El viajero introspectivo
En su obra monumental, Anatomía de la melancolía, el autor inglés combatió el mal que lo aquejaba escribiendo un libro, en cierto modo autobiográfico, acerca de esa enfermedad. Reunió en ella todo el saber de su tiempo sobre esa tendencia a la inacción, se valió de citas, de anécdotas y de sus experiencias para describir la seducción de las horas perdidas en el ensueño
lanacionarPensemos una casa antes que un libro. Una casa de campo inglesa que exige ser habitada. Mejor dicho, una de esas viejas abadías que está de moda subastar para que las compren artistas pop en decadencia. En la casa hay generaciones enteras de muebles que acumularon los custodios sucesivos y los guardianes - wardens -, sobre todo bibliotecas. Las bibliotecas contienen noticias recónditas, secretos que no serán revelados a menos que el aventurado acepte el desafío y, en especial, el sabor especioso del saber al que pudo asomarse el siglo XVII. Escribí la última oración en homenaje a Borges, que hubiera detestado, como en esta, la profusión de sonidos sibilantes.
Si alguien encontrara la clave de bóveda de esa construcción primera, averiguaríamos -no por adivinanza, como se cree averiguar hoy- qué hay en uno de los libros más prodigiososos del siglo que precedió al XVIII para descreer con una esperanza sin límites del pasado y prescindir sin reserva del futuro implorante al que nos hemos acostumbrado ya. Hagamos trampa: pongamos a un curioso impertinente, a un vigoroso periodista o a un escritor por encargo a estudiar el caso y, por omnimpotencia editorial, a resolverlo. Tenemos en nuestras manos el plot disponible de un posible best seller mecánico e inmediato. Aclaro que por el momento nadie quiere, seria y serenamente, resolver el caso.
Para seguir adelante, despejamos la incógnita doméstica: la casa es un libro, Anatomía de la melancolía ; el autor, que no supo poseer casa alguna sino solo habitarlas de un modo fantasmal, Robert Burton (1577-1640), alguien que podría haber sido considerado hasta anteayer "un intelectual"; alguien que, como su antecesor isabelino Ben Jonson, de acuerdo con la exageración de Thomas Wolfe, "leía bibliotecas, no libros".
Al súbdito inglés Robert Burton le tocó padecer antes de morir diversos reinados terrenales, entre ellos el que se encargó de difuminar ese Carlos I sorprendido por Van Eyck en una larga pose de inmortalidad.
Imaginemos ahora a un lector escrupuloso y genial que sueña de noche, con una avidez constante, y trata de ordenar, no necesariamente de día, ese laberinto de renglones. Un médico de Londres le había diagnosticado la melancolía como enfermedad, prudente. En aquellos tiempos en que a la bulimia se la denominaba "hambre canina", esta definición, esta prognosis, puede ser considerada también otra figura retórica: una lítote, una atenuación. La melancolía era, después de todo, el paso anterior a la acedia (o acidia), el mal de perplejidad haragana que inducía a los propietarios de una verdad religiosa a la inercia, al ocio indiferente, a la inacción.
Robert Burton aceptó el diagnóstico e invocó la precedencia de un tío materno como portador del mal, un marino que combatió sin deshonra contra la armada española en 1588. La enfermedad es un pretexto perfecto para convalecer sin desesperación entre libros, a la vez una causa y un índice temático incalculable. Hoy damos por sentado que la cura fue esa consagración a un oficio y una disciplina convertida en arte: la lectura. Alguien acepta, con todas las vacilaciones del caso, cumplir una misión y la cumple en desmedro del riesgo. Todo ha ocurrido y todo es, que conste con elocuencia sublunar en estas páginas , habrá sido el remate desinencial afligido por la busca. Un resto, un despojo quedaba, del que el emisario sin trazos de biografía daba fe a tientas, reflexivo y tácito. Introspective Voyager , llamaba a esta clase de genios Wallace Stevens.
Volvamos al relato. En el libro que iba escribiendo de a poco, Robert Burton incluyó clasificaciones, diagramas, latines y latinajos, el griego anterior, presunciones, relatos, enigmas, grados de perplejidad y de asombro, invectivas, abusos, sentencias, repentismos, consejos, traiciones flagrantes e inútiles lealtades. En cada una de esas series iba descartando la facilidad inherente a la pereza de las futuras modas, a la adhesión a recursos y símbolos vagos. No hay en Burton ficciones gratuitas, aforismos inconsecuentes, epigramas inofensivos ni paradojas fáciles. Una salud indestructible protegida por la soledad y una soledad industriosa protegida por el diagnóstico lo privaban de esas inanidades que prodigarían dos siglos después los grandes campeones de certámenes de cabotaje pragmático elevados a cursos de enseñanza del pensamiento inglés.
El libro que algunos de sus exégetas más conspicuos -Helen Gardner, Geoffrey Hill- proponen como el modelo principal de Anatomía de la melancolía es Ecclesiastical Polity , un tratado de teología en cinco volúmenes (el sexto es de autoría dudosa) escrito por Richard Hooker (1554-1600), uno de los pilares de la Iglesia en Inglaterra, rehén involuntario de ese biógrafo en harapos llamado Izaak Walton (1553-1683).
Entre las proezas vitales de Robert Burton puede contarse su habilidad para esquivar o disuadir biógrafos. El perspicaz Walton, autor también de una biblia de la intemperie consagrada a la filosofía del pescador - The Compleat Angler (1653)- lo descarta. La falta de peripecia en la vida de Burton parece un buen motivo, aunque Hooker ofrezca un mérito casi equivalente. Con una salvedad: el autor de Ecclesiastical Polity cuenta a su favor con un matrimonio desdichado, factor de intriga decisivo en las biografías atentas al accidente. El Doctor Johnson (1649-1703) tampoco lo tiene en cuenta. Las suyas son vidas de poetas ; Burton, en la medida en que nuestra pereza de certidumbre nos absuelva, no lo era.
Aunque los tratadistas e historiadores de la literatura -Gosse, entre otros, Garnett- consideren el periodo en que la Anatomía fue escrita una secuencia de opacidad ininterrumpida, la omisión no deja de ser notable y hasta un poco alarmante. Algo del propio Burton debía de contribuir a la leyenda omitida: un antojo de sustracción, un atisbo de invisibilidad, una voluntad de escarmiento. Burton prescindió de vivir para que su obra lo hiciera por él.
Hay que agregar además que las vidas escritas obedecen a los principios narrativos -prontuariales- que una época reclama. La época de Burton, aparte de inanimada, parece extender un calendario sólido que no toma en cuenta las horas ni los días. Las modalidades de su libro pueden prescindir de ciertos tiempos verbales: el visitante de Porlock nunca llegó, una brisa no hizo estremecer la llama de una vela, la marquesa no salió a las cinco. El tiempo pasaba, no pasó . A eso tal vez se refería Valéry. En el diario borgeano de Bioy, el último apunta del primero una duda fatal, en apariencia inofensiva. "Cuando uno espera, el tiempo pasa despacio; sin embargo, lo que uno siente es que ha pasado mucho tiempo." A eso tal vez se refiere Burton.
Será un lector dieciochesco de la Anatomía , Laurence Sterne (1713-1768), que la había leídocon el mismo afán que el Quijote (traducido al inglés por Tobias Smollet), quien le rinda a Burton el mejor homenaje, cuando copia en el capítulo I del volumen quinto de Life and Opinions of Tristram Shandy la petición de principios contra el plagio (de Burton), que es sobre todo un alegato a favor de la inconclusión y el relevo de temas en la prosa de la vida diaria.
A pesar de la divulgación, el fragmento se refiere menos a la imprudencia ética relacionada con el plagio literal que a la imbecilidad acérrima dedicada a seguir los pasos del precursor para garantizarse los beneficios de un programa simétrico emulativo.
Después de periodos de silencio y de burla, después de Laurence Sterne, la influencia de Robert Burton en la literatura en general, y en la inglesa en particular, ha sido y es enorme. Resulta previsible, y hasta obvio, que la magnanimidad del autor melancólico haya despertado cierta forma de envidia que se manifiesta como abuso en las generaciones ulteriores, y que consiste en ese deporte sin riesgo practicado para anular o denostar la Anatomía de la melancolía : imitación parcial de sus recursos retóricos, rechazo casi atávico de sus temas, sarcasmo consuetudinario que enfatiza errores (abundantes como los aciertos, como lo es todo en esta obra caudalosa). Se sabe que la imitación , si buena, acarrea dosis de admiración tan considerables y constantes como las de repudio ("parodio no por odio", escribió Cabrera Infante, cid campeador de torneos estivales), y que muchos de los poetastros y critículos de los siglos XVIII y XIX insinuaban en el acopio ofensivo y la calumnia un desfile de recelos sobre el saber y la fruición inherente al hecho de acumularlo.
Dos reparos: la elección de un episodio, una anécdota o una cultura para revelar la obsesión tutelar de una vida entera queda descartada por completo en el siglo XIX, alba de nuestros prejuicios y susceptibilidades, crepúsculo de nuestro escepticismo tributario, tardío. Que Milton se ocupara de una sedición registrada en las Escrituras, Burton de un diagnóstico acaso certero y Gibbon de un antecedente ejemplar en el comportamiento de las civilizaciones explica la inhibición del siglo XIX para adoptar conductas similares en sus tratamientos. Desde el Iluminismo, al que la instrucción anglicana de Robert Burton no le hubiera permitido guardar mayor afecto, un tema vasto como la pérdida del reino que estaba para nos, la decadencia y caída del Imperio romano o la permanencia en el cuerpo y el espíritu de una enfermedad incurable, que no mata y que nos conduce tal vez a un estado de imperfecta salud muy tolerable, carece de competencia poética, política, histórica, teórica o teologal. Hay que contraer (en doble acepción) la enfermedad que dignifica nuestras manías y obsesiones para seguir haciendo a gusto lo que queremos: burlarnos de la tosca cordura, combatir molinos de viento o seguir la pista que concede, vagando entre libros abiertos, al carácter meláncolico su reputación, su ocio anhelante, sus epifanías. Contraer: contagiarse de y achicar en el alma y la memoria las anécdotas del cuerpo.
Sin embargo, la Anatomía de la melancolía fue, en términos relativos, un éxito: se reeditó varias veces hasta adquirir su forma definitiva, y la que me tocó leer a mí, la de la Everyman s de 1932, prologada por Holbrook Jackson, sigue siendo recomendable para cualquier lector contemporáneo.
El segundo reparo, tan lerdo que ya parece inmodesto, es que ningún lector ( mon semblable, mon frêre ) parecía solicitar, a mediados del siglo XIX, la competencia plena de una obra para acusar su resonancia. Así, Robert Burton está presente en el spleen de Baudelaire y en la mayoría de las neurastenias y desdenes posteriores a los que aspiró el decadentismo, pero siempre de una manera tácita, invisible, como un huésped inadvertido o vergonzante. La melancolía de Burton, facilitada por el propio Burton gracias a la modestia de su tratado, señala su incidencia también en el cardenal Newman, nada menos, y en otro testigo en fuga constante, el capitán Richard Francis Burton, viajero osado y traductor de exotismos antropológicos.
El siglo XX, en cambio, se comportó muy bien con Robert Burton, y es uno de los casos en que puede servirnos de ejemplo (el siglo, no Burton). Entre otras cosas, la Anatomía de la melancolía les procuró a dos grandes novelistas ingleses título y tema. A Anthony Powell, Afternoon Men , esos caballeros del crepúsculo de entre deux guerres, que deambulan de un lugar a otro en busca de compañía y experiencia, con la resaca de la noche anterior a cuestas, novela de fantasmas sui generis , que consigue ser realista y no consiente la intervención de causas sobrenaturales sino solo de efectos previsibles, prosaicos: el dolor de cabeza y el mal aliento. Una crónica del ayer incierto que transmiten con demora los actores del presente, anterior a la serie de Powell (más celebrada que leída): Una danza con la música del tiempo , de desmesura proporcional a la Anatomía de Burton.
A Anthony Burgess, por su parte, Burton le revela La víspera de Venus santa , relato extraído de Florilegus (año 1058), de la parte 3, sección 2, miembro I, subsección I de la Anatomía , fábula fecunda de la impotencia del atleta melancólico contraída por distracción. El anillo abandonado, después de un torneo de tenis, en el anular de una estatua de Venus, le impide a un joven deportista consumar el acto para el cual lo habilita la ceremonia nupcial. La intervención de Saturno logra que Venus estatuaria deshaga el hechizo.
No fueron Burton ni Florilegus, seguramente, los únicos narradores de este relato de enunciación telegráfica, pero el compositor tenaz de la Anatomía resultó el encargado de transmitirlo con gracia, gravedad y elegancia de estilo para que Burgess y otros lo utilizaran en términos de un ínfimo pudor intelectual. El propio Burgess descubre en el acto de apropiación (como confiesa en el primer tomo de su autobiografía, título) que el relato ha sido víctima ya de un episodio incorporado a la deslealtad hambrienta de Hollywood. Por encargo, dos de los guionistas más ingeniosos que puedan imaginarse -Ogden Nash y S. J. Perelman- escriben (música de Kurt Weill) una comedia titulada A Touch of Venus .
De Burton, algunos testigos ocasionales que fueron sus amigos sin ser libros afirmaron que era de buena disposición, ánimo consecuente y conversación contagiosa jaspeada de anécdotas. Una sombra se proyecta sobre los últimos días del erudito de Oxford: la sospecha de suicidio.
Tres, cuatro siglos después, simplificar la causa de esa desazón provocada por la melancolía insinúa e intenta sugerir -derrotar- una ausencia. La dispuesta por el amor y la devoción, en las alturas del éxtasis, deriva en una especie de periplo elegíaco, y es la que nos concierne. Pensar y perseguir los síntomas en todas sus direcciones le impedía a Robert Burton -hipocondríaco corregido por un diagnóstico- mencionar la única gran privación que la historia (Enrique VIII a sus anchas, pintado por Holbein) le había impuesto: las imágenes necesarias, figurativas, carnales, con que el arte custodiado por los papistas hacían de cuerpos y almas visibles el motivo verdadero e inagotable de su investigación. Un Robert Burton ateo, profano, del siglo XX o XXI, se podría dar el lujo de soslayar o esquivar esa desventaja dudosa. No lo hemos descubierto todavía, pero el candidato más calificado propone mientras tanto (para simular/postular un final) la cita que sigue: "El arte es el paraíso en el que Adán y Eva se han comido a la serpiente".
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