Ernesto Sabato, el escritor y sus imágenes
La publicación de la Biblioteca Sabato, editada por LA NACION, pone a consideración de los lectores una obra insoslayable en el panorama de la literatura argentina contemporánea
Se escribe contra la muerte o para exorcizar fantasmas y obsesiones. No hay más. Desde las cuevas de Lascaux hasta los adolescentes que garabatean versos de amor, el hombre ha buscado aplacar temores y perdurar.
Ernesto Sabato ha sabido convertir sus fantasmas en el eje de su literatura, y sus más recónditas neurosis le han permitido poblar su mundo narrativo de obsesivos y psicóticos. Son locos el pintor Juan Pablo Castel, celoso asesino de El túnel, tanto como el incestuoso y delirante Fernando Vidal Olmos, padre de Alejandra, la suicida protagonista de Sobre héroes y tumbas, y por los bordes de la neurosis se mueve el principal personaje de Abbadón el exterminador, que no casualmente es -sin disfraces ni subterfugios- el propio Ernesto Sabato.
Con una palabra que se puso de moda desde la preeminencia del mercado editorial, se dijo -no sin ligereza- que las creaciones, la personalidad pública, los desplantes polémicos y actitudes de Sabato respondían a una estrategia. No estoy convencido de ello. A lo largo de una vida dilatada (el 24 de junio cumplirá noventa y cinco años) elaborar una personalidad y mantener todas las aristas del artificio, más la suma de enemigos acarreados por sus actitudes, parece una carga difícil de sostener sin decaimientos. Décadas de transitar a contrapelo, de vivir "contra esto y aquello", al decir de Unamuno, sólo por estragia publicitaria suena a puro masoquismo. Y no creo que sea el caso.
Los Sabato, inmigrantes calabreses, establecidos en el pueblo de Rojas, tuvieron once hijos: Ernesto fue el penúltimo. El hermano que lo precedía, dos años mayor, falleció pocos días antes de que Ernesto naciera y en su homenaje los padres decidieron bautizar al nuevo vástago con el mismo nombre del muerto. Esa reiteración fúnebre, que debía de ser costumbre de la época ya que lo mismo le había ocurrido a Manuel Mujica Lainez en 1910, hizo que Sabato, durante la infancia, se sintiera "sólo un reemplazo luctuoso". "Cuando me nombraban -confió alguna vez- en realidad recordaban ese hermano desconocido, que imaginaba como un fantasma recorriendo la casa [...]. Fui un niño introvertido, sonámbulo, hijo de un padre en extremo severo, con una rigidez basada en órdenes y duros castigos [que motivaron] esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y la melancolía. [...] Nunca quise psicoanalizarme, como hacían mis colegas, tenía miedo de perder el incentivo de mis libros", completó irónico. Prefirió sublimar esas obsesiones en las tres novelas que constituyen su obra narrativa, a la que contribuyeron devotas lecturas de Dostoievski y Kafka así como los experimentos oníricos surrealistas a los que se acercó en sus años parisinos mientras estudiaba en el Instituto Curie de París.
En los agitados días de octubre de 1945, aparecieron en las vidrieras porteñas los ejemplares de un conjunto de ensayos breves que tituló Uno y el universo, que habría de valerle el primer premio de prosa de la ciudad de Buenos Aires. Hasta entonces había sido sólo un esporádico colaborador de la revista Sur, donde se lo recordaba por un artículo en extremo reticente sobre la figura de Jorge Luis Borges, a quien la revista había desagraviado en 1942 por no haber recibido el premio Nacional por El jardín de los senderos que se bifurcan. En el conjunto de panegíricos resaltaba el artículo de Sabato, que calificó de "literatura bizantina" la narrativa borgeana.
Ahora, en su primer libro, lograba transformar en conflicto ético y metafísico su cambio de vocación de la ciencia a la literatura. Hacía poco menos de tres meses el mundo había asistido espantado a los bombardeos atómicos que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial. El libro coincidía con ese estremecimiento y el ensayo, formalmente impecable, salpicado de reflexiones sobre el arte y la filosofía, no pasó inadvertido. La por entonces desvaída literatura argentina inscribía a un autor diferenciado, en quien ya se advertían aristas polémicas. Tampoco faltaban los rastros y el rechazo de su formación científica, de su vinculación con el marxismo (llegó a ser secretario de la juventud del Partido Comunista, del que se alejó a causa de los crímenes estalinistas) y de su fugaz paso por las cercanías del movimiento fundado por André Breton. En esos temas habría de insistir en dos ensayos que contribuyeron a su notoriedad: Hombres y engranajes (1951), clave para entender su posicionamiento ideológico y sus fuentes filosóficas, y Heterodoxia, aparecido dos años más tarde.
La repercusión doméstica de Uno y el universo, junto con algunas respuestas provenientes del exterior, convencieron a Sabato de que era el momento de arriesgarse con una novela. Prefirió no retomar precarios borradores que permanecían inéditos (La fuente muda) y se aplicó a la redacción de un texto que mezclaba reflexiones sobre el arte, la metafísica, la patología y el relato policial, y donde los personajes se mueven, como ocurriría en el resto de su narrativa, en el escenario porteño. Tras un epígrafe de cuño sabatiano: "?en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario", ya en la tercera página aparece el sesgo polémico a través del protagonista: "Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia [?] y sobre todo a buscar un editor. Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres. Supongan pues, que publico esta historia por vanidad [?] creo que nadie está desprovisto de este notable motor del Progreso". Leído hoy, el capítulo da la impresión de haber sido escrito como respuesta anticipada a uno de los mayores cuestionamientos que a lo largo de décadas ha despertado el carácter de Sabato entre sus colegas.
En El túnel, un pintor psicótico mata a su amante, casada con un ciego a quien no le importan los variados devaneos de su cónyuge. El libro (de poco más de cien páginas) posee una trama que todavía seduce, pese a que en los últimos tiempos algunos lectores suelen escapar de la narrativa salpicada por fragmentos ensayísticos. Repleto de simbologías, guiños culturales y reflejos de época, es un texto cerrado en sí mismo. Sin embargo, una mirada más abarcadora de toda la obra de Sabato permite considerarlo como la primera parte de una peculiar producción que se cierra con la última página de Abbadón. En 1952, el éxito de El túnel se tradujo en una película, dirigida por Luis Saslavsky e interpretada por Carlos Thompson y Laura Hidalgo.
La guerra y la posguerra trajeron el reflejo del compromiso político del escritor que ante los sucesos del contexto decide tomar partido. El ejemplo de Malraux, Sartre, Camus, ...luard, Neruda, por un lado y Pound, Céline, o Drieu la Rochelle, por el otro, parecían marcar el camino.
Sabato no fue ajeno a estos resplandores y pretendió ocupar en la Argentina un lugar similar al de Sartre en Francia. Su primera aparición desmarcada de la actitud de sus colegas se produjo a poco del golpe de septiembre de 1955, que derrocó el régimen de Juan Domingo Perón. Nombrado por el gobierno de facto interventor en la revista Mundo Argentino, debió alejarse por haber denunciado la aplicación de torturas a militantes obreros. (Incluso se difundió la carta abierta firmada por un puñado de escritores que repudiaban su actitud.) Ese mismo año (1956) Sabato editó un breve opúsculo titulado El otro rostro del peronismo. Allí, sin abdicar de sus antipatías hacia la figura del ex presidente, efectuaba la defensa de sus seguidores, postura que volvió a sacudir al mundo intelectual argentino, mayoritariamente opositor in toto al régimen derrocado. Borges mostró su indignación en un texto que terminaba con una frase lapidaria: "Quienes en un estilo reflejo (del de Perón) ensayan estos tambaleantes análisis, notoriamente lo hacen para lograr el favor del electorado que suponen numeroso".
La solitaria posición de Sabato, más equidistante, menos radical en torno al pasado inmediato, le facilitó al autor de El túnel que la nueva generación de escritores y lectores comenzara a considerarlo un posible referente menos fanatizado. Al respecto no parece casual que Sabato haya elegido adelantar el Informe sobre ciegos desde las páginas de una revista, representante generacional de los jóvenes de la izquierda no partidaria. Aquella publicación alertó a miles de nuevos lectores que esperaban con entusiasmo un libro distinto; lo cierto es que cuando a fines de 1961 apareció Sobre héroes y tumbas, la novela se agotó en pocos días.
De ciegos, incestos y derrotas
La trágica historia de amor entre Alejandra y Martín, con el plus de los delirios de un psicótico perseguido por una secta de ciegos en las cloacas de Buenos Aires, podía entreverarse sin obstáculos con la retirada de un puñado de fieles del destrozado ejército unitario en busca de la frontera con Bolivia, custodiando el cadáver descompuesto del general Lavalle mientras las partidas federales les pisaban los talones. La sórdida secta de los ciegos parecía hundirse en el mundo de los laberintos más oscuros y secretos de las pesadillas; el incesto agregaba una transgresión extra. Lo más importante: la trama se sostenía hasta la última página, que en medio de la tragedia planteaba una bocanada de esperanza. Y el libro se transformó en lectura obligatoria entre los jóvenes de comienzos de los años sesenta.
Sabato se atrevía a escribir en argentino, como antes lo habían hecho Mansilla, Borges y Roberto Arlt, y hasta los estereotipos sonaban creíbles. Abandonó el tú utilizado en las primeras ediciones de El túnel, para aplicar el voseo que todavía horrorizaba a algunos anacrónicos puristas. Aunque ciertos niveles de lengua respondían a preconceptos, nada atenuaba el entusiasmo generalizado de los lectores. Sin duda colaboraba que la topografía ciudadana reflejara sitios reconocibles: el Parque Lezama, Barracas, la recova de Belgrano. Y para que no estuvieran ausentes las circunstancias contextuales, no faltaba la reciente quema de las iglesias porteñas.
En poco tiempo las traducciones se multiplicaron, así como las opiniones favorables de nombres de primera línea internacional. Paralelamente, ya a mediados de la década del sesenta, mientras Sabato se afirmaba en el extranjero, crecía también el rechazo de sectores intelectuales nativos heridos por los dardos sabatianos en sus constantes polémicas. Se lo acusaba de ególatra e ideológicamente contradictorio, y con diversos argumentos fue denostado a izquierda y derecha, a lo que con los años se sumó el desdén de las cátedras universitarias.
En 1974, tras trece años de silencio narrativo (igual lapso había separado la primera de la segunda novela), Sabato dio a conocer Abbadón, el exterminador. El texto mantiene el tono de libros anteriores y encierra una curiosidad: Sabato, al optar por convertirse en protagonista del libro, se permite observarse a sí mismo y fijar la imagen por la que aspira a ser juzgado. Retoma el personaje de Bruno, su álter ego de Sobre héroes?, con lo cual se presenta desdoblado, en diálogo con su reflejo e interactuando con un coro de personajes menores provenientes de su segunda novela. La crítica extranjera saludó el libro como un hallazgo: las traducciones originaron importantes premios, seminarios y tesis. La crítica argentina resultó reticente, pero los lectores le demostraron una indeclinable fidelidad.
Un malhadado almuerzo con el presidente Videla (del que aún persisten cicatrices) se compensó en la imagen pública con su labor al frente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y la redacción del Nunca más, sobre la base de testimonios de sobrevivientes de la dictadura, que según su propia confesión representó "un nada literario descenso a los infiernos".
En 1998 dio a conocer Antes del fin, una autobiografía despojada de la mayoría de los ribetes apocalípticos de su saga narrativa, donde, al narrar la enfermedad de Matilde, su mujer, se despoja de cualquier atadura estilística, deja al descubierto la profundidad del dolor de cualquier ser humano al perder una pareja de más de siete décadas, y retoma lo mejor de su prosa.
Hay un hecho incontrastable: gracias a la obra de Sabato, muchos lectores se atrevieron a ingresar en los vericuetos de la literatura argentina. Como mérito, no es escaso. Y, cuando se apaguen los obstáculos de la contemporaneidad, se advertirá que Sobre héroes y tumbas cobija páginas antológicas que impedirán su exclusión de la historia literaria argentina.
Los sueños verdaderos
Octubre de 1959. Sabato llega al café Querandí de Moreno y Perú, donde están reunidos los integrantes de El Grillo de Papel. Trae los carbónicos azules del Informe sobre ciegos. Una semana antes, en mi primera visita a Santos Lugares, me ha propuesto presentarme a unos "muchachos muy talentosos, que acaban de publicar una revista que va a dar que hablar". Y no se equivoca: la publicación, con algún obligado cambio de nombre provocado por la censura, perduraría hasta fines de los años setenta. La carpeta pasa de mano en mano, cada uno lee unos cuantos párrafos con cierto aire que a la distancia evoco casi perdonavidas. Alguien le sugiere que deje los originales "así podemos elegir".
Se han juntado tres mesas que pronto se cubren de otros originales y en las sillas se amontonan volúmenes recién descubiertos donde, entre las neblinas del recuerdo, imagino algún Sartre, algún Roberto Arlt, algún Poe, algún Kafka.
En el camino de regreso a casa anoto en un cuaderno una frase de Sabato que habría de escuchar muchas veces a lo largo de años: "De un sueño se puede decir cualquier cosa, menos que no sea verdad". De ese día evoco también la sorpresa ante su agudo sentido del humor que, junto a su capacidad irónica, para mí han constituido una de las mejores y acaso la menos difundida faceta de su compleja personalidad.