En ese contexto, Frei encaja a la perfección: sus obras habitan la frontera entre el cine y el juego, entre la contemplación y la acción.
El autor suizo habla con LA NACION con calma y precisión. Recuerda que, al principio, internet le parecía el espacio ideal para una nueva forma de democracia: “Todo estaba al alcance de cualquiera. Era oscuro, pero accesible. Un lugar donde uno podía perderse y, al mismo tiempo, inventarse de nuevo”. Con el tiempo, la euforia se transformó en una mirada más escéptica. Internet había prometido libertad, dice, pero terminó funcionando como un sistema más, con sus propias jerarquías y premios. Aun así, sigue creyendo que es el mejor territorio para experimentar con la animación y con los modos en que el público puede interactuar con ella.
Sus cortos Plug & Play y Kids son piezas breves, abiertas, donde el espectador no solo mira: participa.
Frei busca una interacción física, no narrativa. “No quería que el jugador eligiera opciones, sino que la acción viniera del movimiento, del cuerpo”. Esa lógica lo llevó a desarrollar, junto a Mario von Rickenbach —diseñador y desarrollador de videojuegos residente en Zúrich con el que trabaja— una serie de obras híbridas, entre la animación y el videojuego, donde cada gesto tiene una consecuencia visual. “No se trata de una historia para mirar, sino de un pequeño ecosistema para habitar”, explica.
Cuando Plug & Play se volvió viral, comenzaron a aparecer videos en YouTube con gente reaccionando al juego. Frei lo vio con distancia: “No supe muy bien cómo actuar. Ver mis animaciones o mis juegos reproducidos por otros, convertidos en clips o comentarios de youtubers, me resultaba extraño. Había gente haciendo dinero con esas reproducciones, con algo que yo había creado con tanto esfuerzo. Pero no me molestaba del todo: era una muestra de cómo funcionan las cosas en esta era. La obra deja de pertenecer al autor en el momento en que alguien la sube a la red.
“Un día me invitaron a presentar el juego en un programa de televisión en Tokio. Era una convención enorme, con miles de asistentes. Lo curioso fue que el público más entusiasta no eran los jóvenes, sino mujeres de entre cuarenta y cincuenta años. Me sacaban fotos, querían que les firmara cajas, y durante semanas el juego circuló entre grupos de señoras japonesas que lo compartían en redes como si fuera una rareza pop. Me pareció fascinante y, al mismo tiempo, incomprensible. Nunca había imaginado que mi trabajo podría conectar con ese público. Era raro, pero también liberador. La obra deja de pertenecerte en el momento en que alguien la sube a la red”, comparte sin rencores.
En Bitbang, su presencia no solo reforzó la proyección internacional del festival, sino también su espíritu: una celebración encendida, como cuando se proyectó su trabajo en el auditorio de la Escuela Da Vinci, repleto de jóvenes entusiastas que le hicieron preguntas en inglés, algunos todavía con máscaras del festejo de Halloween.
“Mi primer corto era muy simple, apenas tres o cuatro minutos —detalla—. Lo terminé casi por curiosidad. Luego vino otro proyecto, más ambicioso, en el que quería mezclar la animación con la estructura de un videojuego. Me interesaba la idea de que el espectador pudiera intervenir, pero no de forma tradicional. No quería que eligiera opciones como en los juegos narrativos. Buscaba algo más físico: que la acción viniera del movimiento, del cuerpo, del contacto.
“Ahí conocí a Mario, con quien empecé a desarrollar la idea de una animación interactiva. Fue en 2014, desde entonces trabajamos juntos. Una de nuestras referencias era un viejo juego de Flash, muy rudimentario, pero que tenía esa sensación de presencia que me fascinaba. No había muchas decisiones que tomar, pero uno sentía que realmente estaba adentro”.
De la previsibilidad al caos
Frei habla despacio, eligiendo cada palabra con la misma precisión con la que dibuja. En su paso por Buenos Aires explicó su búsqueda: una forma de animación que no se mira, sino que se habita. Frei vive y trabaja en Zúrich, donde coordina talleres de animación y proyectos colaborativos con escuelas europeas. Su trabajo fue exhibido en Annecy, Ottawa, Sundance y Clermont-Ferrand, entre otros festivales. A Buenos Aires llegó con una actitud tranquila, casi doméstica, sorprendido por la vitalidad cultural de la ciudad. “Hay algo muy estimulante en este caos —dijo—. En Europa todo tiende a la planificación. Aquí las cosas surgen con una espontaneidad que me resulta envidiable”.
Desde sus primeros cortos, Frei entendió que la relación entre obra y espectador debía ser más física que narrativa. Lo suyo no era contar una historia, sino provocar una respuesta: un movimiento, una reacción, una mínima alteración del cuerpo frente a la pantalla.
“Queríamos trasladar esa sensación al lenguaje de la animación. Que el jugador-espectador se sintiera implicado no porque el sistema lo recompensara, sino porque cada gesto físico tuviera un eco visual. Así nació la idea de convertir lo que hacíamos en una aplicación. No era un videojuego en el sentido clásico, pero tampoco un corto. Era algo en el medio: una animación que se desplegaba según la manera en que el usuario interactuaba con ella. Cuando finalmente lo lanzamos, nos tomó por sorpresa la respuesta. Duraba seis minutos, pero la experiencia podía extenderse al doble. Cada partida era distinta. No era una historia para mirar, sino un pequeño ecosistema. En ese momento entendí que no estaba tan interesado en hacer cine ni videojuegos, sino en explorar ese territorio híbrido donde ambos se rozan”.
Cuando lanzó Plug & Play, Frei recuerda que la reacción del público fue muy distinta al de Kids, su juego anterior. “Plug & Play se volvió más masivo, casi viral, mientras que Kids quedó en un terreno de nicho, más introspectivo. Pero lo importante no era el alcance, sino la experiencia. Me interesaba que la gente lo jugara, que interactuara, que se dejara llevar por algo que no entendía del todo”, se deja llevar por el diálogo.
Su obra se caracteriza por una estética austera, despojada de artificios, donde cada elemento parece responder a una lógica interna más que a una búsqueda de impacto visual. Frei trabaja con una precisión casi matemática, pero también con una intuición que proviene del gesto y del ritmo. Esa economía formal, que muchos identifican como una marca de estilo, para él es simplemente una forma de concentrarse en lo esencial.
“Nunca pensé demasiado en el color ni en los recursos visuales. Me atrae la simplicidad, la economía de medios. El blanco y negro no es una decisión estética, sino funcional: me permite concentrarme en el movimiento y en el ritmo interno de la obra. Supongo que de ahí viene esa sensación minimalista que algunos ven como un estilo. Para mí el estilo es más bien una necesidad, si lo hay es una consecuencia”.
La obra dialoga con dinámicas de producción y exhibición que cambiaron en la última década. La transición del circuito festivalero a las plataformas en línea y la emergencia de espacios híbridos como Bitbang obligan a repensar la vida útil de una pieza y el estatuto de su autoría. En ese pasaje se inscriben tensiones prácticas —derechos, monetización, formatos— y también estéticas: qué es público y qué es privado en una obra que solo adquiere pleno sentido cuando alguien la acciona. Frei parece aceptar esa condición sin victimismos; su postura es de trabajo: hace, prueba y comparte.
Es relevante además el efecto pedagógico de encuentros como el de la Escuela Da Vinci. Para muchos estudiantes la discusión no fue teórica: fue una lección práctica sobre cómo montar un proyecto, cómo negociar el software con la línea visual y cómo pensar la distribución. Frei habló de errores convertidos en hallazgos y de la disciplina necesaria para sostener la austeridad formal. Esa lección tiene consecuencias locales: abre vías para quienes trabajan con pocos recursos pero altas exigencias conceptuales.
La escena porteña absorbe, así, una tensión fecunda: por un lado, la urgencia de formatos que capten una atención fragmentada; por otro, la posibilidad de experimentar con la corporalidad del usuario como eje narrativo. En ese punto se inscriben tanto las piezas virales como los trabajos de nicho; ambos alimentan una cultura audiovisual que no se reduce a consumo pasivo. Para Frei funciona como principio operativo.
Termina la charla y queda la sensación de que la animación contemporánea cabalga sobre esa franja donde lo técnico y lo sensorial se encuentran. Frei no propone recetas. Propone una práctica: reducir para afinar, limitar para obligar al gesto, dejar espacio para que el espectador complete la obra con su movimiento. Es una decisión estética y metodológica que hoy, en festivales como Bitbang, encuentra su público y su prueba de fuego. Su presencia se convirtió en un termómetro de época: la manera en que las imágenes se piensan hoy, cómo circulan y qué reclaman del cuerpo que las mira.
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