Eso que sentís, que siento, que sentimos
Hablaba hace unos días con un amigo que está atravesando un momento difícil. Uno se entristece con la tristeza de un ser querido. Advertí entonces que hay una palabra para describir eso que estábamos sintiendo. Tristeza. ¿Pero cuántas emociones están contenidas en esas tres sílabas que suenan a susurro? ¿De cuántos hilos están tejidas en realidad la tristeza, la alegría, el miedo, la ansiedad, el sosiego, la furia, la decepción, la dicha?
Mientras hablábamos, observaba su rostro, la forma en que trataba de gesticular cuando no encontraba la manera adecuada de expresar su dolor, cómo arqueaba las cejas o cerraba un instante los ojos. Sin llorar, por momentos lloraba. Y toda vez que se estremecía con una nueva oleada de aflicción, lo advertía en el incontenible temblor de sus labios o en un leve cambio en la posición de su cuerpo, y esas señas tenían la ingravidez del perfume de unas sábanas limpias.
Cuando se sintió un poco mejor –¿cómo estar seguros?–, nos despedimos. La conversación, es decir esa excusa para estar presentes, y el invisible intercambio de lo que sentíamos dejaron un eco, una estela que tardó en disiparse.
Volví a mi casa pensando en que no tenemos mucho más en esta vida que las emociones. Estamos hechos de tiempo y de emociones. Ambos nos ocupan. Ambos son inevitables e imperturbables. Podemos en ocasiones intentar ocultar lo que nos altera o nos enoja, la felicidad pura o la indignación más agria. Pero si lo sentimos, es inexorable. Con una reverberación que muchas veces viene a justificar nuestra existencia. Esto es, que somos sensibles a las emociones de los otros, y aunque es una constante entre los seres vivos, encuentra en nuestra consciencia una región más transparente, un lugar sin límites.
En mi memoria tenía otras charlas con otras personas en las que sus expresiones me habían hecho recordar por momentos a mamá; a mi adolescencia en la costa atlántica junto a una novia que sabía a la vez reír y llorar; a la Sonata para piano N° 14 de Beethoven, que es quizá la obra más triste que se haya compuesto jamás, y al apretón de manos que da siempre un colega y amigo, que es su sello personal cuando nos saludamos.
Entendí que ni siquiera estaba tomando en consideración las miradas, que tienen una pluralidad, una variación, unas sutilezas que podrían llenar diccionarios enteros de palabras que no decimos, que preferimos callar, que no hace falta pronunciar. Y que si las pronunciamos, será con una entonación, con una leve exhalación o con un suspiro que sería imposible y hasta insolente intentar capturar con adjetivos. Hallazgo que, por supuesto, me enfrentó con mi propia convicción de que no hay nada inefable, salvo que las emociones se tejan con el tiempo, y entonces, aunque pudiéramos decir lo mismo que dicen nuestros ojos o esa suave duda en una respuesta, llevaría años, y entonces o se lo dejamos a la poesía o se lo dejamos a la eternidad.
La procesión va por dentro, dicen, y ahí solemos tropezar con otra dimensión de nuestras emociones. Hay un misterioso abismo entre lo que sentimos, lo que los otros creen que sentimos y lo que nosotros creemos que los otros perciben que sentimos. En ese valle sombrío, muchas veces se ahogan amistades o amores, y con no poca frecuencia se incuban allí malentendidos y rencores. Cómo no se da cuenta de lo que me pasa. Qué tengo que hacer para que vea lo que estoy atravesando.
Uno de estos días, enredado en una de las muchas tormentas localmente intensas que suele traernos la vida, se me dio por mirarme en el espejo, cosa que hago muy rara vez, cuando fui a lavarme las manos. Advertí que no había ni el más mínimo indicio en mi expresión del oleaje impetuoso que chocaba contra mi ánimo desde hacía horas, y tomé entonces una decisión que espero poder sostener en lo sucesivo. No porque sea difícil, sino porque no tengo el hábito. Esa decisión es la de decir lo que me pasa. Qué cosa extraña.