El escritor que perseguía utopías posibles
Los artículos de Vallejo como periodista lo colocan en la senda de los precursores modernistas, que buscaban los modos de acentuar, como los cronistas de hoy, el punto de vista subjetivo
Avalando la hipótesis del poder transformador de la escritura, o al menos de algunos libros, al año siguiente de haber publicado Trilce, una de las obras poéticas más devastadoramente geniales y rupturistas de la literatura latinoamericana, César Vallejo dejó su Perú natal y se instaló en París. Era 1923. La desolación que le provocaba su lugar de origen, con sus diferencias de clase, su militarización creciente y sus interlocutores banales, encontró ecos en esa Europa de entreguerras, en sus ruinas y quimeras. Así lo atestigua Camino hacia una tierra socialista, el volumen que reúne una serie de crónicas y un puñado de cartas que escribió a lo largo de ese período -no deja de ser curioso el hecho de que Vallejo haya llegado a Europa un año después de finalizada la Primera Guerra Mundial y muriera allí un año antes de que empezara la Segunda- y que acaba de publicar Fondo de Cultura Económica en su colección Viajeros, con selección y prólogo de Víctor Vich. Por ese prólogo sabemos que, además del rechazo a la patria, en esa fuga hubo un conflicto familiar que lo puso en la mira de la justicia. En París, entonces, Vallejo era un prófugo, un migrante y un desempleado: una tríada fundamental para tener en cuenta a la hora de pensar estas crónicas publicadas en distintos diarios y revistas de América Latina. Vich lo hace, por cierto, y sostiene que ese lugar de enunciación agudiza la percepción de Vallejo ante las infinitas facetas oscuras de la modernidad ya no tan triunfante y ante los pliegues de injusticia en los que, en forma creciente, se asienta la lógica capitalista.
Hay otra cosa que le aporta esa tríada, y se la debe buscar en el vínculo que para entonces los escritores latinoamericanos van teniendo con el periodismo, que en ese principio de siglo se consolida como la plataforma profesional por antonomasia. El caso tal vez más conocido entre nosotros sea el de Roberto Arlt, que escribe sus Aguafuertes en la misma época que Vallejo, y antes lo había sido una serie profusa entre la que se destacan las figuras de José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera y, un poco más acá, en el cambio de siglo, la de Rubén Darío. A diferencia de ellos y sobre todo de este último -como se desprende del prólogo fundamental que Graciela Montaldo escribió para el volumen de sus crónicas de viaje reunidas en la misma colección- quien desde su lugar de corresponsal fue capaz de hacer operaciones en el campo de la retórica y de la política a la vez versátiles y agudas, Vallejo tuvo un vínculo precario con el periodismo. Citando su correspondencia, Vich dice que nunca logró ese puesto de corresponsal, ni siquiera cierta regularidad para artículos que le pagaban tarde o nunca. Sin pan y sin contrato, es factible pensar que esa ausencia de agenda dictaminada por un editor o por ese público expectante al que no había que decepcionar con exceso de obsesiones propias haya posibilitado que los ejes centrales de los escritos de viaje de Camino? se centren en lo que para Vallejo era central como escritor y como intelectual. Porque, aunque haya cambiado sus modulaciones poéticas a medida que su compromiso revolucionario se asentaba, desde Trilce sabemos que a Vallejo le importaba encontrar otro mundo posible. Así es como en estas crónicas lo vemos indagando un nuevo orden social entre los protagonistas de la Revolución Rusa y también entre los defensores de la República en la Guerra Civil Española, contrastando en esos espacios lo que ve con lo leído, tomando partido para articular una sociedad nueva.
En esas crónicas y en las otras, las que bucean en las grietas que percibe en el cosmopolitismo y el progreso desde su sede parisina, Vallejo despliega abiertamente sus opiniones cuando no sus arengas. Sus textos se despegan del mito de la objetividad al que venía adscribiendo la práctica periodística desde que los diarios habían pasado a ser empresas sujetas a la lógica del mercado y se inscriben así en la línea de los modernistas latinoamericanos mencionados antes, quienes buscaron siempre los modos de acentuar el subjetivismo de la mirada en un gesto que, como señala Susana Rotker, los diferenciaba del modelo del reporter norteamericano, más proclive a adherir a una retórica donde la opinión del cronista debía sacrificarse en pos de la información.
Es interesante seguir el itinerario de esas dos líneas de abordaje de la crónica y atisbar cuáles son las modulaciones a las que irán dando lugar después, a partir de la segunda mitad del siglo veinte. Precisamente en esa mitad, Operación Masacre de Rodolfo Walsh marca un hito, entre muchas otras cosas por su gran poder de condensación: aborda los hechos con todo el rigor del reporter y a la vez, siguiendo la estrategia de los modernistas latinoamericanos, va narrando la transformación de la voz que narra, la cual se va despegando de la del escritor de policiales de enigma obsesionado por las partidas de ajedrez para derivar en la del periodista que interpela. Más adelante, esa condensación se irá bifurcando en el terreno de la crónica, y al día de hoy podría decirse, aun corriendo el riesgo de simplificar, que hay una corriente que pone la información -es decir, los hechos, su concatenación y su chequeo- en el lugar central y otra que cede ese lugar a la formulación de hipótesis de una primera persona que narra y a la vez se va construyendo en ese relato. En el primer caso, la modulación está más próxima al periodismo; en el segundo, a la literatura o el ensayo. Todo hace suponer que ambas celebran la aparición de este Vallejo inesperado.
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