Los procesos de trabajo de 4D Óptico y Caperucita
La obra 4D Óptico es la primera que escribo y dirijo para estrenar fuera de Buenos Aires. Yo ya había llevado a Barcelona cuatro espectáculos (Faros de color, Fuera de Cuadro e Intimidad, codirigidos con Gabriela Izcovich, y Gore) y me había rodeado de un grupo de actores con quienes compartíamos inquietudes y ganas. Como lo venía haciendo desde hacía rato (en ¿Estás ahí? y en Nunca estuviste tan adorable), convoqué al elenco antes de tener una idea clara de cómo sería la obra. Me interesaba (supongo que me sigue interesando) la duplicidad de los universos y, después de desechar algunas ideas, me decidí por los agujeros de gusano que propone como hipótesis la física astronómica. Pero el verdadero disparador de la obra fue una hipótesis meramente teatral: me preguntaba si era posible que el público, con un mismo espacio y un mismo elenco, viese dos obras de modo simultáneo.
Empezamos a ensayar en el Teatro Lliure con sólo dos escenas escritas, apenas un veinte por ciento de lo que terminaría siendo la obra. Los actores desconocían (casi tanto como yo) el desarrollo ulterior de la trama y el destino final de cada uno de sus personajes (dos por actor). Eso nos mantenía en vilo. Íbamos probando las escenas escritas y, tras verificar su funcionamiento y sobre la base de ciertas pistas que ya tenía trazadas en mi imaginación, iba agregando situaciones. Muchas veces yo traía nuevas escenas y pedía al elenco que las aprendiese de inmediato, de modo que parte de muchos de los encuentros se centraba en memorizar letra. Era importante para mí probar los procedimientos escénicos de inmediato para verificar si la propuesta tenía sentido o no. Suelo decir que los actores venían al ensayo más para saber cómo continuaba la historia que para el ensayo propiamente dicho, como si se tratara de un folletín. El procedimiento de trabajo era vertiginoso y ese vértigo generaba dudas, angustias e incertidumbres, pero también un compromiso especial: hacía que los actores se sintieran dueños de esos personajes. Para mí habría sido imposible pergeñar ciertos mecanismos escénicos en la soledad del gabinete, porque casi todos requerían de la verificación escénica para probar su eficacia.
Respecto de la construcción de la trama y de los contenidos que de ella se desprenden, sin duda abrevan en universos transitados fantasiosamente en mi infancia: el laboratorio donde las ficciones científicas se pueden hacer realidad (los laboratorios Roosenvart) y el hampa en un entorno refinado (la mansión Urkel). Abundan imágenes extrapoladas de manera aleatoria de series de televisión de los años sesenta, que impregnaron toda mi ansiedad de ficción. Los contenidos, que sólo pueden comenzar a plantearse una vez puesta en marcha la maquinaria argumental de una nueva creación, se hicieron quizá más nítidos cuando volví a montar la obra en Buenos Aires, en el Teatro Cervantes. Tienen que ver con el tema de la duplicidad. Ser otro y no sólo este que soy es una hipótesis (o fantasía) que, quizá a nuestro pesar, no nos abandona por más adultos que seamos.
En el caso de Caperucita, pese a que el procedimiento de trabajo fue muy parecido al de 4D..., no fue un desafío escénico el que me provocó su escritura, sino cierta inquietud respecto de la trama del cuento original. No creo que las ideas que terminan siendo una obra (en este caso, teatral) sean necesariamente nobles. El origen de las obras de arte suele ser bastardo. O al menos, poco trascendente. Hacía algún tiempo que me habían regalado el libro Érase 21 veces Caperucita Roja, que reúne el trabajo de 21 artistas plásticos japoneses a quienes les habían encargado hacer una versión del legendario cuento. El libro descansó durante meses en la mesa ratona de mi living. Y por alguna razón, un día (una noche, para ser más preciso) me surgió una doble incógnita: ¿cómo podía ser que ese cuento fuera tan universal que hasta en Japón consideran que no puede existir lector que no lo conozca? También, ¿la abuela a quien visita Caperucita es la madre de la madre? Y si es así, ¿por qué no va ella a visitarla en vez de mandar a su hija con los peligros que conlleva el paseo por el bosque?
Me crié en una casa habitada por tres generaciones de mujeres: mi hermana, mi madre y su madre (mi abuela). Mi padre trabajaba mucho y en mis imágenes de la infancia apenas aparece él ya que, cuando llegaba de trabajar, yo casi siempre estaba por irme a la cama o ya estaba dormido. Este hecho me hacía especialmente sensible a ese universo de mujeres: fascinante por un lado y peligroso por otro.
¿Bastan estas razones para escribir una obra de teatro? No lo creo. ¿Qué hace que uno se lance a crear una pieza? Las razones se ordenan a posteriori. El a priori es un impulso, que para mí tiene más de bastardo que de noble y que luego es empujado por una convicción, no siempre clara, de que embarcarse en ese proyecto nos arrojará alguna especie de luz sobre cierta zona oscura de nuestro imaginario. Todo es vago y borroso durante el período que abarca una creación y llegar hasta el final es un acto de fe, una apuesta, que supone el encuentro, al término del viaje, con cierta verdad. Pero tampoco en este caso es una verdad necesariamente trascendente. Es una verdad/teatro (como dice Badiou), cuya capacidad de captura de otros (los espectadores) no deja de ser una quimérica hipótesis.
Javier Daulte
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