Antídotos contra la actualidad
El encuentro con una vieja novela pacifista motiva este breve ensayo del autor de Dinero para fantasmas; ¿Cómo abordar literariamente el horror de una época como la presente en la que los genocidios no ignoran continentes y la tortura se asimila a la pornografía?
Hace pocos meses, en una librería de viejo de Buenos Aires, descubrí un ejemplar de Cuatro de infantería, novela de Ernst Johansen traducida por la editorial española Cenit en 1932. Hojeé ese volumen destartalado con tantos recaudos como si fuese un meteorito olvidado o la resaca de un naufragio, menos el de la República española que el de la literatura pacifista que floreció después de la Primera Guerra Mundial.
Aunque la novela de Johansen no conoció el éxito enorme de Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque, también mereció la adaptación al cine, y en el mismo año de principios del sonoro. En su caso lo hizo G. W. Pabst en su mejor época: Westfront 1918 o Vier von der Infanterie. Ante esas páginas oxidadas se me confirmó una vez más la poco amable certidumbre de la quiebra, lejana, lejanísima, que yo había dado por sentada aunque nunca me detuve a pensar cuándo ocurrió, del proyecto pacifista que pudo creer posible un "nunca más" después de 1918.
La "globalización", que no empezó en 1989, ha desterrado la noción de guerra mundial. Hemos sobrevivido, en cambio, a un siglo de guerra ininterrumpida, cuyas pausas y desplazamientos en el mapa apenas disimulan su condición mundial, aunque la palabra haya sido escamoteada por designaciones geográficas: Corea, Vietnam, Camboya, Yugoslavia, el Golfo, Irak... Ya durante la Segunda Guerra Mundial Jünger intuyó que todas las guerras futuras serían civiles, y como en tantas otras cosas, la historia posterior le ha dado razón: los imperios han aprendido a deslizarse dentro de las disidencias internas de cada país.
Otra certidumbre: hoy la condición de refugiado ha perdido toda connotación elitista, en África son poblaciones enteras las que cruzan fronteras. Ignoro si esto ha sido materia de literatura, siquiera de algún best seller ocasional, como pudieron serlo, en clave de grotesco norteamericano, una novela olvidada como Catch 22 o el film M.A.S.H., que se querían sátiras de la institución militar. Me temo que las imágenes de las nuevas guerras se han vuelto anodinas, degradadas por la televisión nuestra de cada día. Ya no hay pretensión de nobleza que impugnar por medio de la sátira.
Obscenidad de los noticieros de televisión... Hace unos años, antes de que tirara el televisor a la basura, recuerdo un sostenido primer plano de Tony Blair anunciando, con los ojos clavados en la cámara, que apoyaba la creación de un Estado palestino al lado del de Israel. Su desesperado intento de proyectar sinceridad resultaba más obsceno que la repetición de las promesas de último momento del amo Bush. Por su parte, el gobierno de Israel (Estado cuya creación –lo ilustró involuntariamente Steven Spielberg con el desenlace de su popular film La lista de Schindler– le debió más a Hitler que al terrorismo de grupos sionistas como el Irgun o la Stern Gang) persiste, nunca se sabrá si satisfecho o meramente ciego, en una política que podría provocar su desaparición. De ese Estado fundamentalista bajo una corteza de democracia formal, teocracia que caricaturiza lo que en Estados Unidos es una religiosidad difusa aunque a menudo siniestra, las primeras víctimas serán aquellos israelíes opositores a la política expansionista de quienes los gobiernan. Y acaso sea esto lo que sus gobernantes desean.
¿Será la ubicuidad del horror lo que hace difícil rescatar un aspecto oculto que permita la elaboración verbal? ¿Por qué resultan banales los intentos de narrar torturas y campos de exterminio? La televisión impide ignorar que gozan de buena salud, que sólo han cambiado los nombres propios y la identidad de las víctimas, que la noción de genocidio ya no ignora continentes. La tortura misma, que en la Argentina prestigió el nombre de un poeta gracias a su hijo policía, se ha convertido en pornografía. Y también en este dominio, cada cultura ha contribuido con un matiz propio al ejercicio de la violencia unilateral: si en la Argentina del Proceso las violencias sexuales produjeron varios casos de deriva sentimental, confirmando el oscuro erotismo que suele palpitar en la relación entre víctima y victimario, nunca demasiado lejos de la sensibilidad del tango, en el Irak ocupado por tropas norteamericanas se puso en escena, aplicadamente, la iconografía pornográfica. Parecería impensable la elaboración verbal de estas anécdotas soeces. Y sin embargo, qué desafío...
Pienso en ese "corazón de las tinieblas" explorado por Conrad en su Heart of Darkness, donde la explotación colonial aparece tanto más espantosa porque la descubre un narrador que comparte los valores culturales del explotador. Las cabezas ensartadas en estacas, especie de verja a la vez decorativa y disuasiva alrededor del campamento de Kurtz, resultan menos atroces que la sumisión de los nativos a un orden impuesto desde una metrópolis lejana, un orden cuya índole ni siquiera como víctimas pueden entender. ¿Con qué elipsis, con qué silencios, invocar el horror sin representarlo?
En una frase demasiado famosa, Adorno se preguntó si era posible la poesía después de Auschwitz. Que una inteligencia como la suya haya sido capaz de un arrebato tan banal debería llamar a prudencia a todo intelectual; acaso sus hábitos de desmontaje crítico de toda partícula de realidad, su temperamento ajeno a la entraña irracional del hecho artístico, expliquen que no haya podido concebir a Paul Celan o prever la prosa de Primo Levi. Son precisamente Celan y Levi los ejemplos, no sé si irrepetibles, que podrían guiar a una literatura que intentase abordar el horror del presente: por un lado, la metáfora quintaesenciada; por el otro, la crónica austera, precisa, sin énfasis.
Sí, las librerías de viejo de Buenos Aires siguen siendo cuevas de tesoros. Superadas las primeras mesas, donde agonizan los supuestos best sellers de la semana anterior, reflejo impreso de la televisión basura, el joven que se anima hasta el fondo de esos cementerios de papel impreso puede descubrir, tres volúmenes por un precio modesto, algún espléndido antídoto contra la actualidad.