Las huellas de un mundo desaparecido
La casa de Ramón Gómez de la Serna en Buenos Aires estaba animada por el mismo espíritu travieso y original del gran escritor español
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Estuve una sola vez en la casa porteña de Ramón Gómez de la Serna, el célebre creador de las greguerías. Fue hacia fines de la década de 1960. Él había muerto en 1963. No lo conocí, ni siquiera llegué a verlo en una conferencia o en un acto público. Ramón (como todos lo llamaban) fue uno de los escritores españoles más ilustres entre los que se exiliaron en la Argentina apenas iniciada la Guerra Civil. Había llegado al país en 1936.
Era de noche cuando entré en lo que había sido el hogar de Gómez de la Serna. Me abrió la puerta Luisa Sofovich, su viuda, también escritora. El departamento, más bien chico, estaba en el sexto piso de un edificio de estilo entre racionalista y déco en Hipólito Yrigoyen 1974, a una cuadra del Congreso. La construcción todavía está en pie y una placa recordatoria en la puerta alerta a los peatones de que allí vivió y murió el autor de El doctor inverosímil , "genio de la literatura española contemporánea". Y más abajo hay una cita del propio Gómez de la Serna: "Cuando muera quisiera que me llorasen todas las cariátides de Buenos Aires".
El hogar de Ramón, ya fuera el de Buenos Aires o los que había tenido en Madrid, estaba animado por el mismo espíritu travieso y original, que correspondía a las greguerías, ese género inventado y practicado únicamente por él. Las greguerías estaban hechas del encuentro azaroso y poético, en buena medida surreal, de la sorpresa deparada por una reflexión paradójica, el humor y una metáfora imprevista. Las fotos de uno de sus domicilios madrileños, el llamado Torreón de Velázquez, dan una idea de lo que fueron los cuartos que respondían a los deseos de Ramón. Las paredes estaban íntegramente cubiertas por fotografías. En un sofá, se lo ve sentado junto a una mujer hermosa, vestida a la moda, en realidad, un maniquí de cera que produce un efecto alucinatorio.
Lo que me mostró Luisa Sofovich aquella noche de invierno eran las huellas de un mundo desaparecido. El gobierno español había adquirido todo lo que se encontraba en la casa de Hipólito Yrigoyen 1974 para reproducir esos espacios en la patria de Ramón. De hecho, las habitaciones estaban casi vacías. Gómez de la Serna tenía la costumbre de pegar en las paredes fotografías de amigos y celebridades, rostros que le resultaban interesantes, reproducciones de cuadros publicados en diarios y revistas. Había un sentido compositivo en ese trabajo. Los muros de la sala, los cuartos, los pasillos eran un collage interminable, que tenían como objetivo producir asociaciones imprevistas. Luisa contaba que a Ramón le gustaba crear espejismos, hacer pasar lo auténtico por falso y lo falso por auténtico, lo real por irreal. Llenaba un bol con piedras que imitaban rubíes, esmeraldas, brillantes, o con bolas de vidrio como las que usan los niños para jugar, hasta había bolas de ágata, y el bol cobraba el aspecto impresionante de una ensaladera llena de ojos arrancados de sus órbitas. Ramón colocaba el recipiente sobre una mesa y el cuarto, de pronto, se convertía en la bóveda de un tesoro. En otras ocasiones, llenaba una frutera con racimos de uvas de vidrio rojo o verde, que también podían tomarse por fabulosas gemas orientales y, entre esos racimos, colocaba otros de uva verdadera. Y así podía llegar a servirlas en una comida. Los comensales debían discriminar las comestibles de las que estaban destinadas a destruir dentaduras enteras.
Apenas si habían quedado dos paredes cubiertas por los collages . Las restantes habían sido "desnudadas" con cuidado infinito por especialistas llegados de España. El rompecabezas se volvería a armar en Madrid tal como había sido compuesto por Ramón en la casa de Buenos Aires. Una de esas paredes se encuentra hoy en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid y fue escaneada para que el Museo Reina Sofía tuviera una copia.
Entre las imágenes que aún no habían sido levantadas, Luisa me enseñó una foto de Brigitte Bardot al lado de una reproducción de Diego Velázquez. Y más allá, también se veía a Elvis Presley. El aparente caos encerraba un secreto. Las vecindades no eran casuales. Pero ya no había tiempo para descifrar el enigma. Luisa posó contra una pared despojada; de todos modos, al costado, había otro muro- collage . Luisa hablaba de los celos enfermizos de su esposo, al que ella le guardaba una fidelidad perfecta. Ramón sabía que su mujer le era fiel, pero le era imposible no celarla. La seguía a escondidas cuando ella paseaba por Buenos Aires. Sufría ferozmente cada vez que se gastaban los zapatos de Luisa porque ella tendría que comprar nuevos. Sufría no por avaricia, sino por celos. Su mujer habría de tender sus pies y sus piernas a un vendedor que, tal como se acostumbraba en la época, la ayudaría a calzarse, rozaría sus pies y el extremo de sus piernas. El contacto suave era aún más peligroso que la caricia pesada porque despertaba anhelos y los frustraba al nacer. Luisa posaba admirablemente para las fotos: combinaba melancolía y misterio en la mirada. Me di cuenta de que el fotógrafo que me acompañaba había quedado envuelto en esa historia de una mujer a la que el marido, por medio de palabras, había vuelto irresistiblemente deseable y peligrosa. Con la cámara en mano, fotografiaba a Luisa como si tuviera delante a una enigmática, inalcanzable estrella de Hollywood. Ella lo dejaba hacer con una sonrisa cansada que parecía buscar descanso para sus anhelos en la luz del flash . A veces, los ojos de Luisa con cierto aire de ensueño se posaban en las uvas de vidrio (¿o eran las verdaderas?).





