Lecturas. Cuidado con lo que jugás en la mesa de fin de año
En “Amores invisibles” (Caburé) el periodista y escritor Joaquín Garau traza, con ritmo y precisión, una historia donde el azar se vuelve cosa seria y amenaza el pequeño mundo de tres amigos. Aquí, un fragmento
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«Se muere este año, así, pum». «Ay, papá». «Sí, tu papá tiene razón, el gordito no pasa de este año, explota». El juego de fin de año se había salido de control y Rafael lo festejaba con picardía. Había surgido con la espontaneidad con la que se enhebran los temas de sobremesa y el tío Ricardo se había envalentonado después de la segunda sidra. «Vamos, a ver, quiero muertos», los había alentado Rafael mientras buscaba complicidad en Johana. «Vamos, hija, participá, vos también, Laura». Pero Laura trataba de mantenerse en el rol de madre seria y no alentar las ocurrencias de su esposo. «¿Sabés quién se nos va? El de la estación de servicio, el dueño, el pelado». En la mesa todos se miraron hasta que Eric saltó desde el otro lado con una respuesta: «¿César? ¿César D’emico?». Rafael anotó imaginariamente en la servilleta el nombre y no dudó en fruncir toda la cara con extrañeza cuando Eric siguió hablando. «Papá, ya que estás anotando, anotá que este año me vas a comprar un auto». Rafael se rio forzadamente con tres «Ja, ja, ja» como si imitara a un villano en una película del cable. «Pero papá, dale, tenés una concesionaria». Rafael pensó un segundo y se apoyó en su esposa, que le alejaba la copa de sidra que había motorizado el alboroto: «Laura, corregime si me equivoco, ¿los autos los regalamos nosotros?». Johana se rio de la ocurrencia y recibió el guiño de Rafael: «Jo se ríe, el tío se ríe, estás solo en esta Eric».

Del otro lado de la mesa, Eric se hizo bolita y se escapó hacia la cocina. Marina amagó con seguirlo pero antes aprovechó el envión y atragantó a Ricardo: “Papá, ya que estamos, el viaje de egresados a Brasil, digo, ¿pensaste algo?».
«¿Sabés quién se nos va? El de la estación de servicio, el dueño, el pelado». En la mesa todos se miraron hasta que Eric saltó desde el otro lado con una respuesta: «¿César? ¿César D’emico?». Rafael anotó imaginariamente en la servilleta el nombre y no dudó en fruncir toda la cara con extrañeza cuando Eric siguió hablando
El tío Richard no supo dónde meterse. Su hija lo había estado persiguiendo toda la semana con una definición y él, entre escapes y excusas, había evitado el tema. «Tu primo quiere un auto, vos un viaje, es la mesa más cara del mundo». «Sí, volvamos a apostar sobre quién se nos muere este año», dijo Rafael y sacó a su hermano del apuro. «A ver ustedes, ¿qué dicen?». Al lado de Johana estaban las estrellas de la mesa y no porque fueran famosos o inteligentes o particularmente atractivos, sino porque a donde iban hacían más ruido que el tío Ricardo intentando disimular su borrachera: Lucio con sus pelos en la cara y Camilo con sus salidas ocurrentes rodeaban a Johana y no veían la hora de sumarse a las necro-adivinanzas. No habían sido invitados, no formalmente, pero ahí estaban. Pudiendo haber pasado cada uno el fin de año con su familia y después salir a encontrarse con Johana por el barrio, o en una casa, o en un punto común como la estación de servicio de César D’emico, ellos se habían auto invitado y nadie se había opuesto. Laura estaba acostumbrada a que el trío conformado por su hija y esos dos fueran y vinieran entre la pileta de su casa y Dios sabe dónde. Los tres habían compartido el jardín de infantes, el primario y ahora la escuela secundaria. Eran inseparables con todo lo bueno y lo malo, y lo malo no era tan malo, pero significaba tenerlos ahí sentados metiéndose por las espaldas las pelotitas de chocolate y las migas que daban cuenta de lo que había sido una cena arrasada.
Al lado de Johana estaban las estrellas de la mesa y no porque fueran famosos o inteligentes o particularmente atractivos, sino porque a donde iban hacían más ruido que el tío Ricardo intentando disimular su borrachera: Lucio con sus pelos en la cara y Camilo con sus salidas ocurrentes rodeaban a Johana y no veían la hora de sumarse a las necro-adivinanzas
«A mí anotame con un voto para el gordito… estamos hablando del que conduce el noticiero de Canal 12 a la noche, ¿verdad?», quiso saber Lucio. «El mismo, o muere o le revienta un botón de la camisa y mata a un camarógrafo», dijo Rafael y le sacó la sidra a Laura y se sirvió un poquito más. «Y César también, ojo ahí, quizás le exploten los bolsillos y tengamos otra lamentable víctima», se sumó Camilo al juego y le metió pelotitas de chocolate a Johana por la espalda. «Sí, hizo plata con la estación de servicio, eh». La esposa de Ricardo no era de hablar mucho pero sí de hacer comentarios que no aportaban nada. Ese fue un claro ejemplo. «Y sí, si con una estación de servicio no hace plata… es la única del barrio», acotó Ricardo. «¡Justo el otro día vino a verme!», sumó Rafael en tono de chisme. «¿Va a cambiar el auto?», quiso saber Laura. «Linda, ¿viste el Mercedes-Benz que maneja? No lo va a cambiar por uno de los nuestros; vino a averiguar por un auto para la hija». «Para Catalina», reaccionó al instante Lucio y supo lo que venía a continuación: «Le hablaron de la novia», «Ojo ahí, uno que muere de amor», «Ah, pero qué rápido activa cuando se la nombran». Johana y Camilo aprovechaban cada ocasión para recordarle a Lucio el día que se mostró interesado en Catalina. Habían pasado dos años de ese momento y el chiste jamás terminaba y no había vez en que Lucio no se escondiera detrás de los pelos que le caían sobre la cara para ocultar la vergüenza de haberse puesto colorado.

«Bueno, bueno, tenemos al gordito». «No está tan gordito, papá». «Está llenito, hija; tenemos al gordito de Canal 12, a César que no sé por qué pero lo nombraron todos y… ¿sumamos a alguien más?». Hubo un silencio de un segundo y Camilo lo aprovechó: «A mí me duele un poco la panza, no sé si fue la comida o qué, pero pueden anotarme». La humorada no le hizo gracia a Johana, que se le erizaban los pelitos de los brazos con esos comentarios, ni a Laura, que se sintió ofendida: «La comida estaba perfecta, si te duele es por comer esos chocolates». Camilo se apuró a llevarse más pelotitas de chocolate a la boca, pero tiró la mitad al suelo. «Sale plata eso, digo, por si no te molesta», lo apuró con ironía Rafael. «Dinero que se podría usar en comprar un auto o pagar un viaje, hermano», se le unió Ricardo mientras se servía más sidra. «¿Entonces me pagás el viaje?», saltó Marina desde su silla. «Lo voy a meditar con la copa espumante», le dijo y disfrutó verla irse hacia la cocina, un poco harta de las excusas financieras que recibía.
Rafael se incorporó y repasó el listado: «Lo tengo al gordito que me dicen que no es tan gordito; a César que esperemos que no se entere de esto así me compra el auto; a Lucio». «¡No, papá, él es Camilo, este es Lucio!», lo corrigió Johana, como tantas otras veces. «Ah, bueno, perdón, los anoto a los dos. A Camilo, que me desperdicia los chocolates y a Lucio, que está de novio pero le da vergüenza». Lucio estaba a punto de estallar, nuevamente, del calor que le salía de los cachetes por tanta vergüenza, cuando fue salvado por la campana. Una penumbra lúgubre recorrió la casa con una velocidad tal que solo podía significar una sola cosa: se había cortado la luz.
«Al ministro de Energía no habría que matarlo, pero sí echarlo», dijo Rafael, harto por los cortes de luz y las bajas de tensión que habían sido una constante desde el inicio del verano y que ni la mesa de Año Nuevo había podido esquivar. «Sí, no llega a marzo», acotó Lucio sobre el futuro del funcionario y protegido por la oscuridad. «Ay, nuestro analista político», lo burló Johana. «Callate, zopenca». Laura llegó enseguida con algunos platos con velas, que repartió a lo largo de la mesa. «Parece una sesión de espiritismo, mamá». «Ay, Johana, levanten los chocolates del piso en vez de decir tantas pavadas». «Nosotros no tiramos nada, Laura», se defendió Camilo. «Sí, hacete el santo». Camilo y Lucio se pararon para juntar todo lo que habían tirado cuando de pronto Johana aprovechó y, en el descuido, les metió al mismo tiempo a los dos más pelotitas de chocolate por la parte de atrás de sus remeras. Los dos largaron un grito agudo, como si lo hiciera una mujer, y Ricardo se vino abajo de la risa. «Se ríen como nenas estos dos».
«Al ministro de Energía no habría que matarlo, pero sí echarlo», dijo Rafael, harto por los cortes de luz y las bajas de tensión que habían sido una constante desde el inicio del verano y que ni la mesa de Año Nuevo había podido esquivar. «Sí, no llega a marzo», acotó Lucio sobre el futuro del funcionario y protegido por la oscuridad
De pronto, un relámpago los invadió y una multiplicidad de sonidos de electrodomésticos encendiéndose se expandió por toda la casa. Rafael miró para todos lados y sonrió con ironía: «Ah, volvió la luz, no echen al ministro todavía».
* * *
«¿Quiénes serán los que se van a morir?». «El gordito de Canal 12 tiene todos los números». Lucio y Camilo caminaban por el borde de la pileta a toda velocidad, en una carrera por llegar lo antes posible al otro extremo para agarrar la pelota de plástico que flotaba en el único lugar donde no daba el sol. Era la primera vez que alguien se refería al juego de sobremesa. Johana se había olvidado, aunque un poco recordaba el mal augurio que le había dado esa lista un tanto lúgubre hecha entre copas. Sentada en el borde, se paró rápidamente para esquivar la carrera de ambos y buscó dónde podía echarse sin que la molestaran.
«Mientras no sea yo», dijo Camilo para responder a la pregunta de Lucio. Johana prefirió no escucharlos, se sentó en el otro extremo, se tiró los pelos mojados hacia atrás y se acomodó la parte de arriba de la malla. Las necro-adivinanzas no le importaban. No, para nada. De hecho, la mayor parte de la cena había estado más preocupada atajando los embates de garrapiñadas voladoras que le tiraban Camilo y Lucio que escuchando las especulaciones sin sentido de su papá. Sin proponérselo, pero un poco sí, se había prometido que ese verano se iba a relajar e iba a dejar que las preocupaciones del año quedaran atrás.
[...] Entonces se cansó de pensar, se sumergió y salió del otro lado de la pileta. Se acomodó otra vez la parte de arriba de la malla para evitar accidentes, se agarró del borde y sintió tres estruendos imparables, de esos que asustan a los pájaros y parten a la mitad al verano. Lucio y Camilo interrumpieron su pelea sobre las mejores heladerías y miraron hacia la puerta. Se pararon velozmente en el borde y Johana notó cómo tenían las mallas pegadas al cuerpo, pesadas, casi como si estuvieran tatuadas. Fue entonces que salió del agua, corrió hacia una toalla y se envolvió al trote, como pudo. No llegó a pisar el pasto que escuchó cómo su mamá abría la puerta de la calle.
Los tres corrieron hasta la casa, entraron por la cocina y sintieron bajo sus pies los cerámicos helados. La televisión estaba con el volumen bajo y mostraba desde el silencio a una periodista en pleno centro de la ciudad, bajo el sol imparable, en la entrada de un edificio, acompañada de una batería de luces de ambulancias y bomberos. Ninguno se detuvo. No lo hubiera hecho por nada, porque los gritos imposibles de Laura brotaban desde la calle. Por eso apuraron el paso, apenas frenando para no patinarse con el agua que ellos mismos chorreaban.
Una mujer gritaba a lo lejos mientras Laura la intentaba contener. Los gritos que habían escuchado no habían sido de Laura, sino de esa vecina envuelta en el pánico. Por eso Laura se había dividido en dos: con una mitad del cuerpo la abrazaba y con la otra hacía señas a Johana, Camilo y Lucio para que volvieran a entrar
Salieron a la calle y fueron acribillados por el sol. El calor pegaba sin reparo y los rayos de la tarde eran indomables y calentaban el pavimento con furia; se podría haber hecho un huevo frito sobre la vereda. Y todo se calentaba más con la escena montada ante todos ellos.
Una mujer gritaba a lo lejos mientras Laura la intentaba contener. Los gritos que habían escuchado no habían sido de Laura, sino de esa vecina envuelta en el pánico. Por eso Laura se había dividido en dos: con una mitad del cuerpo la abrazaba y con la otra hacía señas a Johana, Camilo y Lucio para que volvieran a entrar. Pero era imposible: la escena era demasiado espectacular como para obedecer. Es que ahí, tirado en el medio del asfalto, yacía César D’emico. Tenía los ojos bien abiertos, como si no hubiera tenido tiempo de cerrarlos cuando la muerte llegó. La sangre le salía por arriba del pecho a través de la camisa blanca, le mojaba la cadena de oro y terminaba en el cordón de la vereda. Apenas se diluía con el agua que caía de los tres amigos. Johana le miró la cabeza. Tenía los ojos grandes y duros, como si fueran de vidrio; las cejas apenas levantadas, como si estuviera sorprendido; y la boca cerrada, como si no tuviera nada para aportar. «Ufff», le escuchó decir a Camilo. No hubo más que decir. Las únicas palabras que se escuchaban eran las órdenes de Laura, que pedía que alguien, quien fuera, llamara a una ambulancia. La pobre no se animaba a soltar a la vecina, ni a acercarse al cuerpo y mucho menos a ir a apagar el motor del Mercedes-Benz de César, que seguía en marcha. Pero algo nació de ella que la hizo volar unos metros, agarrar a los tres amigos del brazo y empujarlos hacia adentro. Después, cerró la reja y movió la cara hacia un costado, con gesto de asco, al darse cuenta de que había quedado a solas con el cuerpo. Pero Johana, Camilo y Lucio no iban a perderse ni un minuto de todo eso. Ni bien entraron se agazaparon detrás de la ventana, congelados por las gotas que les caían por las piernas. Un charco se formaba debajo de ellos, un charco de agua, diferente al que habían visto debajo César. Entre las plantas del jardín, la reja y el mar de gente que se empezó a juntar fue difícil recabar detalles. Sí pudieron apreciar cuando llegó la policía y hasta el momento en que alguien, quizás un oficial, apagó el motor del auto. Fue ahí, con el final de ese ronroneo del Mercedes-Benz, en que los tres se miraron y envueltos por el frío del agua que los recorría se dieron cuenta de que, quizás como un hecho fortuito o quizás como una ironía del destino o Dios sabrá por qué, las necro-adivinanzas habían tenido a su primer ganador.
Datos útiles
“Amores invisibles” fue editado por Caburé, editorial y librería (México 620, https://caburelibros.ar)
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