Canciones extraordinarias de un hombre común -y viceversa-
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Una infidencia: este texto iba a hablar de otro asunto. El desdichado revival de una serie de TV antes exitosa, desvirtuada por las más ridículas extravagancias de la moda y una asfixiante corrección política. Pero anoche cometí la imprudencia, quizás, de correrme del tema en mente y ver el nuevo documental Billy Joel: And So It Goes -disponible en dos partes en HBO Max- y ahora no puedo pensar, ni mucho menos escribir, de otra cuestión que no sea esta: la nobleza de un músico y su obra.
La materia es sensible: muchos de nosotros nos sorprendimos hace dos meses cuando Billy [decido llamarlo por su nombre de pila porque, a esta altura, ya es como un tío], de 76 años, compartió su diagnóstico de hidrocefalia normotensiva, un trastorno que genera problemas de audición, visión y equilibrio, y canceló una gira internacional que además iba a contar con figuras invitadas, como Sting, Stevie Nicks y Rod Stewart. La decisión fue abrupta y él no es de los que se achican, digamos: fue el artista con la residencia más larga -una década, 150 shows- en el Madison Square Garden, de Manhattan.
En ese estado de situación vemos ahora este estupendo documental -producido por el actor Tom Hanks- y a flor de piel aprendemos datos que ignorábamos o redescubrimos pasajes de su rica discografía -tan injustamente despreciada por un sector de la crítica más intelectual y snob-, especialmente sus dos primeros álbumes, que editó cuando despuntaba la década del 70, con una madurez compositiva asombrosa para sus tan frescos 22 años.
La película está llena de testimonios de colegas, familiares y hasta alguna vecina, que evoca las dificultades que el músico y su hermana atravesaban en su casa de la infancia, en Long Island; anécdotas de grabaciones y ciertas declaraciones sorprendentes del propio Billy, para quien por mucho tiempo el éxito “solo era pagar las cuentas” (“Este tipo, Billy Joel, no sé bien quién es”, dice en un momento. “Lo encuentro cada vez que estoy en la calle y la gente me lo hace notar”). Pero de la miríada de recuerdos y vestigios de memoria que el documental desempolva, yo me quedé con tres.
En 1973, con un contrato discográfico firmado pero serias dificultades económicas y prácticamente forzado a mudarse con su incipiente familia a la Costa Oeste (justamente Billy, el neoyorquino por antonomasia), comenzó a trabajar bajo seudónimo como el simple pianista de un bar de Hollywood. La vivencia, en apariencia tan desalentadora, se convirtió en la exquisita “Piano Man”, un himno a la gente común, el relato de unos habitués que un sábado a la noche cualquiera coinciden en un lounge, inundados de cavilaciones y trago en mano, “mientras el piano suena como un carnaval y el micrófono huele ligeramente a cerveza”, dice la letra.
Poco después, ya más consagrado, hizo a un lado su sueño de grabar con George Martin (el “Quinto Beatle”) cuando el legendario productor aceptó trabajar con él pero impuso la condición de reemplazar a todos los músicos de la que ya era, hacía tiempo, su banda estable. Billy eligió a sus amigos, “su pandilla”.

Y finalmente, el vínculo con Elizabeth Weber, su primer amor, la mujer fuerte que lo llevó a la fama, que fue su esposa, su manager y la fuente de inspiración de tantas de sus más maravillosas canciones (“Just The Way You Are”, ya que hablamos de himnos). “Juntos fuimos más que la suma de las partes”, recuerda ella ahora en el documental, con visible ternura.
En 2016, vi uno de sus shows en el Madison Square Garden. Me impactó su naturalidad de baladista de saco y corbata, de un tipo que nunca se creyó una estrella pese a ser el cuarto solista más vendedor de discos en su país, que jamás tuvo una pose escénica. Tantas décadas después, ahí estaba: un hombre común que hizo canciones extraordinarias, o tal vez un hombre extraordinario cuyo mayor talento es hacernos creer que es uno más de nosotros. Aquel simple, grandioso, pianista del bar.
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