
Darwin o la involución de la especie
En su nuevo libro, Sentido y riesgo de la vida cotidiana , que publicará Emecé Editores, el pensador argentino analiza el espíritu de los tiempos así como la dirección y el valor de la vida cotidiana. A continuación se reproduce uno de los ensayos del volumen, en el que, a propósito del autor de El origen de las especies , Kovadloff exalta el papel de lo misterioso y del arte en la existencia humana.
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I
EL 1º de mayo de 1881, Charles Darwin cree discernir en su conducta los síntomas de un agotamiento emocional definitivo. A los setenta y dos años anota: "Conservo un cierto gusto por los bellos paisajes pero no me causan ya el exquisito deleite de antaño". El tiempo, dictamina, ha ido minando "el flanco emotivo" de su naturaleza. A consecuencia de ello, también se siente alejado de la obra de William Shakespeare, de la música y de la pintura.
Su invicta "pasión por los estudios consagrados a todo tipo de materias" no atenúa en nada el rigor de su veredicto. Por el contrario. Ese inquebrantable interés por el conocimiento acentúa en él la evidencia de una esclerosis afectiva. "Mi mente", concluye, "parece haberse convertido en una máquina de elaborar leyes generales a partir de enormes cantidades de datos." "Las aficiones más elevadas", confiesa, ya no encuentran en él al entusiasta de otrora.
II
De los hombres célebres, así como de los hechos tenidos por relevantes, es usual que predominen los estereotipos. Todo lo consagrado, ya se sabe, se halla expuesto, fatalmente, al riesgo del congelamiento. Por lo demás, en este orden de cosas, la proclividad al facilismo o a la autocompasión suele hacer su faena aun en el seno de los mejores propósitos. Resulta por eso mismo provechoso advertir que Darwin considera "aficiones más elevadas" que sus propios intereses el apego al arte y la literatura, así como el culto de la contemplación. Es algo que contraviene el perfil positivista que de su temperamento traza la convención dominante. Liberada de las cadenas que la inmovilizan, su imagen vuelve a ganar vitalidad. Y es esa vitalidad la que podemos reconocer en su confesión.
Se trata, en efecto, de un señalamiento en el que lo indoblegable a la noción de ley aparece francamente exaltado. Allí, subraya Darwin, palpita la instancia proveedora de una experiencia superior a la que brinda el conocimiento legal. ¿Es así? ¿Puede concebirse como "aficiones más elevadas" que los intereses científicos a las que promueven el goce del arte y de la literatura? Poco importa aquí si se trata o no de un juicio certero. Personalmente, creo que no. Pero mucho más relevante resulta reconocer lo que a Darwin le preocupa. Ylo que le preocupa es su personal y creciente indiferencia ante el mundo como presencia y ante su expresión artística y literaria. Su mente, asegura, se ha convertido en una "máquina" de clasificar. Cuanto escapa a la clasificación ha dejado de importarle. Envejecer emocionalmente, sentencia Darwin, es mostrarse insensible ante el misterio de lo singular. O sea, ante todo aquello que no se encuentra ni se encontrará inscripto en las generales de la ley.
No deberíamos, sin embargo, caer en la trampa involuntaria que Darwin nos tiende con relación a sí mismo. Si en tantos años su amor a la ciencia no conoció desmayos ni retrocesos es porque la suya fue, cabalmente, una pasión. Yno hay pasiones seniles. ¿Cómo no creer que derrotó a la vejez, entendida como creciente indiferencia afectiva, quien hasta el fin de sus días se empeñó, como él, en comprender la forma de las flores? Rechacemos, por eso, su autocondena y extraigamos de lo que dice mayor provecho que el propuesto por su propia comprensión o, mejor aún, por una visión ligera o inconsistente de lo que acaso nos quiso decir.
Creo yo que a Darwin lo aflige la fuerte propensión de su espíritu a caer en la unilateralidad. Propensión, dicho sea de paso, que no sólo ni ante todo es suya, sino de las tendencias dominantes en la ciencia de su época. El peligro, entiende él, se manifiesta cuando el acercamiento primordial a lo viviente y significativo se agota en la intensidad de ese fervor por la observación objetiva, el inventario de los hechos y la clasificación legal. Vale decir, cuando nuestra capacidad de indagación, y sobre todo de diálogo, se reduce a lo cifrable y rehúye lo indescifrable.
Subordinados a la estrechez que les impone su propia miopía, los vínculos tenazmente unilaterales obstruyen el acceso al polifacético semblante de lo real. Se aletarga así la evidencia de que es posible e incluso necesario encauzar por más de una senda la relación con lo existente, si de veras se busca extraer conclusiones de algún relieve. En otras palabras: el interés sectario por la ciencia, asentado en el menoscabo del pensamiento estético y el ejercicio contemplativo, constituye, para Darwin, un síntoma indudable de empobrecimiento espiritual. Lo inquieta, en suma, el reduccionismo y plantea, con buen criterio, su intensa preocupación. Si sólo lo general importa, si en lo mensurable y regular se agota el valor de todo, la persona, en lo que tiene de intransferible, los restantes seres vivos y las cosas, en lo que guardan, cada uno, de inclasificable, terminan por verse sumidos en la irrelevancia. Es así como se cae en la subestimación de un misterio no menor que el de lo universal: el de lo particular. ¡Remoto dilema que Platón buscó resolver drásticamente y que Aristóteles encaró con mayor ductilidad que su maestro!
III
Acumulando con los años creciente apatía hacia su otrora amado Shakespeare, viendo languidecer en su corazón el don contemplativo y perderse en la indiferencia el éxtasis que la música le brindaba, Darwin supo admitir, no obstante, que se estaba alejando de algo que seguía pareciéndole esencial. Y ese algo conformaba un haz de experiencias a las que no dudó en calificar como "las más elevadas". Así las designa seguramente porque remiten a lo que no encuentra inscripción en ningún orden normativo ni resulta abordable como objeto.
Yo podría jurar que esta convicción darwiniana hubiese contado con el asentimiento decidido de Pascal. Yno sólo de Pascal. También Einstein hubiese brindado el suyo. Y, con Einstein, Eddington y Plank, por no citar sino a tres de los muchos físicos que, en nuestro tiempo, han contribuido a desbaratar la feroz ortodoxia que distingue a los apóstoles de Comte. Es que hay un orden problemático cuya riqueza no logra desdeñar sino quien, al hacerlo, esté dispuesto a inmolarse en la ceguera de su propio desprecio. Darwin presiente que lo insoluble, lo imponderable en términos científicos, propone un enigma de complejísima estirpe. Y es en la actitud contemplativa donde ese enigma resplandece con más fuerza.
El "exquisito deleite" con que antaño lo embargaban los paisajes no puede menos que constituir, para cualquiera de nosotros, una experiencia familiar. Desvirtuar el sentido de la contemplación es, en lo esencial, ignorar la verdad que nos depara el hecho de quedar a merced de lo contemplado. Quien alguna vez se haya dejado ganar por un paisaje sabe que, en el acto de la contemplación, ese paisaje y nosotros supimos conformar una cordial unidad. Tal unidad es la trama espesa y honda que remite a un vínculo en el cual lo que se ignora como sujeto a propósito de un objeto, se sabe y se habita como persona a propósito de una presencia. Contemplar es comulgar emocionalmente con la verdad de esa presencia que nos abarca y abraza, es sentirse en un todo con ella y encontrar sostén en el secreto que esa correspondencia entraña. Es en esta fiesta de los sentidos y el sentimiento que consiste esa otra realidad que la experiencia "de los hechos" excluye y que tan bien matiza el valor absoluto de la aprehensión puramente intelectual.
IV
Subestimar la fuerza reveladora del dolor elaborado por la poesía implica algo más y algo más grave que el mero desinterés por la literatura. Darwin lo sabe. Sabe que esa penosa intrascendencia no es sino apatía ante el destino expresivo del sufrimiento humano. Sabe que ello equivale a despreciar la perplejidad que cada hombre siente ante su muerte indelegable; la fuerza de aquellas vivencias que, aun compartidas por todos, son, sin embargo, definitivamente personales: el amor, el júbilo, la pena o el estremecimiento que sobreviene al comprender que se es uno por una única vez.
A la luz de semejante empobrecimiento, Darwin se ve llevado a decretar, implacable y resignadamente, la avanzada esclerosis de su sensibilidad. Nutriéndose apenas en su viejo fervor por la ciencia, advierte que la hondura de su relación con la vida ha sufrido una severa restricción. La misma, por supuesto, que rige allí donde la apología del arte se cumple con irresponsable desprecio por la ciencia.
¿Cómo no ver, en estas consideraciones que desvelaron a Darwin, la simiente de una disyuntiva que terminó por infundir a nuestro siglo la fuerza trágica de su impronta? Del abismo abierto entre dos culturas -la humanista y la científica- nos hablaría, en la última posguerra, otro notable inglés, el agudísimo C. P. Snow. Semejante disociación rige, desde hace mucho, los destinos de la enseñanza, y en la hostilidad recíproca que promueve se alimenta buena parte de la ignorancia contemporánea. La tecnocracia que hoy malversa el sentido del saber hunde sus raíces en este ejercicio de mutuo desdén. Pero esta sólida beligerancia no rinde frutos sino al prejuicio. No cabemos por entero en ninguna de nuestras expresiones parcialmente considerada. Somos también lo otro. Somos otro también. Otro siempre. De la verdad sólo alcanzamos a trazar el perfil que le dicta nuestro vínculo con ella. Reconocerlo no alienta el descrédito del conocimiento sino la evidencia de un misterio que reclama mejor consideración y extraordinaria prudencia. La identidad sin fisuras no es más que un espejismo. Más allá de él y del delirio que supone una modalidad hegemónica del saber, se encuentra esta evidencia con la que es imperioso intentar convivir siempre un poco más. Admitirla equivale a reconocer, necesariamente, el fecundo y sutil parentesco que enlaza la conmoción producida por el binomio de Newton con el estremecimiento de leer a William Blake.
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