Cuando tu mundo se incendia
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Si tan solo pudiéramos soportar la idea de lo poco que hace falta para que desaparezca eso que llamamos “nuestro mundo”, empezaríamos a tomarnos más en serio a esos locos ecologistas que hace medio siglo que nos vienen avisando que lo de Corrientes iba a pasar. Que el planeta se iba a quemar. Que nuestro mundo se iba a prender fuego. O que se iba a congelar, da lo mismo.
En nuestra –quizás inevitable– visión de túnel no nos damos cuenta de que lo que llamamos “el mundo” es en realidad un fragmento mínimo del mundo. Un patio. Una calle. Un jardín con una hamaca. A las personas afectadas por los incendios en Corrientes se les quemó el mundo. No hay porcentajes ni hectáreas. Nadie habita en las estadísticas. Lo perdieron todo, como muchos otros antes en otros lugares del país.
Como sabiamente dijo alguien anteayer, esto podría haberse evitado, si se apagaban los primeros focos a tiempo. Pero no prestaron atención, a pesar de que estaban dadas todas las condiciones para que Corrientes ardiera. Uno podía verlo en el celular, en cualquiera de las apps que muestran las imágenes satelitales del país. No llovía. No llovió durante meses. La anomalía climática se había instalado allí, como una maldición bíblica (y sobre otras zonas; no está sola la provincia en este trance). Llovía todo alrededor, pero no sobre Corrientes. En pleno verano. Era cuestión de sumar dos más dos.
Corrientes se incendia y la tragedia es de una escala tan descomunal que solo la comprenden los que están ahí. Y eso es, en la cuenta final, lo único que importa. Todo ese sufrimiento horrendo. Saquemos de la ecuación a la dirigencia, que salvo honrosas excepciones, una vez más no estuvo a la altura. Incluso así, incluso si descartamos la imprevisión, la politiquería, el grotesco discurso de barricada y las acusaciones estériles, Corrientes debería hacernos entender, en su holocausto dantesco (holocausto significa “todo quemado”, en griego), que cada uno de nosotros vive al borde del abismo climático. Esta vez le tocó a Corrientes. ¿Cuánto falta para que tu jardín se incendie? ¿Cuánto falta para que se inunde, como está pasando en Brasil? Lo que los locos ecologistas nos advirtieron hace décadas está pasando. Y va a seguir pasando, a menos que nos tomemos en serio al menos tres conceptos. Muchos más, en realidad, pero al menos tres.
Tomarnos en serio algo es incorporarlo a nuestra cultura, a nuestro estilo de vida. Hay un millón de otras cosas que es urgente hacer, empezando por que los Estados cambien una larga lista de prioridades (¿alguien oyó hablar del clima en la última campaña electoral?), pero podemos contribuir al cambio desde el llano; es bastante obvio que la dirigencia hace rato que trota exhausta detrás de la sociedad.
El primero de esos conceptos es el de respetar todo lo que vive y respira. En la naturaleza cada uno depende de todos y de todo. El 79% de las plantas se reproduce gracias a los insectos polinizadores. Pero esos insectos dependen a su vez de ciertas condiciones, de ciertas bacterias y hongos, de cierta acidez del agua, del sol y los vientos. Al final te sentás ante un plato de comida, pero en el principio hubo plantas que nacieron de semillas sembradas en un planeta cuyo clima y cuya biodiversidad hicieron posible una buena cosecha. No conquistamos nada; vivimos juntos.
Y sin embargo matamos bichos porque nos molestan, sin pensar. O porque creemos que son malos. Como las arañas, que tienen tan mala prensa. No importa que sean esenciales. Vamos y las matamos igual. Eso está mal. Los más chicos lo saben, y son tal vez nuestra única y última esperanza. Ante la menor duda, hay que evitar matar. Porque al final rompemos la infinitamente compleja relojería de la naturaleza, y adiós. Lo que me lleva a la segunda idea.
La frase “salvar al planeta” es demasiado presuntuosa. A estas alturas más vale que nos demos cuenta de que todos estamos en peligro. De que está en juego nuestra supervivencia. De que salvar al planeta es sinónimo de salvarnos nosotros. Paremos con la arrogancia, porque no hay mejor forma de no alcanzar una meta que ponerla demasiado lejos; salvar al planeta, por ejemplo.
La tercera idea que se nos escapa es que cada Watt que consumimos contamina. Somos la única especie que necesita generar energía de forma artificial, aceptémoslo. Pero seamos austeros y cuidadosos. Es un buen modo de vida, además. El derroche y la frivolidad marchitan el alma.
Me disculpo de antemano por este texto, escrito desde la indignación y el dolor. Pero Corrientes se incendia, y para los correntinos se incendia el mundo. Que nos sirva de lección.
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