Jean-Noël Pancrazi: “No tengo una tierra para volver y morir”
Oraciones largas, esculpidas con metáforas que cargan con el sentido de la vida misma. Oraciones construidas en un pretérito imperfecto, en un tiempo que el franco-argelino Jean-Nöel Pancrazi abraza para tomar distancia de los hechos y vivenciarlos, desde una mirada más objetiva. "No me gusta el punto, lo evito –reconoce–. Cuando escribo no puedo detenerme. Me han dicho que uso mucho las comas, los punto y coma. Los prefiero. Son los que me permiten tomar aire y seguir".
Respirar para salir del ahogo "de esas frases que se atropellan unas con otras como si no alcanzara el tiempo para pronunciarlas", destaca Luciano Lamberti en el prólogo de La Montaña (Empatía), novela que trajo a Pancrazi a Buenos Aires como invitado del Festival Internacional de Literatura Buenos Aires.
"Borges decía que nunca había salido de la biblioteca de su padres; Pancrazi no logra salir nunca de la experiencia de la guerra, que vuelve una y otra vez en lo que escribe", sostiene Lamberti en el texto que sirve de antesala a la novela con la que el hombre que nació en Sétif, Argelia, en 1949, revisita la tierra que tanto amó y que abandonó empujado por la guerra de independencia. Fue en esa misma tierra que sintió por primera vez la culpa de sobrevivir. Desde el pie de la montaña vio cómo sus amigos fueron llevados hasta lo más alto para morir degollados.
"Es cierto, tengo culpa de sobrevivir. Nunca estuve en el diván. Me dijeron que venía al país del psicoanálisis –bromea, y sus ojos celestes centellean cierta nostalgia–. Esperé mucho tiempo para escribir La montaña, era una especie de secreto que tenía guardado".
Claramente, sentirse un sobreviviente es para usted una carga que bien refleja en La montaña y también en Les quartiers d’hiver, donde deja entrever la culpa de vivir, entre tantos jóvenes que mueren a causa del sida.
Soy un hombre que siente culpa. Siempre la he sentido y ciertamente creo que es por la educación que recibí. Mi madre siempre decía que uno debía ganarse el derecho a ser feliz.
¿Se trata de una herencia religiosa?
Mis padres eran católicos. No eran tan religiosos, pero claramente la educación de mi madre estaba marcada por este pensamiento. Me siento tan cansado de vivir con culpa. ¿Puedo contarte algo que me ocurrió aquí?
Sí, por supuesto.
[Como si se tratara de un secreto, Pancrazi se acerca y habla en un tono más bajo] Justo mencionaste Les quartiers d’hiver [trata sobre un conocido bar homosexual en París, en los años de la epidemia], una novela que tiene que ver con una época que me marcó mucho. Aquí, en Buenos Aires, me reencontré con un hombre que conocía de aquellos años. Vio mi nombre en la lista de invitados al Filba y me buscó.
¿Cómo recuerda aquellos años?
Como un tiempo de fiesta y tragedia al mismo tiempo. Fue una época de mucha amistad, de gran solidaridad, que estuvo atravesada por el dolor y también por el coraje. Muchos sabían que iban a morir y no temían hacerle frente a la muerte y a los prejuicios. Este reencuentro en Buenos Aires es muy movilizador.
"Soy un hombre que siente culpa. Siempre la he sentido y ciertamente creo que es por la educación que recibí. Mi madre siempre decía que uno debía ganarse el derecho a ser feliz".
Cada uno de sus libros está marcado por una época de su vida. Con Madame Arnoul (1995), novela en la que narra la amistad entre un niño y su vecina alsaciana en Argelia, considerada por el narrador como su segunda madre, Pancrazi dio inicio a la denominada "trilogía de la memoria familiar", que tomó forma con Long séjour (1998), relato dedicado a su padre, y Renée Camps (2001), a su madre. "Nunca imaginé esas historias como una trilogía, fueron apareciendo como una necesidad, para hablar de ellos, explorar mis recuerdos. Ahora que lo pienso, La montaña podría sumarse a este grupo", sugiere este hombre, nombrado Caballero del Orden Nacional del Mérito y de la Legión de Honor en Francia.
En La montaña, usted expone el dolor del exiliado a través de la figura de su padre.
Para él era natural quedarse en Argelia. Él sentía que estaba en su país, hablaba árabe, trabajaba en un molino. Era un hombre sencillo, que amaba esa tierra. Tuvo el coraje de quedarse cuando todos se habían ido. Hasta que tuvo que dejarlo todo y, ya en Francia, cargar con el mote de pieds-noirs.
La imagen de ese padre se hace eco en los desplazados que hay en el mundo y a los que Pancrazi dio voz en el texto que leyó en el Malba, en el marco de Filba: "Millones chocándose contra los muros, las fronteras cerradas de países prohibidos, asombrados de verse rechazados, sospechados, implorando un refugio, un poco de respeto, sacudidos aún por las inmensas olas del Mediterráneo, temblando aún de dolor por haber visto a sus hijos desaparecer en el oleaje oscuro, por la certeza de no regresar jamás a donde nacieron".
Hay quienes lo consideran a usted como una especie de activista literario.
¿Activista? No lo había escuchado. La misión de un escritor es estar al lado de los que sufren, de los más desamparados, los que no siempre saben cómo van a llegar al día siguiente y cuyas esperanzas son atropelladas, son barridas. Me interesa este tipo de historias, son las que hacen que tenga los ojos bien abiertos.
En Indétectable cuenta la historia de un indocumentado, pero no solo escribe sobre él, sino que usted lo acompaña en los procesos administrativos para que consiga los papeles que le permitan una existencia legal.
Mady T es un refugiado de Malí; para muchos es un hombre invisible que vive en París sin papeles. Conozco su vida, hoy es un amigo. Fui testigo de esa vida como excluido. Cuando le pregunté por qué no volvía a África, me conmovió su respuesta: no podía convertirse en el rostro de la desesperanza.
En un castellano que por momentos se desdibuja, Pancrazi recuerda su paso por República Dominicana, país en el que aprendió el idioma con el que se vale durante su caminatas porteñas.
La isla caribeña sirvió de escenario a Dólares de arena y Montecristi, dos relatos que se alejan del telón paradisíaco de las playas.
Estas historias son parte de otra etapa de mi vida. Viví en ese lugar espléndido, de gran exotismo, pero en el que también reina la pobreza, la inmigración ilegal, la violencia, la prostitución, los que sueñan con irse y los que también sueñan con quedarse.
Dólares de arena llegó al cine dirigida por Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas, pero a diferencia de la novela, el film contaba la historia de una joven dominicana que satisface a una mujer madura europea a cambio de regalos y dinero, en lugar de dos hombres. "Recuerdo cuando Geraldine [Chaplin, la protagonista], me dijo: «Jean-Nöel: yo, soy vos»".
Es el mismo narrador de aquel relato de amores y soledades que es testigo de un escándalo humanitario y ecológico. En las páginas de Montecristi denuncia, a través de un niño que está muriendo lentamente, cómo la población sufre el envenenamiento por los desechos tóxicos que las empresas vierten en el mar ante la indiferencia general, en una isla con "eterno olor a cemento, azufre, malaria, policía, botín, mangos triturados, palmas muertas y techos de hierro sin terminar".
En los textos de Jean-Nöel Pancrazi, la ficción se une con la realidad y viceversa. Je voulais leur dire tout mon amour (Quería contarles todo mi amor), su última novela, no escapa a esta idea y explora un retorno roto a la tierra que lo vio nacer.
En La montaña, usted escribe mi súbita necesidad de volver a las raíces, esa búsqueda por encontrar el lugar donde morir.
[La mirada parece perderse] No tengo una tierra para volver y morir.