Las culpas del bello Ricardo II
Los films históricos basados en la obra de Shakespeare han puesto de moda a los soberanos ingleses. La tragedia Ricardo III, tantas veces filmada, ha sido puesta en escena en Buenos Aires y ha reavivado el interés por los temas dinásticos y el poder. En las notas de esta página, la autora de novelas policiales P.D. James se ocupa de otro de los Plantagenet, Ricardo II; mientras que la, historiadora británica Antonia Fraser analiza la figura del español Felipe II, al que brevemente, también le correspondió ceñirse la corona de Inglaterra.
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Muchos de nosotros, que no somos historiadores, tendemos a concebir los reyes ingleses como una serie de imágenes relativamente simples, a veces compuestas por un solo incidente dramático que encapsula el espíritu de todo un reinado. Por último, formulamos nuestro juicio: ese monarca es virtuoso o malvado, exitoso o fracasado, amado u odiado. Ricardo II, el más enigmático entre todos ellos, tiene mal puntaje en todos los conceptos, sin embargo, derrota cualquier análisis simplista.
Dada la complejidad y la fascinación de un personaje hecho de contradicciones, sorprende que Richard II (Yale), de Nigel Saul, sea la primera biografía suya en más de medio siglo. Dudo mucho de que en los próximos 50 años aparezca otra que la supere en erudición, amplitud o penetración del carácter del biografiado. El lector emprende una travesía fascinante del medioevo inglés, su política, su religión, su cultura, y si, ocasionalmente, el paisaje se espesa un tanto para el lector lego, nunca corremos peligro de extraviarnos porque Saul es un escritor elegante y persuasivo.
Para muchos de nosotros, Ricardo II es el de Shakespeare. La obra -quizá la más grande entre sus piezas históricas- contiene algunos de sus versos más sublimes y, pese a sus inexactitudes históricas, parece un retrato fiel desde el punto de vista psicológico. Saul comienza por examinar las fuentes de que dispuso Shakespeare, así como la influencia del drama y su interpretación política, tanto en su época como en las posteriores. El Ricardo de Shakespeare es un gobernante con profundos defectos, irresponsable, cruel, inepto para sus altas funciones que, no obstante, alcanza al final la dignidad y el pathos de una víctima trágica con su aceptación filosófica de la derrota y el sufrimiento. La obra teatral sólo aborda sus últimos años: el destierro de Bolingbroke, primo del rey, por orden de este, su regreso, el derrocamiento de Ricardo y su muerte. Empero, las raíces de la tragedia calan más hondo.
Ricardo nació en Burdeos el 6 de enero de 1367; era el segundo hijo del Príncipe Negro y Juana de Kent. La Inglaterra que heredaría era la potencia más fuerte de Europa occidental, un país próspero, gobernado en forma eficiente. Lo trajeron a ella en 1371 y, a los 10 años de edad, sucedió en el trono a su abuelo. Su coronación fue un espectáculo magnífico al que acudieron sus súbditos desde todos los rincones del reino. Sin embargo, para Ricardo, su reinado terminó en derrota, humillación y el terror de una muerte solitaria (posiblemente, de hambre) en la mazmorra del castillo de Pontefract. Su tragedia fue haber sido el único culpable de todo aquello.
Saul no comparte en absoluto la opinión generalizada de que Ricardo era un rey débil, fatuo, hipersensible e inepto. Ve en él a un soberano que sabía imponerse, cuya política interna estuvo dominada por su determinación de asegurar, exaltar y dignificar la Corona. Tenía que domeñar tanto a los nobles rebeldes como a los plebeyos para aumentar el poder y prestigio del trono y, conese fin, trataba de asegurarse la lealtad de todos ellos mediante un intrincado sistema de vasallajes y juramentos compulsivos. Sus planes se desbarataron no sólo por fallas tácticas y contradicciones en la aplicación de esta política, sino también por los defectos de su propio carácter imprevisible. Saul señala que, en su reinado, Ricardo anticipó políticas que luego adoptarían -y adaptarían- de manera provechosa los partidarios de la Casa de York y los primeros Tudores.
Percibimos conflictos o contrastes en todas las facetas del carácter y la política de Ricardo. Era delicadamente bello, "el más hermoso de los reyes". amante del arte y la arquitectura, mecenas de ambos, fuerte, vigoroso y valiente. Quería que reinara la paz en Inglaterra, pero sus políticas internas sembraron resentimiento y discordia. Los ingleses siempre se han sentido agraviados por los monarcas o gobiernos que les imponen más contribuciones de las que estiman justificadas. Ricardo era tanto más detestado por cuanto destinaba esos fondos a costear sus placeres extravagantes y recompensar a sus favoritos.
Su religiosidad era convencional. También era intensa y sincera, pero la fe y la observancia no fructificaron en una conducta propia de un rey cristiano. Podía ser compasivo y generoso: en 1388, condonó las deudas de los presos de Newgate "por respeto a Dios y a la fiesta de Pascua". Sin embargo, también era cruel, vengativo, arrogante e indiferente. Algunos historiadores han insinuado que sufrió un cambio de personalidad que hizo de él un desequilibrado y hasta un loco peligroso. Para Saul, la explicación más plausible es ver en Ricardo a un hombre esencialmente narcisista cuya única realidad era su propia imagen, que alimentaba su ego con rituales y ceremonias públicas y la adulación de sus sicofantes; cuando esa imagen era atacada, reaccionaba de un modo extremadamente agresivo. Acabó por perder el contacto con toda otra realidad que no fuera la propia.
Era capaz de dar y recibir afectos duraderos. Su primer matrimonio con Ana de Bohemia fue extraordinariamente afectuoso y feliz, tratándose de una boda concertada; Ricardo quedó desolado ante la temprana muerte de su esposa. No tuvieron hijos. Un escritor ha sugerido un pacto mutuo de celibato pero Saul, sin duda con razón, lo juzga improbable. Los matrimonios dinásticos se concertaban para producir un heredero, cimentar una alianza o, de preferencia, para ambos fines. A diferencia de Enrique VIII, Ricardo no parece haberse preocupado mucho por la falta de hijos; no hay constancia escrita de que haya hecho grandes peregrinaciones o donaciones a obras religiosas para que Dios le diera un heredero. Su segundo matrimonio con Isabel de Francia no llegó a consumarse; ella tenía 6 años cuando se concertó y 8 cuando depusieron a su marido. Ricardo fue bondadoso y generoso con Isabel; la malcrió como si fuera la hija que nunca tuvo. Cabe preguntarse cuán importante habrá sido el papel que les cupo a su infancia solitaria y la temprana muerte de Ana en el desarrollo de su personalidad insegura y atormentada.
Isabel I, último miembro -y el más grande- de la dinastía Tudor, escribió: "Aunque Dios me haya elevado muy alto, estimo que la gloria de mi corona es haber reinado con vuestro amor". Ricardo, absorto en el amor a sí mismo, nunca fue capaz de comprender esta concepción de la monarquía. John Gower, un escritor de su época, le aconsejó que "se apresurara a recorrer los caminos y los senderos apartados" y escuchara a su pueblo, pues "el tesoro que recogería en sus corazones" era más valioso que cuantos pudiese recaudar en dinero. Ricardo temía y despreciaba por igual a sus súbditos; su tragedia y, tal vez, la clave de su fracaso, fue no haber conseguido nunca -ni, por cierto, buscado- ese tesoro.
Por P.D. James
Para LA NACION-Londres, 1997
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
(c) The Sunday Times y La Nación
El malvado rey Felipe
Si le preguntaran a la gente por "el rey Felipe de Inglaterra", quizás algunos dirían que es el actual duque de Edimburgo, elevado a un rango superior, y otros negarían de plano su existencia. Sin embargo, ese monarca existió y en teoría, aunque no en la práctica, nos gobernó durante cuatro años luego de su boda -celebrada en la catedral de Winchester en julio de 1554- con la reina María Tudor, hija mayor de Enrique VIII.
Felipe II
Al morir María, en 1558, y acceder al trono Isabel, su media hermana protestante, Felipe retomó -para los ingleses- el título que le correspondía por nacimiento: Rey de España. Su personalidad prístina fue borrada de nuestra historia en favor de Felipe II de España, el malvado y predador enemigo católico de la Inglaterra protestante; el que envió a la Armada, afortunadamente poco gloriosa, y promovió la Inquisición, indudablemente infame. Cuando murió, en 1598, había enviudado otras dos veces; María Tudor había sido su segunda esposa, la última era sobrina suya.
La trayectoria de Felipe II es compleja y fascinante; no podía ser menos, ya que había abarcado dos tercios del siglo XVI. Sus alianzas matrimoniales lo vincularon con Francia, Portugal y Austria, además de Inglaterra; sus problemas territoriales fueron aún más extensos e incluyeron al Nuevo Mundo, del que era soberano hereditario.
Henry Kamen inicia su biografía, Philip of Spain (Yale), citando el clásico retrato denigrante de mediados de la época victoriana, trazado por el historiador J.L. Motley: "pedante, reservado, suspicaz, de mentalidad increíblemente estrecha (...) fanático, groseramente licencioso (...) un tirano consumado". A continuación, Kamen declara que su objetivo es presentar un retrato más personal, menos tendencioso, que lo haga revivir, por primera vez, "para los lectores no especializados".
Su valioso aporte es atraer la atención, mediante nuevos documentos, hacia las influencias que América ejerció sobre Felipe: el imperio americano no era una mera comarca, vasta y remota, que le importaba poco. Felipe se hallaba en Barcelona junto a su padre, Carlos V, cuando se firmaron las nuevas Leyes de Indias (1542) a instancias del veterano fraile dominico Bartolomé de las Casas, cuya noble campaña en favor de los indios mexicanos honra a la Iglesia Católica, a la que pertenecía. En adelante, los indígenas serían considerados "seres humanos y súbditos", un concepto revolucionario y, para la mayoría de los colonizadores españoles, indudablemente desagradable. Pocos años después, Felipe recibió a una delegación de los indios de Chapas -¡oh, sombras del México moderno!- enviada por el fraile. Kamen afirma que la protección de Felipe significó una ayuda decisiva para el dominico en este período crítico. Más tarde, cuando todos los intelectuales españoles se enzarzaron en un debate en torno a los indios americanos, Felipe siguió dándole dinero y protección a Las Casas.
Por desgracia, la historia de la Iglesia Católica en España no arroja en absoluto una luz favorable sobre ella ni sobre Felipe. Al principio, el rey se opuso a las reglas de "pureza de sangre" que estipulaban la ausencia comprobada de sangre judía como requisito indispensable para ser miembro capitular de ciertas catedrales. (Dentro de este contexto, es interesante señalar -aunque Kamen no lo mencione- que el mismo Felipe, como tantos otros españoles de su tiempo, tenía unas gotas de sangre judía heredada de Juana Henriques, madre de su bisabuelo, Fernando de Aragón.) Más adelante, la historia se ensombrece. Las experiencias vividas en Inglaterra, que se negó obstinadamente a revertir al catolicismo como lo ordenaban sus reyes, Felipe y María, lo convencieron de que era preciso actuar con mano firme. Con el tiempo, se volvió antisemita y promovió la pureza racial. Al parecer, la herejía protestante se había difundido por toda España y exigía una persecución depuradora (o, al menos, eso le dijo Valdés, el Inquisidor General).
El 8 de octubre de 1559, el rey presidió personalmente un auto de fe en Valladolid. A decir verdad, presidió el espectáculo central con la procesión de penitentes. "Como todos los jefes de Estado -escribe Kamen- tuvo que abordar problemas de crímenes y castigos, pero se las ingenió para hacerlo sin alterar su propia ecuanimidad. (...) Para él, un auto de fe era una experiencia profundamente conmovedora de exaltación de la fe".
No asistió a las ejecuciones en la hoguera. En cuanto a si, en verdad, dijo que, de ser su propio hijo tan malvado como uno de los condenados (el gobernador civil de Toro), él traería la leña para quemarlo, Kamen opina que el rey podría haberlo dicho.
Ese hijo, el desdichado Don Carlos, no emerge envuelto en el halo heroico y extremista al que nos acostumbraron Schiller y Verdi. No obstante, en otros sentidos, me impresionó el hecho de que su retrato por Schiller, si bien peca de inexactitud histórica, transmite en gran parte la verdadera personalidad del rey, además de incluir la gran escena del auto de fe. Por cierto que los lectores legos preferirán, quizás, escuchar la ópera en su última y maravillosa presentación en el Covent Garden. Después, deberían verificar los hechos en el libro de Kamen.
Sin duda, se apartarán con repulsión de la intolerancia y el fanatismo de sus últimos años. Desoyendo los consejos de algunos ministros, el rey se mantuvo absolutamente fiel a la Inquisición. En 1569 declaró que de no haber existido la Inquisición, habría habido muchos más herejes y España se hallaría en un estado lamentable "como otros países en que no hay Inquisición". En 1592, atenaceado por la gota, Felipe aprovechó un gran auto de fe en Zaragoza, con 88 víctimas, para barrer a sus enemigos políticos junto con los verdaderos disidentes religiosos.
Mirándolo bien, fue afortunado para los ingleses que María Tudor muriera en 1558 y Felipe no reinara sobre nosotros por largos años.
Por Antonia Fraser
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
(c) The Sunday Times y La Nación






