El héroe de Lorraine
Cuando tenía poco más de 20 años, Alberto Kipnis salvó una vieja sala de la quiebra y la convirtió en templo de los cinéfilos porteños
Hubo un tiempo en que los porteños no eran cinéfilos. No descubrían a ningún director ni les rendían culto a las películas. Tanto las de Eisenstein como las de Bergman duraban apenas una semana en cartel y después marchaban al oscuro depósito. Todo el mundo sabía que el protagonista de La diligencia era John Wayne, pero de John Ford, el realizador, no había ni noticia. Esto duró hasta 1956, cuando un muchacho de 23 años que hasta entonces ni siquiera era un aficionado al cine salvó de la quiebra el viejo Lorraine de la avenida Corrientes ofreciendo un "producto" que encontró muy pronto su público: el cine de autor.
"Yo entré de casualidad al cine. Llegué a estudiar abogacía, pero dejé porque tenía una gran vocación por el canto. Estudiaba muy severamente. Si no hubiera aparecido el Lorraine en mi vida, me habría ido a Europa a desarrollar una carrera como tenor. Era una cuestión de familila: mi padre era primo del gran bajo ucraniano Alexander Kipnis, que triunfó en Estados Unidos", dice Alberto Kipnis, el héroe del Lorraine, que hoy tiene 78 y que concierta esta entrevista "para bien entrada la tarde" porque antes tiene que ver las tres películas que componen su dieta básica de todos los días.
Un libro impresionaba mucho a Kipnis cuando tenía 20 años: El hombre mediocre, de José Ingenieros. Él no quería ser un tipo del montón: por eso había renunciado a su puestito en la gran tienda Gath&Chaves. "Me preguntaba qué porvenir tendría allí. Llegar a jefe hubiera sido lo máximo. Al año me fui porque no soportaba ser uno más de la máquina." La trituradora lo amenazó otra vez, después del servicio militar: había que comer, y entró a trabajar en un banco. Tampoco le gustó, y de allí pasó a la recepción del hotel Monumental. De su destino de hotelero lo salvó el peronismo: lo denunciaron en aquellas tensiones sociales del 55 por no estar afiliado ni al sindicato ni al partido. Obligaron al dueño a despedirlo. Para no dejarlo en la calle, aquel buen hombre se lo llevó de boletero suplente a su cine: el viejo Lorraine. Era un salvavidas de plomo, porque el viejo Lorraine estaba arruinado y cerca de cambiar de rubro.
"La programación daba vergüenza. Cuando yo entré, daban El trueno entre las hojas, con Isabel Sarli, películas con peleas de Kid Gavilán y del campeonato sudamericano de fútbol. El cine no caminaba y el dueño había decidido transformarlo en pizzería. Le dije que me dejara intentar algo diferente y que si no andaba hiciera nomás la pizzería", cuenta Kipnis, que a partir de ese momento fue herido por el rayo de las películas. La prueba que intentó fue un miniciclo Eisenstein: El acorazado Potemkin, Alejandro Nevsky, Iván el Terrible. "Esas películas las distribuía Argentino Vainikoff. Entonces lo llamábamos Lamas, para protegerlo, porque era del Partido Comunista. Me hice muy amigo de él. Todos los días iba a verlo para conversar. Era un placer: uno de mis personajes inolvidables." Las obras de Eisenstein ya se habían pasado en Buenos Aires, "en un cine de la calle Esmeralda", pero la gente no había ido a verlas. Cuando las proyectó Kipnis, "comenzaron a andar como un bombazo". Y así el Lorraine se salvó de vender fugazzeta.
Enseguida Kipnis introdujo otros cambios, cosméticos algunos, otros de fondo. Reemplazó acomodadores por acomodadoras, transformó en estrellas a los directores y diagramó en persona los programas, que tenían una frase destacada sobre la película, la ficha técnica completa y fragmentos de críticas que ayudaban a desentrañar el secreto de films tan impenetrables como los de la trilogía de Michelangelo Antonioni: La noche, La aventura, El eclipse.
"En 1957 preparé el primer ciclo de Bergman. Fue un éxito descomunal. El Lorraine tenía capacidad para 345 personas en cada función, y metíamos 1800 personas todos los días. Trabajábamos a sala llena desde la matiné hasta la segunda de la noche. Desde la mañana había gente en la calle haciendo cola, y eran jóvenes, en un 80 por ciento. Hoy son todos viejos, como yo, que ya llevo 56 años en este gremio."
Pronto el Lorraine, con lo modesto que era, pasó a ser la columna vertebral de la avenida Corrientes de los años 60. Ir al Lorraine era una cuestión de resistencia intelectual... y física, porque el confort estaba, de raíz, proscripto. En verano la sala se refrigeraba con ventiladores y en invierno se calentaba con sobretodos y bufandas. "Si hubiera sido moderno y lujoso, la gente no habría ido. Los cuadros de Castagnino en las paredes, el ambiente, fueron parte del éxito de ese cine. Era una cuestión de militancia. Pasábamos Los compañeros, de Monicelli, y la gente aplaudía cuando Marcello Mastroianni daba su discurso. Una tarde llovía y aparecieron goteras en el techo. La gente abrió los paraguas y siguió viendo la película como si nada. Calculo que si hoy pasara algo así incendiarían la boletería con el boletero adentro..."
Después del Lorraine vino el Loire. Hubo un concurso para bautizar el nuevo cine, con la condición de que el nombre empezara con la sílaba "lo", para que las dos salas quedaran agrupadas en las carteleras de los diarios. El ganador obtuvo pase gratis por un año. Kipnis quería inaugurar el Loire, que era muchísimo más elegante, con El romance del Aniceto y la Francisca, de Leonardo Favio. "Los distribuidores no quisieron dármela. La estrenaron en el Paramount y en el Libertador, pero como pusieron sólo 4000 personas en la semana del estreno, salió de cartel rápidamente. Después me vino a ver el distribuidor, Bernardo Zupnik, y me pidió por favor que pasara la película. En la primera semana, llevé 8000 personas a mi pequeña sala. Fue una locura. Duró meses en cartel y Favio estaba contentísimo."
Kipnis ya había dejado de ser un empleado. Con sus socios, construyó un pequeño imperio. Después del Loire apareció el Losuar, casi en la esquina de Corrientes y Callao. "La gente creía que Losuar era el nombre de una abadía francesa, pero era un nombre inventado por mí, con las primeras sílabas de la frase ‘lo supremo en arte’. Arrancamos con La danza de los vampiros, de Roman Polansky. Ya la habían dado en el Metro y sólo habían ido a verla 200 personas. Ganó la fama de la que todavía goza entre los cinéfilos porteños en el Losuar, donde se agotaban las entradas."
El último "lo" fue el Lorange, en la galería de Corrientes y Uruguay. El Lorca se les coló en las carteleras, pero era de otro propietario. En los años 60 y 70, el Cine Arte, de Diagonal y Corrientes, le presentó batalla a Kipnis. "Apuntábamos a un público parecido. Hubo una guerra y yo comencé a poner en mis programas una cosa antipática: ‘El Lorraine crea, no imita’", recuerda.
El ocaso del Lorraine llegó con el proceso militar, pero de un modo u otro Kipnis siguió adelante. Desde hace diez años es director artístico y programador de los cines Plex, del productor y amigo Marcelo Morales. Kipnis elige las películas y sigue, como siempre, diseñando a mano los programas. Lamentablemente, el primer cine de esta cadena, el Dúplex, de Caballito, está cerrado por un problema de alquileres. "Los vecinos se han movido mucho para reabrirlo. Juntaron miles de firmas. Ojalá lo podamos reabrir", dice. Quedan otros tres: el Arteplex de Villa del Parque, el de Belgrano y el del Centro, que ocupa el predio que en los días de la guerra de los cines pertenecía al Cine Arte, sin "plex".
"¿No vio Le quattro volte, de Michelangelo Frammantino? Es una maravilla, sin palabras. La gente venía y pedía ‘una entrada para la muda’. ¿Quién se hubiera animado a estrenar esa película si no hubiéramos estado nosotros? En las funciones privadas en las que vi Las alas del deseo, El baile y la reciente Katyn, de Wajda, los exhibidores se iban. Quedaba yo solito, un solo interesado. Hoy en día hay un montón de grandes películas que no llegan. Es muy difícil encontrar salas. Pero yo sigo siendo optimista. Como decía André Malraux, todos los días se vaticina la desaparición del cine artístico, pero el cine, lo mismo que el sol, siempre vuelve a salir al día siguiente."